martes, 6 de junio de 2017
CAPITULO 30
Paula sabía que Clara no estaba bien porque ni durante aquella noche ni el sábado por la mañana hizo ninguna pregunta sobre la escena que había interrumpido. Una pregunta que habría sido muy fácil de contestar: había interrumpido la más gloriosa experiencia sexual de su vida.
Todavía estaba asombrada por lo ocurrido. Por lo inesperado y por su intensidad. Lo que habían compartido había sido tan impactante y poderoso como fugaz.
Pedro se había marchado y Paula tenía la sensación de que se había ido incluso antes de haber dejado la casa. Algo había desaparecido. ¿Su calor? ¿La dulzura de aquellos ojos que le decían que quería llevarla a la cama y no levantarse nunca?
No sabía el qué, pero sí que algo se había acabado.
Pedro parecía tenso. No frío, pero sí reservado. Algo ridículo teniendo en cuenta lo que habían compartido, pero cierto. Había pasado algo que le había hecho distanciarse de ella.
Y quizá fuera lo mejor.
Paula llevaba repitiéndoselo toda la mañana. Tener una relación sentimental con Pedro sería un error de proporciones gigantescas. Ella estaba en aquel pueblo por un solo motivo: para esperar a que amainara el temporal.
Después, regresaría a Nueva York y conseguiría otro trabajo.
No pensaba quedarse allí. Y mucho menos terminar saliendo con el soltero más codiciado del pueblo. Por muy bueno que fuera en la cama. O en el suelo. O en cualquier parte.
Pedro había decidido quedarse en Joyful. Años atrás, se había marchado, había intentado vivir en una gran ciudad, había conseguido un trabajo que le permitía borrar el estigma de ser uno de los Alfonso. Pero había terminado regresando al pueblo. Y aquella elección decía mucho sobre lo que pensaba y lo que esperaba de su vida.
Circulaban por carreteras diferentes, iban en diferentes direcciones. Lo que había ocurrido era que se habían visto atrapados de pronto en la misma tormenta de verano. Eso era todo. Tenía que serlo.
Y lo que tenía que hacer ella era intentar controlar su cerebro para que dejara de susurrarle que aquélla era la temporada de tormentas.
—Entonces, ¿estás segura de que quieres ir a esa reunión de ex alumnos? —le preguntó Clara desde la puerta.
Paula alzó la mirada desde la cama, donde estaba sentada pintándose las uñas de color fucsia y asintió.
—Sí, claro que estoy segura. Ya es hora de que todo el pueblo se entere de que no pretendo seguir escondiéndome por lo que me pasó en el baile. Y tú también vas a ir.
Clara entró en el dormitorio y se sentó en la cama. Tomó el neceser de Paula, buscó entre los esmaltes de uñas y sacó uno de color rojo sangre.
—Eh, cariño, este color no te va —dijo Paula.
—¿Y por qué no? Ya me he hartado de ser sensata y dulce.
Paula no pudo evitarlo. Soltó un bufido burlón.
—¿Tú? ¿Sensata y dulce?
Clara la fulminó con la mirada.
—Claro que sí.
—Si tú lo dices.
A Paula todavía le costaba creer que Clara y Eva se hubieran presentado en la puerta de su casa. Al parecer, Mauro, el marido de Clara, había demostrado ser un auténtico hombre de las cavernas cuando Clara había decidido volver a trabajar. Desde luego, no parecía el hombre encantador del que Clara le había hablado.
—Me parece increíble que te hayas ido de casa —musitó Paula.
—¿Y qué se supone que debería haber hecho después de que prácticamente me acusara de ser una pésima madre?
—Estoy segura de que no te ha dicho eso.
—No ha hecho falta que me lo dijera —respondió Clara—. Además, ¿tú de qué lado estás?
—Del tuyo —contestó Paula sin vacilar—. Y tienes razón. Tienes todo el derecho del mundo a vivir tu vida y a sentirte libre para ser como eres.
Clara asintió.
—Claro que sí.
—Pero...
Clara bufó.
—Pero quizá sea lógico que tu marido no se tome muy bien que no le digas que has empezado de nuevo a trabajar, o que estás llevando a tu hija a la guardería.
Clara le había hablado a Paula de su drástico cambio de vida y de cómo había reaccionado su marido cuando se había enterado. Lo que no le había explicado era qué le había empujado a hacer aquellos cambios tan repentinos sin decirle una sola palabra a Mauro. Clara comenzó a pintarse el dedo índice.
—Quería llamar su atención.
—Y desde luego, lo conseguiste.
—Así sabe que estoy hablando en serio.
—Sí, teniendo en cuenta que has hecho las maletas y te has marchado, yo diría que sabe que hablas en serio —le sonrió con cariño a su amiga—. ¿Pero no crees que deberías hablar con él de todo esto?
Clara frunció el ceño.
—No sé si está preparado para hablar. Además, creo que necesita pasar más de una noche solo en nuestra cama para darse cuenta de que he estado durmiendo a su lado durante los últimos cuatro años de su vida.
Vaya, aquello parecía más serio que una mera discusión por el trabajo. Aunque no quería entrometerse en su vida, Paula tenía la sensación de que su amiga necesitaba hablar.
—Así que también tenéis problemas en la cama, ¿eh?
Clara frunció el ceño.
—Lo más parecido a una experiencia sexual que he tenido este mes ha sido cuando vino un tipo a arreglarme el lavabo del cuarto de baño y me sonrió. Y creo que mi último orgasmo no inducido por el chocolate fue con el cambio de siglo.
—Estás exagerando —o, al menos, eso esperaba.
—Quizá. Pero no mucho.
Clara sacó un frasco de quita esmaltes y comenzó a quitarse metódicamente el esmalte rojo.
Paula señaló su neceser.
—Ahora busca algo más suave.
—Eres tú la que tiene ese color rojo chillón —replicó Clara.
—Me lo dieron de regalo en el mostrador de maquillaje.
Clara asintió. Comprendía perfectamente que lo hubiera guardado, a pesar de que los colores de regalo normalmente sólo podían favorecer a un cadáver. O a un travestido.
Paula tomó el bote con intención de guardarlo por si alguna vez necesitaba sobornar a alguien en la comisaría. Aunque, gracias a Dios, hacía días que no la habían vuelto a arrestar.
—No sé por qué me tomo tantas molestias —dijo Clara, mirando disgustada sus uñas cortas.
—Porque eres muy guapa —contestó Paula—. Y para recuperar los orgasmos.
—¿Qué orgasmos? ¿Te refieres a esos que no tengo porque tampoco tengo relaciones sexuales?
Nada de sexo. Ése había sido el lema de Paula hasta... el día anterior. Pero siendo una mujer soltera que no había salido con nadie ni por casualidad desde hacía más de un año, tenía excusa. Clara no.
—¿Y por qué no?
—Bueno, nunca he sido aficionada a los vibradores ni a esa...
Paula soltó una carcajada.
—Lo que quiero decir es por qué no estás teniendo relaciones sexuales.
La sonrisa de Clara desapareció mientras buscaba con aire ausente un bote de color rosa pálido.
—Tengo un aspecto horrible.
—Oh, no digas tonterías...
—Lo sé, Paula. Me he descuidado mucho. Me costó un horror perder los primeros diez kilos que engordé en el embarazo. Y los otros diez fue imposible perderlos. Creo que no conseguiría deshacerme de ellos ni aunque me pusieran
un explosivo en el trasero.
—¿Y qué? Eres preciosa. Una mujer con curvas, voluptuosa y atractiva.
Aunque Paula lo decía completamente en serio, su amiga no parecía muy convencida.
Clara se señaló los senos y musitó:
—Y después están estas cosas.
Paula tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada. Clara parecía tan disgustada como si llevara dos ratas colgando de su vestido.
—Eh, cariño, no sé si no te has enterado, pero a los hombres les gustan grandes.
—Éstas son más que grandes. Cualquiera podría confundirlas con melones. Cuando Eva era un bebé, tenía miedo de meterla en la cama porque pensaba que podía ahogarla con una de ellas. Eran cuatro veces más grandes que su cabeza.
Paula resopló ante aquel comentario y Clara recuperó la sonrisa. Después, admitió:
—Supongo que eso es parte del problema. De pronto se convirtieron en fábricas de leche, en vez de...
—¿Juguetes para el sexo?
Clara asintió.
—Creo que hay un nombre para eso.
—¿El síndrome de Elvis?
—Algo parecido.
Paula pensó en el problema de Clara. Si una persona tan divertida, dulce y adorable como Clara no podía hacer funcionar su matrimonio, ¿quién iba a conseguirlo?
Qué pensamiento tan deprimente.
—¿Entiendes ahora por qué no tengo ganas de ir a la reunión de esta noche? No estoy particularmente orgullosa de mi vida y, como comprenderás, no me apetece pasarme la noche hablando con un puñado de gente a la que a estas alturas ya le habrá llegado el rumor de que mi marido me ha dejado porque quiere estar con una mujer más joven, más guapa y más delgada que yo.
Paula elevó los ojos al cielo ante aquella exageración. Aunque la experiencia le decía que la cadena de los cotilleos en Joyful podía distorsionar cualquier acontecimiento.
—Si yo estuviera en tu lugar —le dijo Paula—, me pondría un vestido para caerse de espaldas y me presentaría en la fiesta de manera que todos los hombres babearan al mirarme.
—¿Babear? Yo creo que les darán arcadas al verme.
Paula gimió.
—¡No digas tonterías! Mira, Mauro va a ir a la fiesta, ¿verdad?
—Creo que sí. Aunque sólo sea para ver si yo aparezco por allí —rió por lo bajo—. Un vestido para caerse de espaldas, ¿eh? Voy a necesitar una lona gigante para hacerlo.
Paula fulminó a su amiga con la mirada. Estaba empezando a cansarse de oírla burlarse de sí misma.
—Al final, te estás creyendo los estereotipos que han arruinado la vida de tantas mujeres americanas. ¿No has visto nunca un desfile de modelos de tallas grandes? —Paula se levantó decidida y, caminando con cuidado para no destrozarse el esmalte de uñas, se acercó al armario y sacó un vestido—. Tienes que hacer como Scarlett en Lo que el viento se llevó. Ponte un vestido deslumbrante y compórtate como si no te importara un comino lo que piensen los demás.
Señaló un vestido rojo, corto y suficientemente ceñido como para parar el tráfico. Sólo se lo había puesto una vez en su vida y se lo había quitado inmediatamente en cuanto había pensado en la reunión a la que tenía que asistir.
A Clara parecían a punto de salírsele los ojos de las órbitas.
—Debes estar loca si crees que voy a ponerme eso.
—No, éste es el vestido que voy a ponerme yo —colgó de nuevo el vestido, se acercó a Clara y tiró de ella para que se levantara—. Vamos a dejar a Eva en casa de tu madre.
Tienes que comprarte un vestido nuevo y sé dónde puedes encontrarlo. Conozco una tienda que está de rebajas.
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