martes, 30 de mayo de 2017

CAPITULO 7




Daniela Brady Alfonso se abrochó la blusa y se alisó la falda en el minúsculo cuarto de baño del área de recepción de la agencia inmobiliaria de Boyd, deseando una vez más tener una ducha a mano. Porque las toallas de papel no bastarían para acabar con el estado en el que habían dejado el escritorio de su jefe después de aquel...


—Te habías prometido que no volverías a hacerlo —le dijo a su reflejo, enfadada por su falta de fuerza de voluntad en lo que se refería a Jimbo Boyd, su jefe a tiempo completo y su ocasional amante.


La había tenido comiendo en la palma de su mano desde hacía años. Y cada vez que intentaba alejarse de él, consciente de que jamás le daría lo que ella quería, un auténtico compromiso, él siempre conseguía seducirla y retomar su aventura.


Aquella última vez, había conseguido resistirse durante un mes. Tiempo suficiente como para empezar a vislumbrar nuevos horizontes, como para empezar a mirar más allá del sueño absurdo de esperar que dejara a su esposa por ella. 


Había comenzado a pensar que podía vivir sin él, aunque hubiera sido el hombre que mayor presencia había tenido en su vida desde que era una estúpida adolescente, que había perdido la cabeza al recibir las atenciones de un hombre atractivo y mucho mayor que ella.


Él continuaba siendo atractivo y ella continuaba siendo una estúpida, como evidenciaba la última sesión de sexo que habían compartido en la mesa de su escritorio.


Pero la noche anterior le había parecido tan desgraciado... 


Había sido eso lo que la había convencido. La había llamado a casa para decirle lo terrible que era la vida sin ella. Y Daniela le había creído. A Jimbo le encantaba hacerse la víctima. Y era cierto que era un hombre que vivía dominado por la riqueza de su esposa. Jimbo, que también era alcalde, jamás lo admitiría, pero todo Joyful sabía exactamente quién controlaba su vida, su trabajo y su casa: la primera dama, Helena Boyd.


Jimbo estaba dispuesto a engañarla, pero jamás la dejaría. 


Daniela había pensado que ser consciente de ello le daría la fuerza que necesitaba para permanecer firme cuando le suplicara que volviera con él. Pero se había equivocado.


—Estúpida —se dijo a sí misma. Y salió del cuarto de baño.


Aquella misma mañana había sabido que Jimbo querría su dosis de sexo después del trabajo. No, en eso no había sorpresas. Lo esperaba después de la lacrimógena llamada de teléfono de la noche anterior y de su discusión con Helena de aquella mañana. Después de pelearse con Helena, Jimbo siempre quería sexo... con otra.


Como eran ya más de las cinco y media, Daniela comenzó a reunir sus cosas para marcharse. A lo mejor Pedro no había pasado por casa y no había oído su mensaje. Daniela le había dicho que se quedaría trabajando hasta tarde y que se calentara en el microondas algunas sobras para cenar.


Daniela llamó ligeramente a la puerta cerrada del despacho de Jimbo. Al no recibir respuesta, la empujó y lo vio sentado en su escritorio, hablando por teléfono.


—Ya te he dicho que no tiene ninguna importancia. Todos los papeles están en regla. Ella no puede hacer nada.


Esperó, preguntándose a quién habría llamado Jimbo, puesto que el teléfono no había sonado. Cinco minutos antes, estaban jadeando desnudos sobre la mesa. 


Seguramente Jimbo ya estaba pensando en llamar antes de haberse subido la bragueta. Desde luego, esa forma de actuar no la ayudaba a sentirse especial.


—Hemos borrado todas las huellas. Nadie puede hacer nada. ¿Crees que no sé cómo es la gente de este pueblo? Deja de preocuparte.


—¿Jimbo? —susurró ella.


Jimbo alzó la mirada y al verla en la puerta, se despidió de ella con un gesto impaciente, sin decir una sola palabra. 


Daniela se tensó, y, para su más absoluta vergüenza, se le llenaron los ojos de lágrimas.


Dios, estar enamorada de aquel canalla la estaba matando.


Abandonó la puerta y parpadeó rápidamente, dejando que el enfado secara sus lágrimas. Giró sobre sus talones y caminó hacia la salida, preparada para dar un portazo al salir. Pero al llegar a la puerta, vio a alguien esperando allí.


—He venido a que me paguen —dijo Cora Dillon en cuanto Daniela abrió la puerta que Jimbo se había preocupado de cerrar con llave cinco minutos antes de aquel interludio en su despacho—. Hoy he ido a limpiar una casa por encargo del señor Boyd.


Cora, una de las amigas de la madre de Daniela, estaba catalogada como la mayor cotilla y metomentodo de todo el norte de Atlanta. Y le encantaría poder entrar y descubrir cualquier pista que pudiera llegar a motivar un escándalo, algo así como resto de lápiz de labios en la barbilla de Jimbo. Por no hablar del aroma inconfundible del sexo prohibido.


—Lo siento, ya hemos cerrado —Daniela salió e intentó cerrar la puerta tras ella—. Tendrá que volver mañana.


Aquel viejo murciélago de mirada afilada tuvo el valor de meter el pie para impedir que cerrara.


—El señor Boyd me ha dicho que podría pagarme hoy. Sé que está aquí, así que le esperaré dentro.


Daniela apretó los dientes, deseando haberse ido antes, o, por lo menos, haber perfumado el despacho con un ambientador. Los cotillas tenían un olfato como el de los sabuesos. Y como también sus ojos tenían la misma agudeza, ni siquiera se atrevía a bajar la mirada para asegurarse de que se había abrochado correctamente la blusa.


Aquello sería lo último que necesitaba. Que su padre o, peor aún, Pedro, oyeran rumores sobre Jimbo y ella. Su padre se sentiría humillado, desolado. Y Daniela prefería morir a hacer sufrir a su padre.


—Será una pérdida de tiempo —le dijo a Cora, intentando parecer preocupada por ella—. Tendrás que esperar mucho. Lleva toda la tarde hablando por teléfono. Apenas he podido hablar un minuto con él.


Dios, resultaba difícil permanecer impasible delante de los inquisitivos ojos de aquella mujer. Pero tenía que hacerlo, porque Cora Dillon coleccionaba cotilleos de la misma forma que otras mujeres coleccionaban búhos de porcelana o muñecas antiguas: con una precisión casi obsesiva.


Daniela no quería que nadie se enterara de su relación con Jimbo. Nadie, ni Helena Boyd, ni Cora Dillon. Y, mucho menos, Pedro.







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