martes, 6 de junio de 2017

CAPITULO 32





Clara no podía decir en qué momento aquella criatura descarada y malhablada se había apoderado de su cuerpo, pero la verdad era que tampoco le importaba mucho. Porque le gustaba.


Le gustaba ser mala. Ser sorprendente. Y también ver a un tipo como Pedro Alfonso, o como otros con los que se cruzaba cada día y que en aquel momento la miraban como si fuera una completa desconocida, dirigirle miradas de admiración. Dios, hacía demasiado tiempo que no se sentía así.


Atractiva. Deseable. Sexy.


Era una pena que ninguno de aquellos tipos le hiciera sentirse como el hombre del que estaba enamorada.


En aquel momento, Clara estaba de pie, cerca de la barra, con una copa de vino en la mano. Tres ex compañeros se habían acercado a hablar con ella. Probablemente, los tres se habían cruzado con ella docenas de veces por la calle y ninguno de ellos le había dado ni la hora.


Hombres. Era curioso que bastaran un par de senos para hacerles perder el control de esa manera. Por lo menos a todos menos a su marido. Clara tenía la sensación de que Mauro se había acostumbrado a verlos como ubres productoras de leche. Quizá le recibiera con un «muuu» si al final se decidía a aparecer por la fiesta.


Miró por encima del hombro de Paula hacia la puerta. Cada vez que entraba alguien, se tensaba, aunque era consciente de que quizá Mauro no acudiera .Teniendo en cuenta lo enfadado que estaba, era probable que no se moviera de casa.


Todavía le costaba creer que hubiera tenido el valor de hacer las maletas y marcharse. Caramba. Había conseguido sorprenderle de verdad. Le había dejado estupefacto. Y lo había disfrutado. Las esposas buenas no hacían ese tipo de cosas.


Clara no se engañaba. Estaba preparada para que Mauro se enfadara al enterarse de que había vuelto a trabajar. Llevaba toda la semana conteniendo la respiración, esperando que Eva le contara a su padre algo sobre la guardería. Pero, por alguna razón, su hija no había soltado una sola palabra. De hecho, incluso había permanecido sorprendentemente callada al enterarse de su separación. Clara temía que su hija estuviera aprendiendo una dura lección: ella no era el centro del universo.


El silencio de Eva había prolongado la situación de tal manera que al final Clara estaba a punto de enloquecer. Ésa había sido la razón de que le pidiera a Mauro que saliera el viernes antes del trabajo, mientras Eva estaba en casa de su abuela. Necesitaba hablar con él.


Habían hablado. Él la había escuchado. Y al final de la explicación, cuando Clara esperaba que Mauro le hiciera alguna pregunta o expresara en voz alta sus preocupaciones, su marido había hecho lo último que Clara podía imaginarse: la había acusado de no quererlos ni a su hija ni a él y se había largado de casa dando un portazo tan fuerte que se había caído la fotografía de la boda que tenían colgada en el salón.


Había sido como un mal presagio.


Así que Clara se había dirigido a su habitación, había hecho las maletas y se había marchado. Podría haberse ido a casa de su madre, pero había preferido quedarse en casa de Paula. Paula, que había tenido que enfrentarse a lo peor de aquel pueblo, había sido capaz de regresar con la cabeza bien alta. A pesar de los rumores.


Los rumores... Clara querría haberle hablado a Paula sobre ellos, puesto que estaba segura de que alguien haría algún comentario inoportuno aquella noche. Pero, desde luego, no era un tema fácil de abordar


—¿Sabes si Mauro ha vuelto a llamar a casa de tu madre? —le preguntó Paula.


—No ha vuelto a llamar desde el primer día.


Su madre le había dicho que Mauro había llamado la primera noche para asegurarse de que estaba bien, pero no había ido a buscarla. No se había presentado como un Marlon Brando cualquiera en su casa y había gritado su nombre. En realidad, un «¡Claaaraa!» no habría sonado tan bien como un «¡Steela!», pero habría sido agradable comprobar que quería que volviera a casa. Por lo menos, esperaba que tuviera que llamarla para averiguar cómo funcionaba el microondas.


Así que quizá ni siquiera apareciera aquella noche. A lo mejor ya había decidido que era lo mejor. A lo mejor ya había aprendido a calentarse la cena. Y quizá...


Oh, Dios, no, quizá no. Lo vio cruzar la puerta del salón. 


Habría reconocido aquel pelo rubio rojizo en cualquier parte.


—Está aquí —siseó.


Paula ni siquiera pestañeó. Continuó bebiéndose fríamente el martini.


—¿Sí? Pues si quieres empezar a hablar con él otra vez, podrías presentármelo.


Clara continuó observando a su marido mientras éste saludaba a sus amigos y escrutaba el salón con la mirada.


—Ni siquiera me ha reconocido, el muy canalla.


Pero entonces la vio. Abrió los ojos como platos y dejó de hablar con Joe Brown, su vecino. Joe siguió el curso de la mirada de Mauro, la reconoció también él y le guiñó el ojo.


Cuando Joe le dio un codazo a Mauro, como si estuviera animándole a acercarse a su esposa, Clara decidió que ya tenía suficiente.


—Dios mío, casi le tienen que obligar a hablar conmigo —susurró—. Me gustaría que alguien me sacara ahora mismo a la pista de baile.


Miró a su alrededor y al no ver a ningún hombre suficientemente cerca, gimió. Mauro estaba a menos de cinco metros de distancia.


Al final, Clara apretó la mandíbula y le quitó a Paula la copa de la mano.


—Vamos.


Paula la miró riendo.


—¿No crees que vamos a parecer patéticas?


Pero a Clara no le importó. Agarró a su amiga y la llevó a la pista de baile, donde el pinchadiscos continuaba solo, buscando entre los CDs y completamente aburrido.


Clara supuso que debían ser todo un espectáculo: dos mujeres vestidas de forma tan llamativa, bailando sin ganas una canción de Hootie and the Blowfish mientras sus antiguos compañeros de clase las miraban.


—¿Puedo bailar con vosotras?


Clara se había preparado para hablar con Mauro. No con Pedro. Pero era él el que estaba allí, dirigiéndole a Clara una mirada cargada de comprensión antes de desviar la mirada hacia Paula.


Y cuando Clara vio quién estaba detrás de Pedro, comprendió por qué.


—Hola, Mauro.


Mauro no dijo una sola palabra. Se limitó a mirarla fijamente. 


Clara dejó de bailar, sin fijarse apenas en que Pedro y Paula se alejaban. Su amiga le dirigió una mirada tranquilizadora y se marchó.


—Estás increíble —dijo Mauro por fin con voz temblorosa.


—Gracias.


Clara se pasó la mano por el pecho, como si estuviera alisándose el vestido. Pero Mauro no necesitaba de aquel gesto para fijarse en su escote. De hecho, la estaba recorriendo de pies a cabeza con la mirada sin discreción alguna.


Al final, frunció el ceño.


—¿No crees que deberías ponerte una chaqueta o algo así?


—No tengo frío.


Parecía tan tristemente incómodo, tan inseguro, tan infeliz. A Clara se le encogió el corazón. Después, se recordó a sí misma lo que estaba en juego. Su futuro. Su felicidad. Su matrimonio. Todo. Si no era capaz de hacerle entender que necesitaban trabajar juntos para encontrar una solución que les satisficiera a ambos, estaban condenados a fracasar.


Clara había dado un paso adelante y no iba a retroceder. 


Mauro tenía que demostrarle que todavía estaba enamorado de la mujer con la que se había casado, y no sólo de la madre de Eva y de la mujer en la que se había convertido.


—¿Quieres bailar? —le preguntó Clara cuando comenzó a sonar una canción más lenta.


Mauro asintió con evidente alivio, la tomó en sus brazos y posó la mejilla en su pelo.


—Dios mío, cómo me gustas.


Era imposible que fuera fingida la emoción de su voz. Y Clara comenzó a sentir que la esperanza burbujeaba en su interior.


—Me gustas casi tanto como los besos y los abrazos que me ha dado Eva cuando he pasado a verla a casa de tu madre.


Y tan repentinamente como habían renacido, sus esperanzas murieron.



****


Paula no podía determinar cuándo había comenzado a ser consciente de los susurros y las miradas. Pero un par de horas después de su llegada, comenzó a tener la sensación de que se estaba perdiendo algo. Era como si todo el mundo estuviera participando de una broma y ella fuera la única que no estaba enterada.


La velada estaba transcurriendo tranquilamente. Había reconocido algunos rostros y saludado a sus antiguos amigos. Aun así, la gente no reaccionaba como ella esperaba. No había gritos de alegría ni abrazos por el reencuentro. Nadie hablaba durante mucho tiempo con ella, ni se interesaba por dónde había estado o por las razones por las que había vuelto.


Estaba en Joyful, así que sabía que no cabía esperar cambios espectaculares en sus compañeros. Todo el mundo parecía haber seguido patrones convencionales. Los más estudiosos habían terminado trabajando como programadores informáticos. Los más deportistas, como camioneros que disfrutaban contando sus días de gloria. 


Muchas de las chicas del instituto se habían casado, habían comprado una casa y tenían uno o dos niños, alguna incluso seis, y a ninguna de ellas se le había ocurrido nunca marcharse del pueblo. Todo perfectamente previsible.


Pero esperaba que por lo menos hubiera alguien que pareciera alegrarse sinceramente de volver a verla. Y hasta el momento al menos, no lo había encontrado.


Estaba Pedro. Inmediatamente maldijo la suerte que le había llevado allí aquella noche. Porque estando los dos presentes, era absolutamente imposible que los demás pudieran olvidar el famoso baile del instituto.


Pero no lo entendía. ¿De verdad era para tanto que dos adolescentes hubieran hecho lo que hacían miles de adolescentes? ¿O lo que convertía en única su situación era el que lo hubiera hecho con el hermano de su novio? Aun así, no creía que fuera tan importante como para que la miraran de esa forma tan extraña. Dos rubias de cuyo nombre ni siquiera se acordaba habían hecho un comentario extraño sobre lo recatado que era su vestido y después se habían apartado riendo como dos adolescentes. Y un par de antiguos compañeros habían intentado ligar con ella de la forma más desagradable.


Al parecer, sólo era capaz de provocar bromas y comentarios obscenos. Imaginaba que ocurriría algo parecido, puesto que algunos la habían visto desnuda aquella noche en el cenador. Pero Paula había anticipado tímidos coqueteos, no esas miradas tan lascivas. Dos tipos en concreto, Jason Michaels y Kevin O'Leary, habían llegado a ponerle en una situación verdaderamente incómoda, la habían acorralado cuando salía del cuarto de baño.


Y la expresión avergonzada de Francisco Willis cada vez que coincidían sus miradas, empeoraba todavía más la situación. Compartir una fiesta con un tipo que la había visto encerrada dos veces en una semana no era precisamente la idea que tenía de diversión.


Además, había algo que la inquietaba. Pedro. No se había mostrado frío, ni siquiera había sido desagradable con ella, pero sí estaba siendo distante. Como si fueran dos ex compañeros de clase que habían coincidido en una fiesta y nada más. Como si el día anterior no hubieran estado juntos, desnudos, gimiendo y jadeando.


Casi le entraban ganas de ir al cuarto de baño, quitarse las bragas y dárselas. A lo mejor así conseguía que reaccionara.


Si se hubiera tratado de otro, habría justificado su actitud distante con un «hombres» malhumorado. Pero conocía demasiado bien a Pedro. Su forma de perder el control el día anterior demostraba que aquel encuentro había significado algo para los dos, y no sólo para ella. Y se apostaría hasta su último dólar a que tenía razón.


En cualquier caso, había sido lo mejor.


Continuaba diciéndoselo continuamente. Fuera cual fuera la razón, era preferible que su relación se hubiera enfriado, por mucho que le doliera la facilidad con la que entablaba conversación con las otras mujeres de la fiesta.


Desgraciadamente, sus intentos de animarse mentalmente no estaban sirviéndole de mucho. Lo único que parecía ayudarla de verdad eran los martinis.


Clara tampoco parecía estar pasándoselo muy bien, a pesar del baile que había compartido con su marido. Éste debía haber dicho algo que la había molestado, porque se había separado bruscamente de él y había salido a grandes zancadas del salón. Desde entonces, no había vuelto a hablar con Mauro, aunque él llevaba cerca de una hora tras ella. Lo cual era terriblemente incómodo, porque se había pasado la noche fulminando a Paula con la mirada.


—Entonces, Paula —dijo una chica a la que Paula, que estaba sentada enfrente de ella, conocía de clase de gimnasia—, ¿has visto alguna película buena últimamente?


El hombre que estaba sentado a su lado, su antiguo novio y actual marido, soltó una risotada. Y también uno de sus ex compañeros que estaba sentado con ellos.


Paula se encogió de hombros, sorprendida por la pregunta, pero alegrándose de que alguien que no fuera Clara hubiera intentado entablar conversación.


—No, la verdad es que no. No tengo mucho tiempo para películas.


La mujer arqueó una ceja.


—¿De verdad? Qué raro.


A su lado, Clara hizo un sonido malhumorado. Miró a su amiga, que parecía muy concentrada intentando cortar el pollo correoso y el brócoli deshecho que les habían servido para cenar. Por alguna razón, Clara frunció el ceño.


Pero eso no detuvo a la mujer que, Paula recordó entonces, se llamaba Melanie.


—Supongo que después de la vida que has llevado, Joyful debe de parecerte muy aburrido.


Una frase normal, pero expresada con una dureza que Paula no conseguía comprender. Una vez más, volvía a tener la sensación de que ella no participaba de la broma. Estaba empezando a cansarse. Pero antes de que hubiera podido contestar, sintió las manos de alguien en sus hombros.


No necesitó darse la vuelta para saber quién era. Todo su cuerpo cosquilleaba, y no sólo por el calor de aquellas manos, sino también por el olor de su colonia y el roce de su chaqueta en la espalda. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no cerrar los ojos y apoyarse contra él.
Pedro









CAPITULO 31




Pedro no tenía ningún interés en asistir a la reunión de ex alumnos de la clase del curso de su hermano. Ya había asistido a la reunión organizada por su propio curso el año anterior y se había aburrido mortalmente. Y la de su hermano sería mucho peor.


Desgraciadamente, no podía evitarlo porque había aceptado ser el orador de la reunión. A aquellas fiestas, siempre invitaban a algún ex alumno del instituto que había hecho algo por el pueblo. Normalmente, era un alumno de la misma clase. Pero, al parecer, la promoción de Nico y Paula andaba escasa de... estúpidos, perdón, de gente que hubiera triunfado en el pueblo.


Por supuesto, él había aceptado asistir mucho antes de que Paul hubiera vuelto a Joyful. Y, por supuesto, antes de haber cometido la gran estupidez de volver a acostarse con ella. 


Antes de saber lo que iba a ocurrir entre ellos, la fiesta ya no le apetecía. Pero después de aquello, apenas podía imaginar cómo iba a soportar estar allí sabiendo lo que habían compartido el día anterior. Y sabiendo también que no iban a repetirlo.


Pedro habría preferido que lo ataran a una silla y le obligaran a ver Una relación peligrosa una docena de veces antes que ir a la fiesta. Pero lo había prometido.


Al llegar al hotel de Bradenton en el que iba a celebrarse la reunión, no pudo evitar dirigir una mirada fugaz a la gente que estaba entrando. Reconoció algunos rostros de tipos con los que había jugado al fútbol. Con alguno de ellos había compartido también alguna detención. Estaba también un abusón que se había ganado un buen puñetazo por haberse metido con sus primos más pequeños.


Pero no estaba Paula. Y se descubrió a sí mismo pensando que tampoco estaba Nico.


No esperaba que su hermano apareciera. Por supuesto, Nico no pensaba regresar al pueblo, ni por aquella reunión de ex alumnos ni por ningún otro motivo. Si hubiera decidido ir, se lo habría dicho a su madre, y su madre se lo habría dicho a él.


Aun así, no podía evitar mirar a todos los tipos que entraban preguntándose si en algún momento reconocería el cuerpo desgarbado de su hermano o su cariñosa sonrisa.


Maldita fuera, le echaba de menos. Echaba de menos la amistad, la relación que en otro tiempo les unía.


A veces, Pedro deseaba haber sabido manejar las cosas de otra manera.


No haberse enfadado tanto cuando Nico se había escapado con Daniela. La verdad era que estaba furioso con él porque había dejado a Paula. Pero cuando realmente se había enfrentado a su hermano había sido cuando Daniela había vuelto a Joyful con su bebé. Cuando la familia se había enterado de que Nico se había alistado al ejército, Pedro le había escrito expresando su opinión. Y no se había mordido la lengua a la hora de expresar su enfado y su desilusión por la conducta de su hermano.Nico nunca había contestado a aquella carta. Y la única vez que habían vuelto a verse, estaban cada uno a un lado de su madre, asistiendo al entierro de su padre.


—Un penique por tus pensamientos.


Pedro alzó la mirada y vio a Daniela. Acababa de llegar en su coche y había aparcado a su lado.


—No lo valen.


Daniela se encogió de hombros y retrocedió un paso para que Pedro pudiera salir.


—He oído decir que vas a ser tú el orador de esta noche.


—Por lo visto, en tu clase no ha habido muchos triunfadores.


Daniela le dio un manotazo en el brazo. Pero antes de que hubiera podido decir una palabra más, ambos vieron un descapotable rojo aparcando cerca de la entrada del hotel.
Pedro reconoció inmediatamente aquellos rizos rubios. Y, por supuesto, también el chirrido de neumáticos.


—Paula —musitó.


—Así que al final ha decidido venir —musitó Daniela. No parecía en absoluto contenta.


Comenzó a decir algo más, pero para entonces, Paula ya había salido del coche y Pedro era completamente incapaz de concentrarse en ninguna otra cosa.


Rojo. Oh, que el cielo lo ayudara. Se había puesto un vestido rojo suficientemente ceñido como para mostrar todas y cada una de sus deliciosas curvas. Un vestido de escote pronunciado y tirantes finísimos.


—¿Has vuelto a verla desde que llegó?


Pedro sonrió para sí, pensando en todo lo que había visto de Paula desde que había vuelto. Sobre todo la noche anterior.


—Sí, la he visto.


—Me han dicho que te han visto con ella —dijo Daniela sin disimular su desprecio.


Pedro conocía a su cuñada. Sabía que estaba muy interesada en saberlo, pero lo conocía suficientemente bien como para no comenzar a bombardearle a preguntas. Entre otras cosas, porque sabía que no las contestaría.


—Somos viejos amigos.


Daniela soltó un bufido burlón.


—Por lo visto, erais más que amigos cuando Paula se fue del pueblo — sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y le dirigió una maliciosa sonrisa—. Quién habría pensado que podríais terminar juntos la buenecita de Paula Lina Chaves y tú...


Pedro tardó un segundo en subir la ventanilla y salir del coche. Al ver que Daniela continuaba esperando con expresión expectante, la miró atentamente.


—Sí, ¿quién lo habría pensado? Pero tanto entonces como ahora, lo que pase entre Paula y yo no es asunto de nadie.


Daniela se limitó a asentir. Evidentemente, sabía que había ido demasiado lejos.


—Pero ten cuidado. Ya sabes los rumores que corren sobre ella —el brillo de sus ojos indicaba que estaba deseando explicarle todo lo que sabía.


—Sí, lo sé. Pero son tonterías. Me encantaría averiguar cómo han empezado esos rumores —la miró con los ojos entrecerrados—. Y también me gustaría hablar contigo unas cuantas cosas. Cuando Paula llegó al pueblo, pensaba que la parcela en la que están construyendo el club era suya y he estado investigando algunos documentos.


Eso le hizo acordarse de los documentos que había dejado en casa de Paula el día anterior. Se había olvidado completamente de ellos, pero, teniendo en cuenta cómo había terminado su visita, no podía ser demasiado duro consigo mismo por aquella distracción.


Daniela arqueó las cejas sinceramente sorprendida.


—¡No me digas! No sé cómo no podía estar enterada. Jimbo lleva más de un año trabajando con los nuevos propietarios —después, desvió la mirada hacia el lugar en el que Paula había aparcado el coche—. Vaya, está guapísima.


El comentario de Daniela le sorprendió, pues sabía lo mal que se llevaba con Paula. Pero después se dio cuenta de que no estaba hablando de Paula. No, la ex mujer de su hermano estaba completamente concentrada en la otra mujer que había llegado en el descapotable. Una mujer en la que él apenas se había fijado, puesto que cuando Paula andaba cerca, el resto de las mujeres parecían dejar de existir.


—Dios mío, ¿ésa no es Clara? —preguntó boquiabierto.


—Sí. No sabía si iba a venir después de haber abandonado a su marido —soltó un silbido—. Es evidente que quiere demostrarle lo que se está perdiendo.


Pedro no se había quedado a escuchar toda la historia de la inesperada llegada de Clara a casa de Paula la noche anterior, pero el comentario de Daniela no le sorprendió. Las maletas indicaban que había problemas en casa de los Deveaux.


Era una pena, teniendo en cuenta que el suyo era un matrimonio que parecía funcionar. La próxima vez que viera a Virg y a Minnie, iba a hacerles jurar que no romperían nunca. Era muy deprimente para los fracasados en el amor ver que aquellos que habían triunfado también terminaban hundiéndose.


Pero, al menos en parte, también se alegraba por Clara. 


Todo el mundo se había acostumbrado a verla con chándals y camisetas. Aquella noche llevaba uno de los vestidos más ajustados que Pedro había visto en su vida, sin intentar disimular los kilos que había ganado durante el embarazo. 


No, estaba mostrando todo lo que tenía y estaba realmente fantástica.


—¿Vamos? —le preguntó Daniela con una alegre sonrisa.


Daniela parecía mucho más joven y atractiva cuando sonreía y olvidaba aquella expresión dura y malhumorada que tan a menudo ensombrecía su rostro. Pedro atribuía su buen humor al hecho de que estaba a punto de regresar a la época del instituto, donde años atrás había sido la reina.


—Claro —contestó Pedro mientras guardaba las llaves en el bolsillo de la chaqueta.


—Estás guapísimo esta noche —musitó Daniela mientras caminaba a su lado—. Es posible que tenga que hacer de guardaespaldas para evitar que todas esas mujeres calenturientas de Joyful se te echen encima.


Pedro no creía que fuera precisamente la espalda lo que tenía que protegerle, pero no iba a discutir en ese momento por eso.


Ni siquiera pensó en la importancia que podía tener el hecho de que entraran juntos. Al fin y al cabo, habían llegado casi al mismo tiempo y habían aparcado el uno cerca del otro. 


Era natural que entraran juntos.


Pero, evidentemente, Paula no lo veía de esa forma.


Clara y Paula habían tenido que rodear una furgoneta que estaba aparcada entre el descapotable y la puerta del hotel. 


Llegaron a la acera justo en el momento en el que Daniela y Pedro estaban rodeando el otro lado de la furgoneta.


Paula palideció y Pedro fue repentinamente consciente de lo que debía parecer aquella entrada. Se separó ligeramente de Daniela y le sostuvo la mirada a Paula sin pestañear. O por lo menos eso esperaba.


Después, se cruzó de brazos y se fijó en la única mujer que no iba a querer matarlo con la mirada: Clara.


—Clara, esta noche estás espectacular.


La sonrisa de Clara casi hizo que mereciera la pena la incomodidad de aquel momento.


—Muchas gracias. Y puedes estar seguro de que más de una mujer va a volver la cabeza al verte a ti. Paula y yo hemos ido de compras.


—Mauro va a tener que espantar a los hombres que se te acerquen.


—Pues por mí puede ahorrarse la molestia, porque no pienso volver a casa con él esta noche —contestó alzando la cabeza con altivez.


Pedro estuvo a punto de atragantarse. Si aquel comentario hubiera procedido de otra mujer, quizá no le hubiera dado ninguna importancia. Pero aquella era una chica que había contestado con un rotundo «cómeme» cuando el primer año de instituto alguien la había acusado de ser chusma blanca. Siendo alguien cuya familia siempre había sido etiquetada como algo peor que la chusma blanca, Pedro había apreciado a Clara desde el primer momento


—¿Por qué será que de pronto compadezco a Mauro?


—Porque tienes pene y esas cosas tienden a unir.


—Qué desagradable.


Clara se echó a reír y al final, Pedro fue capaz de reunir el valor suficiente como para prestar atención a Paula, que permanecía en silencio al lado de su amiga. Parecía estar dividida. Por una parte, parecía a punto de asesinarle, pero, por otra, miraba a su amiga con expresión de inmenso cariño y aprobación. Pedro tuvo la sensación de que Paula tenía mucho que ver con la transformación de Clara de aquella noche.


Dios, estaba guapísima. Se le encogieron las entrañas y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad al pensar en lo que habían estado haciendo aproximadamente veinticuatro horas antes.


Ceder a una auténtica locura.


—Hola, Paula.


Paula alzó la mirada hacia él.


Pedro.


—Estás muy guapa —admitió Pedro.


Pronunció aquellas palabras en voz baja, con intención de que sólo ella pudiera oírlas, pero, evidentemente, también llegaron a oídos de su amiga.


Antes de que Paula pudiera contestar, Clara se aclaró la garganta y le dio un golpecito en el hombro.


—Pues tengo que decir, que tú también estás muy bien. Me gusta tu traje, pero creo que probablemente estarías mejor con lo que llevabas en casa de Paula justo antes de que yo apareciera.


Arqueó las cejas con expresión interrogante cuando Paula y Pedro se volvieron hacia ella, diciéndole con la mirada que cerrara la boca. Después, sonrió de oreja a oreja.


—Ah, sí, ahora me acuerdo. Creo que no llevabas nada encima.


Pedro cerró los ojos. Casi pudo oír la espalda de Daniela tensándose. Sacudió la cabeza desconcertado y divertido al mismo tiempo y ni siquiera se volvió para ver a su ex cuñada avanzando hacia el interior del hotel sin dirigirles siquiera otra mirada.


—Muy bien, así que ahora sabe que nuestra relación no sólo es fraternal —intervino Paula—. Por si no lo has notado, tu cita se ha metido dentro sin ti.


Pedro miró a Clara sin decir una sola palabra y ella se marchó, dejándoles a solas. Paula parecía dispuesta a seguirla, pero Pedro se lo impidió posando una mano en su hombro.


—Hemos llegado al mismo tiempo, pero separados. Ha sido casualidad.


Paula se mordió el labio y lo miró fijamente, como si estuviera intentando juzgar la sinceridad de sus palabras.


—El coche azul que está aparcado al lado del mío es suyo —añadió Pedro, señalando hacia el aparcamiento con la cabeza—. No me importa lo que puedas pensar o no de mí, pero te aseguro que no iba a presentarme aquí con
Daniela esta noche después de lo que pasó ayer entre nosotros.


Paula miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie le había oído.


—¿Qué pasó ayer entre nosotros, Pedro?


Pedro no pudo evitar una sonrisa.


—Me refería a después de eso —le aclaró Paula—. Creía que lo sabía, pero tengo la sensación de que algo había cambiado cuando te fuiste.


Así que había sido consciente de su cambio de humor. En realidad, no lo sorprendía. Se obligó a encogerse de hombros y contestó:
—No pasó nada. Nos dejamos llevar, Clara nos interrumpió y yo me marché. Fin de la historia.


—¿Y qué habría pasado si Clara no nos hubiera interrumpido?


En ese caso, seguiría desnudo en su casa y habrían roto todos los récords sexuales imaginables.


—Pero nos interrumpió —se limitó a decir Pedro.


Paula se tensó ligeramente y después asintió. La inclinación de su cabeza le indicó a Pedro que iba a intentar restarle importancia a lo ocurrido. Pero el ligero temblor de su labio le decía que no sabía si iba a conseguirlo.


—Mira —le dijo, incapaz de dejar las cosas así—, fue una locura, algo increíble. Pero eso no significa nada más que disfrutamos de un rato estupendo. Tanto tú como yo.


Iba a tener que afiliarse al Sindicato de Actores del Cine, porque aquella actuación estaba siendo inmejorable.


—Sí, tienes razón —respondió Paula, y se volvió hacia la puerta—. Clara debe estar esperándome.


—Paula


Paula ya había comenzado a caminar hacia la entrada y ni siquiera se detuvo cuando Pedro pronunció suavemente su nombre. Y hasta que Paula no estuvo dentro del hotel, hasta que las puertas de cristal no se cerraron sigilosamente tras ella, Pedro no fue capaz de admitir:
—No es cierto. Claro que significó algo para mí.