Clara no podía decir en qué momento aquella criatura descarada y malhablada se había apoderado de su cuerpo, pero la verdad era que tampoco le importaba mucho. Porque le gustaba.
Le gustaba ser mala. Ser sorprendente. Y también ver a un tipo como Pedro Alfonso, o como otros con los que se cruzaba cada día y que en aquel momento la miraban como si fuera una completa desconocida, dirigirle miradas de admiración. Dios, hacía demasiado tiempo que no se sentía así.
Atractiva. Deseable. Sexy.
Era una pena que ninguno de aquellos tipos le hiciera sentirse como el hombre del que estaba enamorada.
En aquel momento, Clara estaba de pie, cerca de la barra, con una copa de vino en la mano. Tres ex compañeros se habían acercado a hablar con ella. Probablemente, los tres se habían cruzado con ella docenas de veces por la calle y ninguno de ellos le había dado ni la hora.
Hombres. Era curioso que bastaran un par de senos para hacerles perder el control de esa manera. Por lo menos a todos menos a su marido. Clara tenía la sensación de que Mauro se había acostumbrado a verlos como ubres productoras de leche. Quizá le recibiera con un «muuu» si al final se decidía a aparecer por la fiesta.
Miró por encima del hombro de Paula hacia la puerta. Cada vez que entraba alguien, se tensaba, aunque era consciente de que quizá Mauro no acudiera .Teniendo en cuenta lo enfadado que estaba, era probable que no se moviera de casa.
Todavía le costaba creer que hubiera tenido el valor de hacer las maletas y marcharse. Caramba. Había conseguido sorprenderle de verdad. Le había dejado estupefacto. Y lo había disfrutado. Las esposas buenas no hacían ese tipo de cosas.
Clara no se engañaba. Estaba preparada para que Mauro se enfadara al enterarse de que había vuelto a trabajar. Llevaba toda la semana conteniendo la respiración, esperando que Eva le contara a su padre algo sobre la guardería. Pero, por alguna razón, su hija no había soltado una sola palabra. De hecho, incluso había permanecido sorprendentemente callada al enterarse de su separación. Clara temía que su hija estuviera aprendiendo una dura lección: ella no era el centro del universo.
El silencio de Eva había prolongado la situación de tal manera que al final Clara estaba a punto de enloquecer. Ésa había sido la razón de que le pidiera a Mauro que saliera el viernes antes del trabajo, mientras Eva estaba en casa de su abuela. Necesitaba hablar con él.
Habían hablado. Él la había escuchado. Y al final de la explicación, cuando Clara esperaba que Mauro le hiciera alguna pregunta o expresara en voz alta sus preocupaciones, su marido había hecho lo último que Clara podía imaginarse: la había acusado de no quererlos ni a su hija ni a él y se había largado de casa dando un portazo tan fuerte que se había caído la fotografía de la boda que tenían colgada en el salón.
Había sido como un mal presagio.
Así que Clara se había dirigido a su habitación, había hecho las maletas y se había marchado. Podría haberse ido a casa de su madre, pero había preferido quedarse en casa de Paula. Paula, que había tenido que enfrentarse a lo peor de aquel pueblo, había sido capaz de regresar con la cabeza bien alta. A pesar de los rumores.
Los rumores... Clara querría haberle hablado a Paula sobre ellos, puesto que estaba segura de que alguien haría algún comentario inoportuno aquella noche. Pero, desde luego, no era un tema fácil de abordar
—¿Sabes si Mauro ha vuelto a llamar a casa de tu madre? —le preguntó Paula.
—No ha vuelto a llamar desde el primer día.
Su madre le había dicho que Mauro había llamado la primera noche para asegurarse de que estaba bien, pero no había ido a buscarla. No se había presentado como un Marlon Brando cualquiera en su casa y había gritado su nombre. En realidad, un «¡Claaaraa!» no habría sonado tan bien como un «¡Steela!», pero habría sido agradable comprobar que quería que volviera a casa. Por lo menos, esperaba que tuviera que llamarla para averiguar cómo funcionaba el microondas.
Así que quizá ni siquiera apareciera aquella noche. A lo mejor ya había decidido que era lo mejor. A lo mejor ya había aprendido a calentarse la cena. Y quizá...
Oh, Dios, no, quizá no. Lo vio cruzar la puerta del salón.
Habría reconocido aquel pelo rubio rojizo en cualquier parte.
—Está aquí —siseó.
Paula ni siquiera pestañeó. Continuó bebiéndose fríamente el martini.
—¿Sí? Pues si quieres empezar a hablar con él otra vez, podrías presentármelo.
Clara continuó observando a su marido mientras éste saludaba a sus amigos y escrutaba el salón con la mirada.
—Ni siquiera me ha reconocido, el muy canalla.
Pero entonces la vio. Abrió los ojos como platos y dejó de hablar con Joe Brown, su vecino. Joe siguió el curso de la mirada de Mauro, la reconoció también él y le guiñó el ojo.
Cuando Joe le dio un codazo a Mauro, como si estuviera animándole a acercarse a su esposa, Clara decidió que ya tenía suficiente.
—Dios mío, casi le tienen que obligar a hablar conmigo —susurró—. Me gustaría que alguien me sacara ahora mismo a la pista de baile.
Miró a su alrededor y al no ver a ningún hombre suficientemente cerca, gimió. Mauro estaba a menos de cinco metros de distancia.
Al final, Clara apretó la mandíbula y le quitó a Paula la copa de la mano.
—Vamos.
Paula la miró riendo.
—¿No crees que vamos a parecer patéticas?
Pero a Clara no le importó. Agarró a su amiga y la llevó a la pista de baile, donde el pinchadiscos continuaba solo, buscando entre los CDs y completamente aburrido.
Clara supuso que debían ser todo un espectáculo: dos mujeres vestidas de forma tan llamativa, bailando sin ganas una canción de Hootie and the Blowfish mientras sus antiguos compañeros de clase las miraban.
—¿Puedo bailar con vosotras?
Clara se había preparado para hablar con Mauro. No con Pedro. Pero era él el que estaba allí, dirigiéndole a Clara una mirada cargada de comprensión antes de desviar la mirada hacia Paula.
Y cuando Clara vio quién estaba detrás de Pedro, comprendió por qué.
—Hola, Mauro.
Mauro no dijo una sola palabra. Se limitó a mirarla fijamente.
Clara dejó de bailar, sin fijarse apenas en que Pedro y Paula se alejaban. Su amiga le dirigió una mirada tranquilizadora y se marchó.
—Estás increíble —dijo Mauro por fin con voz temblorosa.
—Gracias.
Clara se pasó la mano por el pecho, como si estuviera alisándose el vestido. Pero Mauro no necesitaba de aquel gesto para fijarse en su escote. De hecho, la estaba recorriendo de pies a cabeza con la mirada sin discreción alguna.
Al final, frunció el ceño.
—¿No crees que deberías ponerte una chaqueta o algo así?
—No tengo frío.
Parecía tan tristemente incómodo, tan inseguro, tan infeliz. A Clara se le encogió el corazón. Después, se recordó a sí misma lo que estaba en juego. Su futuro. Su felicidad. Su matrimonio. Todo. Si no era capaz de hacerle entender que necesitaban trabajar juntos para encontrar una solución que les satisficiera a ambos, estaban condenados a fracasar.
Clara había dado un paso adelante y no iba a retroceder.
Mauro tenía que demostrarle que todavía estaba enamorado de la mujer con la que se había casado, y no sólo de la madre de Eva y de la mujer en la que se había convertido.
—¿Quieres bailar? —le preguntó Clara cuando comenzó a sonar una canción más lenta.
Mauro asintió con evidente alivio, la tomó en sus brazos y posó la mejilla en su pelo.
—Dios mío, cómo me gustas.
Era imposible que fuera fingida la emoción de su voz. Y Clara comenzó a sentir que la esperanza burbujeaba en su interior.
—Me gustas casi tanto como los besos y los abrazos que me ha dado Eva cuando he pasado a verla a casa de tu madre.
Y tan repentinamente como habían renacido, sus esperanzas murieron.
****
Paula no podía determinar cuándo había comenzado a ser consciente de los susurros y las miradas. Pero un par de horas después de su llegada, comenzó a tener la sensación de que se estaba perdiendo algo. Era como si todo el mundo estuviera participando de una broma y ella fuera la única que no estaba enterada.
La velada estaba transcurriendo tranquilamente. Había reconocido algunos rostros y saludado a sus antiguos amigos. Aun así, la gente no reaccionaba como ella esperaba. No había gritos de alegría ni abrazos por el reencuentro. Nadie hablaba durante mucho tiempo con ella, ni se interesaba por dónde había estado o por las razones por las que había vuelto.
Estaba en Joyful, así que sabía que no cabía esperar cambios espectaculares en sus compañeros. Todo el mundo parecía haber seguido patrones convencionales. Los más estudiosos habían terminado trabajando como programadores informáticos. Los más deportistas, como camioneros que disfrutaban contando sus días de gloria.
Muchas de las chicas del instituto se habían casado, habían comprado una casa y tenían uno o dos niños, alguna incluso seis, y a ninguna de ellas se le había ocurrido nunca marcharse del pueblo. Todo perfectamente previsible.
Pero esperaba que por lo menos hubiera alguien que pareciera alegrarse sinceramente de volver a verla. Y hasta el momento al menos, no lo había encontrado.
Estaba Pedro. Inmediatamente maldijo la suerte que le había llevado allí aquella noche. Porque estando los dos presentes, era absolutamente imposible que los demás pudieran olvidar el famoso baile del instituto.
Pero no lo entendía. ¿De verdad era para tanto que dos adolescentes hubieran hecho lo que hacían miles de adolescentes? ¿O lo que convertía en única su situación era el que lo hubiera hecho con el hermano de su novio? Aun así, no creía que fuera tan importante como para que la miraran de esa forma tan extraña. Dos rubias de cuyo nombre ni siquiera se acordaba habían hecho un comentario extraño sobre lo recatado que era su vestido y después se habían apartado riendo como dos adolescentes. Y un par de antiguos compañeros habían intentado ligar con ella de la forma más desagradable.
Al parecer, sólo era capaz de provocar bromas y comentarios obscenos. Imaginaba que ocurriría algo parecido, puesto que algunos la habían visto desnuda aquella noche en el cenador. Pero Paula había anticipado tímidos coqueteos, no esas miradas tan lascivas. Dos tipos en concreto, Jason Michaels y Kevin O'Leary, habían llegado a ponerle en una situación verdaderamente incómoda, la habían acorralado cuando salía del cuarto de baño.
Y la expresión avergonzada de Francisco Willis cada vez que coincidían sus miradas, empeoraba todavía más la situación. Compartir una fiesta con un tipo que la había visto encerrada dos veces en una semana no era precisamente la idea que tenía de diversión.
Además, había algo que la inquietaba. Pedro. No se había mostrado frío, ni siquiera había sido desagradable con ella, pero sí estaba siendo distante. Como si fueran dos ex compañeros de clase que habían coincidido en una fiesta y nada más. Como si el día anterior no hubieran estado juntos, desnudos, gimiendo y jadeando.
Casi le entraban ganas de ir al cuarto de baño, quitarse las bragas y dárselas. A lo mejor así conseguía que reaccionara.
Si se hubiera tratado de otro, habría justificado su actitud distante con un «hombres» malhumorado. Pero conocía demasiado bien a Pedro. Su forma de perder el control el día anterior demostraba que aquel encuentro había significado algo para los dos, y no sólo para ella. Y se apostaría hasta su último dólar a que tenía razón.
En cualquier caso, había sido lo mejor.
Continuaba diciéndoselo continuamente. Fuera cual fuera la razón, era preferible que su relación se hubiera enfriado, por mucho que le doliera la facilidad con la que entablaba conversación con las otras mujeres de la fiesta.
Desgraciadamente, sus intentos de animarse mentalmente no estaban sirviéndole de mucho. Lo único que parecía ayudarla de verdad eran los martinis.
Clara tampoco parecía estar pasándoselo muy bien, a pesar del baile que había compartido con su marido. Éste debía haber dicho algo que la había molestado, porque se había separado bruscamente de él y había salido a grandes zancadas del salón. Desde entonces, no había vuelto a hablar con Mauro, aunque él llevaba cerca de una hora tras ella. Lo cual era terriblemente incómodo, porque se había pasado la noche fulminando a Paula con la mirada.
—Entonces, Paula —dijo una chica a la que Paula, que estaba sentada enfrente de ella, conocía de clase de gimnasia—, ¿has visto alguna película buena últimamente?
El hombre que estaba sentado a su lado, su antiguo novio y actual marido, soltó una risotada. Y también uno de sus ex compañeros que estaba sentado con ellos.
Paula se encogió de hombros, sorprendida por la pregunta, pero alegrándose de que alguien que no fuera Clara hubiera intentado entablar conversación.
—No, la verdad es que no. No tengo mucho tiempo para películas.
La mujer arqueó una ceja.
—¿De verdad? Qué raro.
A su lado, Clara hizo un sonido malhumorado. Miró a su amiga, que parecía muy concentrada intentando cortar el pollo correoso y el brócoli deshecho que les habían servido para cenar. Por alguna razón, Clara frunció el ceño.
Pero eso no detuvo a la mujer que, Paula recordó entonces, se llamaba Melanie.
—Supongo que después de la vida que has llevado, Joyful debe de parecerte muy aburrido.
Una frase normal, pero expresada con una dureza que Paula no conseguía comprender. Una vez más, volvía a tener la sensación de que ella no participaba de la broma. Estaba empezando a cansarse. Pero antes de que hubiera podido contestar, sintió las manos de alguien en sus hombros.
No necesitó darse la vuelta para saber quién era. Todo su cuerpo cosquilleaba, y no sólo por el calor de aquellas manos, sino también por el olor de su colonia y el roce de su chaqueta en la espalda. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no cerrar los ojos y apoyarse contra él.
Pedro
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