El lunes por la mañana, arrestaron a Paula por entrar sin autorización en una propiedad privada.
Por lo menos había mantenido su palabra. No había atacado a nadie. Aunque le habían entrado muchas ganas de hacerlo cuando el estúpido del capataz había insistido en que el sheriff se la llevara y la pusiera bajo arresto por negarse a abandonar la obra.
Se había acercado a la obra, sí, pero sólo con intención de pedir educadamente los permisos de construcción y saber o hablar con la persona responsable de aquella obra.
Cualquier cosa que le permitiera averiguar quién estaba detrás de aquella pesadilla.
Y, sin embargo, le habían ordenado inmediatamente que se metiera en el coche y se largara.
Había vuelto al coche, por supuesto, pero no se había marchado. Lo había dejado en el centro de la obra, bloqueándole el paso a un camión cargado de escombros y a media docena de furiosos obreros de la construcción.
Por un instante, había pensado que el capataz iba a pedirle al conductor del camión que vaciara su carga sobre el coche de Paula. Ella había contenido la respiración y había resistido las ganas de parpadear.
La policía había llegado ocho minutos después. El sheriff Brady la había detenido personalmente. Había sido muy amable con ella, en realidad, siempre había sido un hombre amable, excepto cuando andaba algún Alfonso cerca. Pero también se había mostrado muy firme. Cuando Paula había intentado defenderse insistiendo en que ella era la parte perjudicada, se había limitado a sacudir la cabeza con un gesto condescendiente y a decirle que, seguramente, no estaba enterada de lo que había pasado.
Paula odiaba que le dijeran que estaba equivocada.
Especialmente, un tempestuoso anciano sureño que creía saberlo todo. Y que, además, era el padre de la enemiga en el instituto.
—¿Por qué tengo la sensación de que me vas a decir que no has roto ninguna promesa? —le preguntó alguien de pronto.
Paula alzó la mirada desde el borde del catre en el que estaba sentada, en el interior de aquella celda con la que estaba comenzando a familiarizarse. Aquella vez, por lo menos había tenido la precaución de ponerse unos pantalones largos que, por supuesto, lavaría en cuanto llegara a casa.
—Porque no la he roto —le contestó a Pedro.
Había estado esperándolo desde que Francisco Willis la había encerrado.
Tensó los hombros e intentó tensar también los labios. Y mantener la voz firme. Porque, por supuesto, no iba a volver a llorar sobre el hombro de Pedro.
—No he roto ninguna promesa.
Pedro chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.
—¿Crees que serás capaz de pasar cuarenta y ocho horas sin meterte en ningún lío?
—El sábado intenté localizar a Jimbo Boyd y hoy le he dejado media docena de mensajes, pero no me devuelve las llamadas —Paula se levantó y se acercó cojeando a la puerta de la celda. Tampoco en aquella ocasión tenía allí su bastón.
Pedro había cumplido su palabra y le había dejado el bastón en el porche en algún momento del sábado por la noche. Pero Paula había preferido no llevárselo para no tentar al destino. Ni privar al capataz de sus futuros hijos.
Sin apartar la mirada de ella, Pedro abrió la puerta. Y cuando estuvieron el uno enfrente del otro, sin la barrera de las rejas, Paula echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos, deseando que la comprendiera.
—¿Tú te habrías quedado sin hacer nada?
Pedro la miró fijamente y frunció el ceño. Paula supo cuál era la respuesta: no. Si hubiera estado en su lugar, Pedro habría hecho exactamente lo mismo que ella.
—Por lo menos esta vez no le has pegado a nadie —admitió Pedro con una media sonrisa.
—Ya te dije que no iba a atacar a nadie.
—Pero sabías perfectamente lo que pretendía decirte. Te advertí que no volvieras a acercarte a ese lugar, Paula. Ahora, el capataz está hablando de ponerte una orden de alejamiento. Si lo hicieran, no podrías acercarte a quinientos metros de la obra.
Paula se pasó furiosa la mano por el pelo.
—¿Pero podrían impedirme la entrada a mi propiedad?
—Según el registro, no es propiedad tuya.
Sus palabras la dejaron desconcertada durante unos segundos. A juzgar por la sinceridad y la compasión que reflejaba el rostro de Pedro, estaba hablando completamente en serio.
—Pero... pero si heredé ese terreno al mismo tiempo que la casa.
—La propietaria de ese terreno desde el mes de abril del año pasado es una empresa llamada MLH Enterprises. Lo he comprobado esta misma mañana. Si no me crees, puedo conseguirte una copia de ese documento.
Abril. El mes en el que había muerto su abuela. No conseguía entenderlo.
—No puede ser. El testamento de la abuela Paulina...
—¿Tú has leído personalmente el testamento?
Paula sacudió la cabeza con aire ausente y admitió:
—Mis padres se ocuparon de todo. Como ya te dije, yo acababa de salir del hospital. Todavía estaba haciendo la rehabilitación y todo eso. Cuando se legalizó el testamento, invertí todo el dinero y dejé la casa y el terreno en manos de Jimbo Boyd.
Pedro apretó la barbilla, como si no le gustara que le recordara lo del accidente. En los días de lluvia, cuando la humedad le afectaba a los huesos, a Paula le pasaba lo mismo que a él.
—¿Y tus padres te dijeron que el huerto formaba parte de la herencia?
Tenía que admitirlo: no, no se lo habían dicho de manera explícita. Pero siempre lo habían dado por hecho. Su abuela siempre había dejado muy clara cuál era su voluntad. Los padres de Paula no necesitaban ningún vínculo con Joyful.
Aunque su padre había nacido en Georgia, se había adaptado sin ningún problema al mundo de su madre y, en aquel momento, dirigía en Londres la rama de electrodomésticos de la empresa familiar. No tenía ningún interés en regresar a Georgia y siempre había estado de acuerdo en que la casa de su madre debería pasar a manos de su hija, que era la que realmente la apreciaba.
Una hija que estaba dispuesta a luchar por su herencia, le costara lo que le costara.
—Estoy segura de que el testamento decía que lo había heredado todo.
—Aun así, es posible que vendiera el terreno y no tuviera tiempo de cambiar el testamento.
—No lo vendió —le espetó Paula—. Lo sé. Puedes creerme o no, pero pienso demostrarlo.
****
Daniela le había transmitido a Jimbo los mensajes de Paula Lina cada vez que había encontrado alguna llamada de ella en el contestador. Y en cada ocasión, Jimbo se había limitado a dirigirle una mirada fugaz antes de guardar la nota correspondiente en su mesa.
Era curioso. Estaba evitándola. Daniela lo había visto hacerlo otras veces. Pero normalmente, Jimbo sólo evitaba a mujeres descerebradas con las que había salido y a las que había abandonado en aquellas ocasiones en las que habían interrumpido su relación.
Y había habido unas cuantas durante todos aquellos años.
Jimbo trabajaba rápido, pero, seguramente, no tanto como para haber tenido nada con Paula Lina, que sólo llevaba unos días en la ciudad. Y menos teniendo en cuenta la energía sexual que estaba desplegando con ella últimamente. Así que le intrigaba que no le devolviera las llamadas a Paula.
—¿Es algo de lo que pueda ocuparme yo? —le preguntó después de dejarle el último mensaje el lunes por la tarde.
Jimbo negó con la cabeza.
—No, cariño. Lo que pasa es que es una pesada. Todo lo quiere en el momento.
Humm... como algunos hombres a los que ella conocía.
—He oído decir que ha causado un auténtico revuelo en la obra del club. Y no en una, sino en dos ocasiones.
—Todo fue un malentendido —musitó Jimbo, mirándola desde detrás del escritorio—. Pero hazme un favor, ¿quieres?
Daniela asintió.
—Mantén el oído alerta. Y si oyes algo de ella, coméntamelo.
Daniela supuso que se refería a algo más que la historia sobre su trabajo de actriz porno, algo que era una auténtica tontería. Asintió y se volvió. Pero mientras lo hacía, no pudo menos que preguntarse por qué tenía Jimbo tanto interés en Paula. Lo cual, le llevó a pensar en quién más en el pueblo podría estar también interesado en la presencia de Paula Lina.
Pedro.
Todavía no había podido estar ni un minuto a solas con él desde el viernes. Le había visto el domingo, en casa de su madre, cuando había llevado a Joaquin a visitar a su abuela.
Pero no había tenido tiempo de sacarle información sobre Paula.
Quería saber por qué había vuelto al pueblo. Cuánto tiempo pensaba quedarse. Si ella podía hacer algo para que precipitara su marcha.
Y qué sentía Pedro al respecto.
Daniela quería que las cosas volvieran a la normalidad, que fuera ella la única mujer del pueblo a la que Pedro le dedicaba algún tiempo. Sabía que sólo lo hacía porque eran familia, pero era preferible a ser ignorada, como el resto de la población femenina de Joyful.
Pedro podría tener a cualquier mujer que quisiera. De hecho, los rumores decían que quería a muchas mujeres. Pero siempre de Bradenton o de Lawoton, jamás había salido con nadie de Joyful.
Hacía mucho que Daniela había dejado de pensar en la posibilidad de atraparle. Pedro había dejado muy claro años atrás que incluso podrían perder la amistad si se sentía presionado. Había sido difícil, teniendo en cuenta que era el hombre más atractivo que había visto jamás, pero lo había conseguido, consciente de que jamás podría ser suyo. Y desde luego, de que jamás se casaría con ella. Era menos probable aquel matrimonio que la posibilidad de arrancarle a Jimbo un compromiso.
Porque Pedro era un solitario. Jamás se enamoraría, nunca sentaría cabeza, nunca se comprometería con una mujer. Él no creía en nada de eso. El matrimonio de sus padres le había afectado y, al menos durante el día, parecía satisfecho de su soledad.
Las noches eran otra historia. Pero siempre y cuando no tuviera que enterarse de que había alguien del pueblo pasando las noches con él, no le importaba tanto no ser ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario