domingo, 4 de junio de 2017
CAPITULO 26
Tras haber decidido que necesitaba hacer algunos cambios en su vida, Clara ya no perdió el tiempo. Estaba emocionada, cargada de energía, se sentía como alguien que acabara de despertarse de una larga siesta.
Tiró a la basura su cargamento secreto de chocolate y pidió hora en la peluquería. Se deshizo de los pantalones de chándal y de las camisetas y buscó sus antiguas prendas para ver cuántos kilos tenía que perder, o qué ropa tenía que comprar.
Fuera las chocolatinas y las patatas fritas. Se habían acabado también las salidas a comprar en chancletas, con cola de caballo y ni una gota de maquillaje en la cara. Y las noches con camisones de algodón blanco, tumbada al lado de su marido, preguntándose si éste iba a apagar las noticias, darle un beso en la frente y quedarse dormido o aquella noche le apetecería recuperar la intimidad del matrimonio.
Pero había llegado el momento de dejar de esperar, de tomar las riendas de su vida.
—¿Qué es «riendas»?
Clara no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta hasta que oyó la voz de Eva en el asiento de atrás del coche.
—Nada, cariño. Estaba hablando sola.
Eva se encogió de hombros, sin hacer un millón de preguntas. Y Clara sabía por qué. Su confiada hija estaba un poco nerviosa aquel día.
—Mamá, ¿está segura de eso de la guardería? —le preguntó Eva por décima vez desde que habían salido de casa.
—Sí, cariño, estoy segura. Sólo son tres mañanas a la semana. Y te divertirás mucho.
Eva frunció el ceño.
—¿Y si también está allí Courtney Foster?
—Bueno, en ese caso —dijo Clara, mirando a su hija con firmeza—, tendrás más oportunidades de intentar hacerte amiga suya.
Se había puesto en contacto con un jardín de infancia del pueblo para ver si podía matricular a Eva en otoño, pero, hasta entonces, había decidido llevarla tres días a la semana a la guardería de la parroquia. Eva ya conocía a muchas de las profesoras y a la mayoría de los niños. Durante esas tres mañanas, Clara podría hacer lo que le apeteciera.
Y no sólo era bueno para ella, sino también para Eva. Por lo menos, así aprendería a tratar con otros niños, y a dejar de pegarles, antes de ir al jardín de infancia.
—No quiero ser su amiga —dijo Eva con una mueca.
—Mmm. Eso parece propio de otra chica que conozco. Una niña que se llama Angélica —dio Clara, sabiendo qué botón estaba tocando.
Su hija comenzó a hacer un puchero.
—Yo no soy como Angélica —se referían a un personaje de una serie de dibujos animados, los Rugrats—. Ella es mala.
Clara le guiñó el ojo a su hija para hacerle entender que estaba bromeando. Eva respondió riendo, pero continuaba habiendo un brillo travieso en su mirada.
Dios santo, su hija podía ser terrible. Pero la amaba con locura. La había querido desde el instante en el que la había sentido revoloteando por su vientre a los cuatro meses de embarazo. Clara iba a echarla de menos, pero sabía que Eva sería mucho más feliz siendo criada por una mujer que no pudiera culparla de no haber podido hacer con su vida nada más que ser madre.
—¿Por qué papá no ha venido con nosotras?
Clara no podía decirle la verdadera razón: porque Mauro no lo sabía. Todavía no se lo había dicho. Pero no tardaría en averiguarlo. Le llevaría como mucho un par de días darse cuenta de que ya no pasaba tanto tiempo en casa. Antes o después, lo descubriría.
Pero Clara no estaba haciendo nada malo. Antes de quedarse embarazada, Mauro y ella habían hablado de que se quedaría en casa durante los dos primeros años de vida de su hija. Pero nunca habían acordado que se convertiría en una mujer con sobrepeso, cuya vida giraría completamente alrededor de su marido y de una hija de cuatro años.
Cuatro años. Ya era más que suficiente. Había llegado la hora de que saliera de su bonita casa.
Había intentado hablar de ello con Mauro en el pasado. Pero cada vez que mencionaba la posibilidad de volver a trabajar, a él se le ocurría alguna razón por la que no debería hacerlo.
Muy bien, era cierto que su trabajo en la Gaceta de Joyful no le proporcionaba mucho dinero. Y, desde luego, tampoco la había convertido en candidata al Pulitzer. Había cubierto todo tipo de noticias, desde partidos de fútbol hasta entrevistas a granjeros que podaban setos con la silueta de Elvis o a políticos que siempre terminaban reclamando el voto para ellos.
Pero le encantaba su trabajo. Al parecer, a Linda Whitaker, su jefa, que la había contratado en cuanto había terminado el instituto, también, porque cuando la había llamado el lunes por la mañana, lo primero que le había preguntado era que si ya estaba dispuesta a incorporarse de nuevo al trabajo.
Y la respuesta había sido sí. De momento, a tiempo parcial, pero, definitivamente, sí.
—¿Mamá?
—Sí, cariño —musitó Clara, sonriendo ante el entusiasmo con el que Linda la había recibido.
—Hagamos un trato —dijo Eva con aquel sonsonete que Clara tan bien conocía.
Oh-oh.
—Si tú no le dices a papá que me he portado como Angélica, yo no le diré que has dicho «riendas».
Clara se mordió el labio y sacudió la cabeza lentamente, intentando no echarse a reír. Eva no conocía el significado de aquella palabra, pero por el tono que su madre había empleado, evidentemente, había deducido que se trataba de una palabra malsonante. Después, asintió.
—Trato hecho.
Definitivamente, la sonrisa de Eva fue de total satisfacción.
Que el cielo la ayudara. Había llegado el momento de volver a trabajar. Y esperaba que eso le sirviera para poder recuperar su antigua capacidad de negociación. Porque, definitivamente, iba a necesitarla con su hija.
CAPITULO 25
Por mucho que sólo tuviera interés en ocuparse de la cuestión de la parcela, el lunes por la mañana Paula comprendió que lo más importante era conseguir un trabajo.
No tenía un solo centavo con el que pagar al abogado. Y hasta que no localizara a sus padres, que aquella semana estaban viajando por alguna ciudad española, no podía conseguir una copia del testamento de su abuela ni averiguar en qué condiciones estaba todo el papeleo. Así que no eran muchas las cosas que podía hacer, salvo conseguir que volvieran a arrestarla.
Algo de lo que estaba empezando a cansarse.
Sin embargo, pretendía presentarse en el despacho de Jimbo si él no le devolvía las llamadas. La única razón por la que no lo había hecho hasta entonces era que, sinceramente, todavía no soportaba la idea de volver a ver a Daniela.
De modo que el martes a primera hora, se puso un vestido de verano de colores muy vivos y salió en busca de trabajo.
Afortunadamente, tenía un par de sandalias bajas. Se ató un pañuelo amarillo alrededor del cuello y lo dejó colgando por detrás, buscando que le diera la confianza que antes encontraba en su melena.
El vestido era muy bonito. El pañuelo de un amarillo intenso.
Se había maquillado cuidadosamente y ya no cojeaba. Pero a pesar de toda esa armadura, de su aspecto saludable y de mujer que lo tenía todo bajo control, en el pueblo se encontró con las reacciones más extrañas.
—Eres ella, ¿verdad? —le preguntó un joven que estaba bajo los bajos de un viejo Ford Fairlane en el aparcamiento en el que Paula dejó su coche.
—¿Ella?
—Sí, la única.
La única. Exacto. La única a la que habían detenido por atacar a un capataz. Y que había terminado encarcelada como un vagabundo borracho. Y la que el día anterior por la mañana había paralizado el trabajo de toda una cuadrilla de obreros.
Sí, era la única.
—¿Puedes firmarme un autógrafo? —preguntó alguien.
Paula desvió la mirada del mecánico al joven que estaba barriendo la acera enfrente de la casa de empeños. Lo único que conseguía hacer con la escoba era levantar polvo y remover el polen en aquel caluroso día de junio, pero su expresión indicaba que no estaba dispuesto a renunciar a aquel trabajo. Y tampoco a hablar con ella.
—Yo la he visto antes —dijo el primer tipo—. ¿Puedes darme un autógrafo? —le pidió.
—No soy ninguna famosa —musito Paula, intentando evitar el patético montoncito de polvo que con tanto esfuerzo había conseguido reunir su inesperado admirador.
—Claro que sí —miró después a su alrededor, como si quisiera evitar que lo oyeran y bajó la voz.—¿Viene de igcoito?
—¿Perdón?
—De incógnito, imbécil —respondió el primer tipo con un sonido burlón. Después se volvió hacia Paula—. No tiene por qué disfrazarse. Ya es demasiado tarde, todo el mundo lo sabe.
¿Todo el mundo? Genial. Así que todo el pueblo sabía que había batido un récord de detenciones. Se preguntaba cuánta gente estaría dispuesta a contratarla en aquellas circunstancias.
—En realidad no fue para tanto. Nunca he hecho nada ilegal y estoy segura de que pronto se apagarán los rumores.
Pero el hombre de la escoba no parecía muy convencido. De hecho, la miraba con obvia admiración.
—Pues yo creo que sí es para tanto. En Joyful no suceden muy a menudo ese tipo de cosas.
—Él se lo buscó. Se lo merecía —dijo Paula con cierto orgullo.
Dos pares de ojos se abrieron como platos. Los dos hombres preguntaron al unísono:
—¿Se lo merecía?
Paula asintió.
—Sí, parecía estar pidiéndolo a gritos.
—Pidiéndolo a gritos...
—Necesitaba que alguien le hiciera bajar un poco al suelo. Y lo único que ocurrió fue que yo estaba allí para hacerlo.
Aquella vez, el hombre de la escoba la dejó caer al suelo y el otro tipo la miró boquiabierto.
—En el suelo... —musitó uno de ellos.
—¿En público? —preguntó el segundo.
—Sí, en público, ¿habéis oído comentar algo?
Uno de los hombres silbó mientras el otro le daba un manotazo al capot del coche.
—Tengo que conseguir una cámara.
—Y yo un bolígrafo.
—Y yo tengo que llamar a mi hermano.
Paula apretó la barbilla, realmente enfadada por el alboroto que estaban montando.
—Pero si apenas le toqué.
—¿A quién?
—Al capataz. Es verdad que terminé encima de él, pero sólo porque perdí el equilibrio.
Los ojos parecían a punto de salírseles de las órbitas.
—¿Y fue aquí, en el pueblo? —preguntó el de la escoba en un susurro.
Paula asintió.
—Sí, pero, francamente, no le hice ningún daño. Está perfectamente. Supongo que por su trabajo está acostumbrado a experiencias duras.
El mecánico reaccionó al instante.
—Yo también. Soy muy duro. Puedo tumbarme en cualquier parte.
El otro le dio un codazo.
—Yo soy más duro todavía. Puedo hacer cualquier cosa. Aquí mismo, en el cemento, o en cualquier otra parte.
Muy bien, todavía no había salido de casa. Estaba en la cama, durmiendo y soñando que se había caído por la madriguera de Alicia y estaba teniendo una conversación con dos de los personajes del cuento.
—Ponte encima de mí —le ordenó el de la escoba—. Estarás más cómoda.
—Pero ella no busca ese tipo de comodidades, tarado —dijo el mecánico con una sonrisa lasciva—, ¿verdad, cariño?
Y entonces lo comprendió. Estaban insinuándose, no acusándola de haber cometido ningún delito. Estaba tan preocupada pensando en cómo podía afectar lo ocurrido a su trabajo que no les había prestado atención.
—Gracias por todo, pero tengo algunos asuntos de los que ocuparme.
—¿Puedo mirar? —quiso saber el mecánico—. No diré nada. Me limitaré, bueno, ya sabes... a estar allí.
Dios santo, en Joyful la gente debía estar muñéndose de aburrimiento si encontraban divertido acompañar a una mujer a buscar trabajo.
—¿Por qué no te vas a casa con tu esposa? —dijo el de la escoba con el semblante cada vez más rojo.
—¿Y tú por qué no te vas a casa con tu mamá? —replicó el otro.
Ahh, qué exhibición de orgullo masculino. Parecían realmente dispuestos a abofetearse de un momento a otro.
Los dos hombres fueron elevando la voz a medida que iban concentrando su atención el uno en el otro. El uno le llamó al otro «mariquita», al tiempo que blandía la escoba de forma amenazadora. Paula casi estuvo a punto de hacerle una advertencia, teniendo en cuenta su última experiencia con el bastón, pero se reprimió, porque aquella distracción le sirvió de escape.
De hecho, ni siquiera se dieron cuenta de que corrió a refugiarse en la primera tienda que encontró, una tienda de ropa. Escondida tras la ropa que había cerca de uno de los escaparates, se asomó al exterior y fue testigo del momento exacto en el que advirtieron su desaparición. Miraron a su alrededor, fruncieron el ceño y comenzaron a gritarse otra vez.
—Qué curioso —susurró, preguntándose si habría escasez de mujeres en Joyful.
Sabía que era atractiva y que solía llamar la atención de los hombres, pero jamás había inspirado una pelea en público.
Lo más cerca que había llegado a estar de volver loco de deseo a un hombre había sido cuando le había dicho a un hombre de negocios de Manhattan que había conseguido un treinta por ciento de beneficios con sus inversiones. Y no había sido su cuerpo el que había despertado aquel deseo, sino su cerebro.
—Eres ella, ¿verdad?
Oh, Dios, no. La noticia de su detención debía ocupar todos los pulpitos locales desde el día anterior. Paula se volvió hacia la mujer que había hablado y la saludó.
—Buenos días.
La mujer, una jovencita en realidad, le dirigió una enorme sonrisa.
—Buenos días. No les hagas caso —señaló con la cabeza hacia la ventana—. Tony nunca engañaría a su esposa. Tiene miedo de que le deje sin miembro mientras duerme.
Paula arqueó una ceja.
—Lo digo porque eso fue lo que intentó hacer cuando le descubrió haciendo unos arreglos en las cañerías de Suellen Gantry cuando se suponía que tenía que estar arreglándole a ella el coche.
Así que el señor mecánico se llamaba Tony. Y era posible que sólo le quedara una parte del pene. Archivó aquella información por si podía serle útil en el futuro.
—Y Bobby, bueno, él no sabría qué hacer con una mujer desnuda en su regazo —bajó la voz—. Pude comprobarlo personalmente después de vaciar un barril de cerveza en una fiesta el año pasado —sacudió la cabeza con pesar—. Yo, desnuda en su regazo, y él se desmayó, ¿te lo puedes creer?
Paula no sabía si echarse a reír o, sencillamente, quedarse boquiabierta mientras aquella adolescente rubia de enormes ojos azules y pecas en el rostro le hablaba como si fueran íntimas amigas.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Eh, si crees que debes hacerla —respondió Paula lentamente, esperando que la chica entendiera que aquella respuesta equivalía a un no.
—¿Cómo empezaste?
Evidente, las sutilezas no formaban parte de los códigos de comunicación en Joyful.
—¿Cómo empecé?
—Ya sabes...
Paula elevó los ojos al cielo.
—Oh, ¿te refieres a mi vida de perversión?
La otra chica no advirtió su sarcasmo. Asintió con tanta fuerza que la melena cayó sobre sus ojos y tuvo que apartársela.
—Sí, ¿cómo supiste que no estabas... haciendo nada malo? ¿Y que serías capaz de soportarlo?
Paula tenía la sensación de que aquella jovencita se aburriría mortalmente si comenzaba a hablarle de los picnics bajo los nogales, de las vacaciones de verano y del pastel de su abuela. Así que fue directamente al grano, a lo que realmente importaba, intentando hacerle ver lo importante que era luchar por aquello en lo que se creía.
—No me gusta quedarme esperando tumbada, sin hacer nada.
La chica abrió los ojos como platos.
—¿Prefieres hacer las cosas de pie? ¿No te gusta quedarte tumbada?
Paula dejó escapar un resoplido burlón y sacudió la cabeza.
—Eso sólo si estás dispuesta a dejar que hagan contigo lo que quieran.
Al ver la expresión de estupefacción de la joven, le aclaró:
—Lo siento, lo que quiero decir es que una mujer debe tener el control de la situación.
La chica asintió.
—Sí, el control —inclinó después la cabeza—. ¿Y cómo?
—Bueno, pues llevando ella las riendas. Haciéndose cargo de cada situación.
—¿Te refieres a que hay que intentar estar siempre encima?
—Exactamente, siempre encima, en todas las situaciones —contestó Paula.
Pero la chica no parecía muy entusiasmada.
—No me gusta mucho ponerme encima. Me canso, y las cosas tienden a ser demasiado movidas.
Paula estuvo a punto de echarse a reír ante aquella extraña descripción. Pero tenía sentido. A veces era muy cansado luchar, y los sentimientos se agitaban peligrosamente cuando se peleaba por algo en lo que se creía. Pero eso no quería decir que hubiera que dejar de intentarlo.
—Tienes que seguir intentándolo. Yo siempre he pensado que cuando quieres algo, tienes que ir a por ello. No tengo miedo y soy capaz de seguir adelante y de plantarle cara a cualquiera.
O, por lo menos, así era antes. Porque últimamente, parecía una pobre inútil e indefensa que sólo había conseguido que la arrestaran. Pero eso se había acabado. Paula Lina Chaves siempre había sido una mujer fuerte.
Había sido una dura financiera en Nueva York durante los últimos tres años y ya era hora de que comenzara a comportarse como lo que era. Estaba arruinada, se había quedado sin trabajo, la habían detenido, ¿y qué? Estaba viva, tenía salud y había heredado una casa maravillosa. Era mucho más de lo que muchos podían decir.
Comenzaba a sentirse mejor que hacía días.
—Así que sigues adelante y le plantas cara a quien sea —dijo la chica sorprendida—. ¿A cualquiera? ¿Así es como decidiste lo que querías hacer? ¿Porque te gustaba... eh... plantarte ante cualquier cosa?
Paula asintió
—Nunca he retrocedido por pensar que algo era demasiado grande o demasiado duro como para que yo pudiera manejarlo.
La chica tragó saliva visiblemente.
—Supongo que has tenido que enfrentarte a muchas... cosas. ¿Y eran realmente grandes?
—Definitivamente. Pero es algo que se me da muy bien.
—¿Y te lo han dicho? Quiero decir, ¿cómo sabes que se te da bien?
Paula apenas la escuchaba. Cuanto más hablaba, mejor se sentía.
—Es una cuestión de práctica, de confianza en una misma, y de ser capaz de hincarle el diente a todo lo que seas capaz de masticar.
Aquella vez la chica comenzó a toser.
—Hincar el diente... —farfulló cuando consiguió volver a pronunciar palabra.
—¿Estás bien?
La chica asintió débilmente.
—Eh, sí. Bueno, no había pensado que hubiera que morder y masticar, la verdad.
Paula no conseguía comprenderle del todo, pero en cualquier caso, le dirigió una radiante sonrisa.
—No pasa nada, eres joven, sólo estás empezando —frunció el ceño—. Pero recuerda, no te vendas por cuatro centavos. Tú vales mucho, no vayas regalándote a los chicos en las fiestas.
—No lo haré —dijo con vehemencia.
Se miraron la una a la otra en silencio y Paula se preguntó si el maquillaje se le habría corrido o si tendría lápiz de labios en los dientes. Porque la adolescente continuaba mirándola de hito en hito.
—¿Estás bien?
La chica sacudió la cabeza con firmeza.
—Lo siento, estoy bien. Y ahora, bueno, ya sé que has venido aquí a esconderte y probablemente no quieras nada de una tienda tan aburrida como ésta, pero, ¿puedo ayudarte en algo?
Paula miró alrededor de aquella tienda, con la mitad de las perchas vacías y carteles anunciando rebajas por todas partes. Era una pena que no tuviera dinero porque veía algunas cosas realmente bonitas, pero que no estaban al alcance de su cartera.
—¿Te gusta trabajar aquí? —preguntó, fijando la atención en un precioso vestido con un bordado de cuentas.
La chica asintió con vehemencia.
—Sí, me gusta. No estoy buscando ninguna otra cosa.
—Estupendo —musitó Paula—. Y supongo que no estáis buscando a nadie para la tienda.
La chica se echó a reír.
—Qué graciosa.
Paula se había hecho demasiadas ilusiones. No podía tener tanta suerte como para haber ido a esconderse en una tienda en la que necesitaban a alguien que se encargara de llevarles la contabilidad... o, diablos, de vestir a sus maniquís. No podía permitirse el lujo de ser quisquillosa en aquel momento.
—Supongo que era demasiado esperar —le dijo a la chica y se asomó a la puerta para ver si la costa estaba despejada.
Y lo estaba, gracias a Dios.
Así que había fracasado en el primer intento. Pero no renunciaría. El día acababa de empezar. Esos tipos se habían marchado. Y tenía dos pies sobre los que caminar.
No podía ser tan difícil encontrar trabajo en un pueblo pequeño y amable como Joyful, Georgia.
****
Pedro casi no reconoció a Paula cuando la vio cruzando penosamente la avenida Bliss el miércoles por la tarde. No la había visto desde el lunes, algo que le parecía estupendo.
Pero en aquel momento, un pelo rubio le llamó la atención, y también un vestido rosa que se ceñía de una forma que debería estar prohibida. Llevaba los zapatos en una mano y los hombros hundidos.
—¡Eh! —la llamó cuando se dio cuenta de que estaba a punto de pisar el asfalto con los pies descalzos.
Al oír aquel grito, Paula se volvió.
Pedro debería haberse quedado donde estaba, en la puerta de la cafetería a la que había ido a almorzar. Pero, irremediablemente, salió con el refresco de cola en la mano y avanzó hacia donde estaba Paula. Ésta lo vio acercarse sin decir nada.
—Pau —la saludó con un asentimiento de cabeza.
—Hola, Pedro.
—¿Quieres volver a romperte la cabeza poniéndote delante de un coche?
Paula miró sin mucho interés a los pocos coches que cruzaban la calzada.
—Supongo que no estaba prestando atención.
—Alguien tendrá que enseñarte a cruzar la calle.
Paula frunció el ceño.
—¿Esta mañana estás haciendo de guardia municipal? No, deja que lo adivine, cuando no trabajas como fiscal del distrito, sustituyes a un guardia de tráfico.
Muy graciosa. Pero la verdad era que no había calor en las palabras de Paula. Parecía desinteresada. Distraída.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—No digas chorradas,
Paula chasqueó la lengua.
—Cuida ese lenguaje
Pedro sonrió.
—Eva no anda por aquí. Además, tengo la sensación de que esa niña ya sabe suficiente vocabulario.
Por primera vez, apareció una sonrisa sincera en el rostro de Paula.
—Me temo que tienes razón.
Al advertir que Paula desviaba la mirada hacia el refresco de cola, Pedro se lo tendió.
Paula lo aceptó y bebió un trago.
Pedro la observó con atención. Un extraño calor comenzó a inundarle las entrañas cuando Paula cerró los labios alrededor de la pajita. Cuando se la quitó de la boca, dejó en ella una huella de lápiz de labios.
Pedro tragó saliva con fuerza, incapaz de apartar la mirada de aquella mancha rosa. Pero al final, se aclaró la garganta y se sacudió mentalmente.
—¿Estás mejor?
Paula asintió y se abanicó con la mano libre mientras le devolvía la bebida.
—He tenido un día muy largo, igual que ayer. Dios mío, la gente de este pueblo es de lo más rara.
—¿Por qué lo dices?
—O me tratan de la forma más grosera imaginable, o me hacen preguntas de lo más extrañas. O intentan que me suba a su coche.
Aquélla era la ocasión ideal para sacar el tema de los rumores que corrían sobre ella. Pero Pedro no quería que terminaran aporreándole en público por preguntarle a una mujer si practicaba el sexo a cambio de dinero.
Además, no le parecía una pregunta particularmente educada.
—Pero nadie, nadie en este pueblo quiere contratarme.
—¿Contratarte? ¿A qué te refieres?
—Pues a un contrato de trabajo como cajera en el supermercado, o en el banco... O para hacer palomitas en el cine —rió sin humor—. En este momento, me conformaría con cualquier cosa.
Pedro se la quedó mirando tan fijamente que Paula se sonrojó. Probablemente, su frustración le hacía desvelar más sobre su situación de lo que pretendía.
—Ésta no es sólo una visita al pueblo para reunirte con tus compañeros de instituto, ¿verdad?
Paula negó con la cabeza.
—Pretendes quedarte aquí.
Paula asintió.
Se iba a quedar. Dios santo. Aquello no era sólo una semana o diez días interminables de tortura. Aquello iba a convertirse en la peor pesadilla que podría haber imaginado nunca.
Paula Lina había vuelto a Joyful para siempre.
—No puedes estar hablando en serio.
Paula se cruzó de brazos.
—Claro que quiero quedarme aquí. Por lo menos una temporada.
—¿Pero por qué demonios querrías volver a un lugar como Joyful?
—¿Y por qué demonios tú nunca te fuiste de aquí?
—Claro que me fui.
—Para ir a la universidad. ¿Pero por qué regresaste? ¿Averiguaste que no podías vivir en ninguna otra parte?
Un golpe directo. No era del todo cierto, pero era una idea que le había pasado por la cabeza alguna vez en el pasado.
Regresar a Joyful, a un lugar lleno de rostros familiares, a un estilo de vida tan conocido, había sido demasiado fácil. A veces pensaba en lo que podría haber hecho, en los lugares que podría haber conocido si no hubiera sentido la necesidad de regresar para... ¿Para qué? ¿Para limpiar el apellido de los Alfonso? ¿Para que su madre pudiera caminar con la cabeza alta?
Sí, a veces se había preguntado si regresar a Joyful no habría sido una manera de escurrir el bulto. Pero no iba a permitir que Paula Chaves se lo echara en cara.
Dio un paso hacia ella, furioso de pronto porque le había acusado de algo que, en realidad, él mismo pensaba.
—Estamos hablando de tí, no de mi, ¿por qué estás buscando trabajo?
Paula retrocedió un paso.
—Por las mismas razones por las que lo busca todo el mundo.
—¿Qué razones?
—¿Para pagar mis cuentas? ¿Para ahorrar algún dinero? ¿Para poder comer de vez en cuando?
Pedro ya se había acostumbrado a su sarcasmo. De hecho, incluso había llegado a gustarle, aunque jamás había esperado aquella actitud del ángel al que había conocido en los viejos tiempos. Pero tenía la sensación de que bajo aquella actitud desafiante se escondía algo grave.
—¿Por qué va a necesitar preocuparse una chica rica y mimada de si puede pagarse la comida?
Paula le respondió con otra pregunta.
—¿Desde cuándo eso es asunto tuyo? —después, como si supiera que iba a discutírselo, cambió rápidamente de tema—. Supongo que no se te ha ocurrido investigar nada sobre la construcción del club. ¿O me has conseguido una copia del registro de la propiedad?
Su expresión obstinada dejaba muy claro que no iba a permitir ninguna pregunta sobre su búsqueda de trabajo. Había cambiado de tema y fin de la historia. Así era la gente del norte.
—¿Y bien? —insistió ella—. ¿Te has enterado de algo?
Sí, se había enterado de algo. Y había estado averiguando la manera de decírselo. Sabía que no le iba a gustar nada la respuesta. Pero tampoco parecía tener paciencia suficiente como para seguir esperando.
Antes o después, volvería a la obra, y él no podía permitir que volvieran a encarcelarla. De modo que era preferible poner freno a la situación a tener que consolarla otra vez por motivos que no tenían tanto que ver con el club de striptease como con sus ganas de desnudarla y hacer el amor con ella apoyados en la primera pared que pudieran encontrar.
—Sí, he averiguado algo.
—¿Y bien?
Pedro no quería tener aquella conversación en una esquina. La agarró del brazo y le dijo:
—Vamos a hablar a mi despacho.
Paula negó con la cabeza.
—Dime de qué te has enterado. Estoy cansada y no he tenido un buen día.
Al advertir la determinación de su rostro, hizo lo que le pedía.
—Tu abuela vendió la parcela justo antes de morir.
Paula tomó aire y abrió los ojos como platos.
—Siento tener que decirte esto, pero es cierto. He visto yo mismo los documentos.
—No me lo creo.
Pedro tensó la barbilla.
—No me lo estoy inventando.
—Ya lo sé, pero... no me puedo creer que terminara haciéndolo.
—¿Que terminara haciéndolo? ¿Quieres decir que sabías que estaba pensando en vender?
—Me dijo que estaba considerando la posibilidad de vender ese terreno —Paula lo miró fijamente—, pero jamás pensé que terminaría haciéndolo.
El temblor de su voz le respondió a Pedro la única pregunta que le quedaba por hacer. Una parte de él se había preguntado si habría sido la propia Paula la que le había comprado la propiedad a su abuela y no quería que se supiera la verdad por la clase de negocio que estaban construyendo allí. Evidentemente, no.
—¿Entonces tú no tienes nada que ver con Joyful Interludes?
Paula arqueó una ceja con expresión interrogante.
—Me refiero al club.
—¿Se llama así?
Pedro asintió.
—¿Y de verdad es un club de striptease?
—Sí, o al menos eso es lo que dicen.
—¿Y crees que Joyful es suficientemente grande como para necesitar un club de striptease?
—¿Volvemos a la conversación de la mujer desnuda? —preguntó Pedro, recordando la conversación que habían mantenido el viernes en el coche.
—Me cuesta creer que esté pasando algo así en un lugar tan pequeño como Joyful. ¿Por qué la gente no ha protestado? Es como si todo el mundo estuviera dormido.
También a él le había sorprendido, aunque esperaba que las cosas estuvieran calentándose en las reuniones parroquiales y en los clubs de bridge. Que no hubieran aparecido todavía las pancartas no significaba que no estuvieran pintándolas ya en los garajes.
El trabajo de investigación que había hecho para Paula había despertado su propia curiosidad. Era extraño el sigilo, y la rapidez, con la que se había cerrado aquel negocio. No entendía cómo era posible que nadie supiera que la señora Chaves había vendido su tierra a una empresa que no era de la zona y que después había demostrado una gran habilidad para conseguir que se aprobara el plan que tenían para aquel terreno. No se atrevería a decir que aquel asunto le parecía un negocio sucio, pero tampoco era algo completamente claro y limpio.
Aunque en realidad, en Joyful casi nada lo era.
—No entiendo que la gente del pueblo no esté furiosa —farfulló Paula, incapaz de asimilar todavía aquella información.
La brisa de la tarde lanzaba sus rizos contra su rostro, pero no parecía importarle lo suficiente como para tomarse la molestia de apartarlos.
—Supongo que se estará comentando algo —admitió, obligándose a concentrarse en la conversación y no en su pelo, ni en su boca. Ni en los restos de lápiz de labios en la pajita del refresco.
Un lápiz de labios de color fresa. Su fruta favorita.
—La semana pasada, cuando pusieron la valla, nadie sabía nada —dijo por fin.
—Así que todo se ha llevado en secreto. Algo muy poco habitual en un pueblo en el que todo el mundo sabe hasta de qué color es la ropa interior de la nueva catequista.
Pedro podía haber discutido que los cotilleos de Joyful sirvieran realmente para estar al tanto de lo que ocurría en el pueblo. Pero tampoco creía que fuera aquel un buen momento para mencionar el rumor del tanga de leopardo, o lo de su trabajo como estrella del porno.
—Sí, supongo que tienes razón.
Si aquel maldito lugar en el que vivía le hubiera importado algo, quizá se habría tomado la molestia de investigar. Pero no le importaba. Por él, Joyful podía ser un lugar tan corrupto y desagradable como cualquier otro, de modo que no pensaba tomarse la molestia de revisar un solo papel.
A no ser...
—Pedro, ¿y tú no podrías hacer algo sobre todo esto?
Maldita fuera. A menos que alguien, alguien como ella, se lo pidiera.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que ya es suficientemente malo que un terreno de la familia haya pasado a otras manos. No soporto imaginarme ese lugar convertido en un club de carretera. ¿No podría tomarse alguna medida legal para impedirlo?
Le estaba pidiendo ayuda. Estaba haciendo la única cosa con la que podría conseguir que él hiciera algo que no quería hacer. Una palabra más y estaría perdido. Cuando Paula le pedía algo por favor de aquella manera tan dulce, era capaz de prometerle cualquier cosa. O, por lo menos, eso era lo que había ocurrido en el pasado.
Pero no ocurriría aquella vez.
Chasqueó la lengua, negó con la cabeza y le brindó lo que esperaba fuera una sonrisa lasciva.
—¿Me estás pidiendo otro favor? Será mejor que tengas cuidado, Paula. No es bueno asociarte con gente como los Alfonso. ¿No conoces el dicho? Si uno duerme con perros, no es extraño que algún día terminen mordiéndole.
Quizá no habían sido las palabras más adecuadas, teniendo en cuenta cómo le había mordisqueado el cuello la noche del cenador, pero, evidentemente, tuvieron efecto.
Porque Paula también recordó. Entreabrió los labios y tomó aire. Y, de pronto, a Pedro dejó de importarle que estuvieran en plena calle, a plena vista de todos los clientes de la cafetería, de todas las personas que había en los juzgados y de aquellas que estaban en la ferretería de la calle de enfrente. Porque, por un instante, se sintió como si estuvieran solos, llenos de recuerdos y expectativas. Y de un tórrido deseo que ninguno de los dos parecía haber sido capaz de satisfacer nunca.
—¿Estás amenazando con morderme? —susurró Paula con la voz ronca y cargada de insinuaciones.
—Nunca se sabe de lo que es capaz un Alfonso.
Alargó la mano y jugueteó con el escote del vestido, incapaz de resistirse a participar en aquel juego desafiante. Deslizó el dedo a lo largo del escote, apartándole ligeramente el hombro. Ningún tirante de sujetador le bloqueó el paso. Y al ser consciente de ello tuvo que tomar aire.
Paula cerró los ojos y los abrió.
—A lo mejor eres tú el que tiene que tener cuidado. Porque yo también sé morder.
Y a él le encantaría comprobarlo. Le encantaría que le mordisqueara el pecho, y los brazos. Que utilizara aquella boca maravillosa y aquella lengua rosada, y aquellos dientes perfectos para acariciar cada centímetro de él. Cuando vio su mirada, comprendió que estaba intentando ajustar cuentas con él, devolverle lo que él mismo había dicho.
—Supongo que no querrás empezar a jugar a esto conmigo —respondió Pedro bajando la voz mientras se esforzaba para no perder el control.
Y lo decía en serio. Paula Lina estaba jugando con fuego.
Estaba metiéndole ideas peligrosas en la cabeza.
Pensamientos sensuales que no tenía derecho alguno a albergar. Ni en aquel momento ni, sobre todo, respecto a ella.
—¿Quién ha dicho que esto sea un juego, Pedro? —le dijo con una mirada desafiante—. Además, has empezado tú.
—Sí. Y yo que tú, me aseguraría de que no terminara.
Ambos sabían lo que quería decir. Ambos sabían que sería capaz de apoyarla contra el árbol más cercano y hacer mucho más de lo que pretendía hacer ella.
Desgraciadamente, no era él el único que tenía ese poder.
Porque si Paula se lo proponía, él también estaría completamente a su merced. Dispuesto a hacer todo lo que ella quisiera, donde ella quisiera. Como en aquel momento.
Y supo que estaba dispuesta a avivar las llamas del deseo dos segundos antes de que se pusiera de puntillas, deslizara los brazos por su cuello y buscara sus labios para darle un beso. Un beso pecaminoso en medio de un luminoso día de verano.
Y Pedro dejó de pensar.
Paula también. Y era tan sensual que no pudo menos que estrecharla contra él e inclinar después la cabeza para poder devorarla. Sus lenguas parecieron anudarse en una breve danza que poco a poco fue dando paso a caricias más sosegadas.
Después, tras haber perdido completamente el sentido del tiempo y el espacio, Paula se apartó de él y retrocedió un paso. Alzó la barbilla e intentó fingir firmeza y calma, pero Pedro vio cómo se mecía y supo hasta qué punto la había afectado el beso.
—A lo mejor eres tú el que tiene que tener cuidado —dijo Paula por fin—. Porque a veces, las niñas buenas también son capaces de devolver un mordisco.
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