miércoles, 7 de junio de 2017
CAPITULO 33
—Ven a bailar conmigo, Pau —le dijo Pedro. No era una petición, sino una orden.
Paula apartó su plato y se levantó de su asiento, alegrándose de poder alejarse de aquella gente. Los ochos pares de ojos de las personas que estaban sentadas a la mesa estaban fijos en ella. Y los de Clara eran los únicos que mostraban algún afecto. Los otros la miraban con total expectación.
—Gracias —musitó mientras Pedro la conducía a la pista de baile, donde un par de parejas estaban ya bailando.
Pero cuando llegaron allí, descubrió que no estaba en condiciones de bailar. El suelo parecía moverse bajo sus pies.
Tres martinis. Nada de comida. Y ni un solo momento agradable.
—La verdad es que no me apetece mucho bailar —admitió—. ¿Podemos dejarlo para otro momento? Creo que voy a salir fuera a tomar un poco de aire fresco.
—Vamos —le dijo Pedro, sin darle oportunidad de protestar.
Le rodeó la cintura con el brazo y salió con ella del salón.
Cruzaron un corto pasillo y poco después llegaron al lado de la piscina del hotel.
Paula tomó aire varias veces, agradeciendo aquella oportunidad de despejarse la cabeza.
—Gracias. No era consciente de lo mucho que necesitaba que me rescataran.
Aunque Pedro no dijo nada, Paula le sintió tensarse a su lado. Pero no podía comprender por qué.
—Tu discurso ha sido muy bonito —le dijo Paula.
Intentaba mantener un tono cordial, aunque lo que realmente le apetecía era rodearle el cuello con los brazos y la cintura con las piernas y hacer el amor con él.
—Gracias —contestó Pedro.
Se acercó al borde de la piscina y clavó la mirada en sus profundidades.
Paula no le siguió. Llevaba unos tacones muy altos y estaba un poco mareada. Y con lo débiles que tenía los tobillos, podía terminar cayéndose al agua.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro en voz baja.
—No, la verdad es que estoy bastante mal.
—Se nota. ¿No te estás divirtiendo?
Paula negó con la cabeza.
—Las reuniones de ex alumnos son una tortura. Quienquiera que la concibiese, ha tenido una gran idea. Porque toda la gente del mundo con la que no soportaría vivir encerrada, está aquí reunida.
Pedro sonrió.
—No son tan terribles.
—Oh, no, todos son muy amables, muy cordiales. Pero te juro que si Daniela vuelve a sonreírme de esa forma una vez más, voy a terminar vomitando por tanta dulzura.
Pedro elevó los ojos al cielo ante su sarcasmo. Después, se cruzó de brazos y la miró fijamente.
—Háblame de tu trabajo.
Paula tuvo la sensación de que no se refería al trabajo que no tenía en Joyful, sino al que no tenía en Nueva York.
—No tengo trabajo —pretendía restarle importancia, pero incluso ante sus propios oídos su voz sonó un poco tensa.
—¿Por qué no?
Ésa sí que era una pregunta interesante. Pero no podría contestarla hasta que no hubiera tomado un par de martinis más. Por lo menos no podía contárselo si quería continuar manteniendo la ilusión de que era toda una dama. Porque con aquella ligera embriaguez, su lenguaje podía llegar a ser propio de un marinero.
Sin embargo, sabía también que debería ser sincera con el hombre con el que había estado jugando delante de un aparato de aire acondicionado veinticuatro horas antes de tal manera que, seguramente, ya no podría sorprenderle nada de lo que le dijera.
—Te haré la versión corta. El caso es que la compañía en la que trabajaba quebró después de que uno de sus ejecutivos y una contable, que, por cierto, era mi mejor amiga, se marchara con un millón de dólares que pertenecía a nuestros clientes —sacudió la cabeza con evidente disgusto—. Por no hablar de los fondos con los que se pagaba el seguro de varios empleados, entre los que estaba yo incluida.
Pedro soltó un silbido.
—¿Y nadie sospechó nunca nada?
—No hasta que fue demasiado tarde.
—Supongo que este año tu amiga no estará en la lista de personas a las que tienes que felicitar por Navidad.
—Me temo que la he pasado a otra lista.
—Creo que no quiero saber quién más está en esa lista —replicó él con una mueca.
—No te preocupes, hace tiempo que perdiste tu puesto. El tipo de las FAD que insistió en que la esponja espermicida tenía que ser retirada del mercado hace años te quitó el puesto.
Pedro se echó a reír.
—Recuérdame que lo ponga en mi lista de personas a las que quiero felicitar por Navidad.
—¿Por qué? ¿Por qué te quitó de la lista o porque crees que eso me ha impedido disfrutar del sexo durante estos años?
—¿Has tenido que renunciar al sexo? —preguntó Pedro, cambiando de tono.
Dio un paso hacia ella y acercó la mano al tirante de su vestido. Las yemas de sus dedos cosquilleaban sobre la piel de Paula, que tuvo que concentrarse para recordarse a sí misma que tenía que respirar.
—¿Y bien? —le preguntó Pedro con voz ronca. Baja. Dulce, sexy y tan embriagadora como una noche de verano.
Si hubiera bebido un poco más, Paula habría lanzado la precaución al viento y le hubiera besado como no le había besado nunca.
Y si hubiera estado más sobria, le habría atormentado como pago al distanciamiento con el que la había tratado aquella noche. Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
—En realidad, estaba bromeando. Las esponjas espermicidas estaban ya un poco anticuadas en mi época —después, para provocarle un poco, añadió—: Las retiraron del mercado, no sé si te acuerdas, el año que tú y yo fuimos juntos al baile del instituto.
Pedro entrecerró los ojos y dio un paso hacia ella. Estaba tan cerca que su aliento le acariciaba la mejilla.
—¿Tenemos que volver a hablar del baile, Paula? ¿Ya estás preparada para hablar de ese tema?
—En realidad, preferiría no tener que discutir contigo esta noche. Sobre todo ahora, cuando por fin he podido relajarme y empezar a disfrutar.
Cobarde.
Pero estaba dispuesto a respetar sus deseos, porque retrocedió lo suficiente como para que Paula pudiera respirar sin necesidad de inhalar su aroma, lo que ayudó a que su corazón pudiera por lo menos intentar recuperar su ritmo habitual.
Después, Pedro inclinó la cabeza.
—Creo que oí algo de lo que pasó con tu empresa. No sé si lo vi en las noticias de la CNN o algo así.
—Seguro que oíste algo.
—Y supongo que ahora sé por qué has vuelto a Joyful.
Paula asintió.
—¿Lo has perdido todo?
Volvió a asentir.
—Maldita sea, Paula, lo siento mucho.
Vaya. Era la primera vez que alguien se lo decía desde que se había desencadenado todo aquel desastre. Ni siquiera su abogado, que en todo momento había sido extraordinariamente amable con ella, le había dicho que
sentía todo por lo que estaba pasando.
Pedro había sido el único.
—Gracias. Sé que lo superaré, pero tardaré algún tiempo en volver a conseguir trabajo en mi campo.
—¿Cuál es tu campo?
—Cualquier cosa relacionada con ser merecedora de confianza para manejar el dinero de otra gente —contestó con una risa seca.
—Yo confiaría en ti. Si tuviera un trabajo que me permitiera invertir y no tuviera que vivir al día, no lo dudaría.
Paula vio una chispa de diversión en su mirada, pero sabía que probablemente no estaba exagerando.
—Así que, por lo menos en lo relativo a nuestro trabajo, ninguno hemos tenido un gran éxito —desvió la mirada y la clavó en el agua, deseando poder hundirse en ella.
Porque bajo la superficie, comenzaba a sentir cómo iba creciendo poco a poco la emoción.
Estaba sola con Pedro, riendo y disfrutando de una conversación con un hombre al que deseaba.
Pero tenía que intentar dominarse. Porque sus compañeros no tenían por qué verla desnuda otra vez.
Antes de que hubiera podido decidir lo que iba a hacer, si abalanzarse sobre él, dominarse y continuar hablando tranquilamente o suplicarle que le dijera por qué se había marchado la noche anterior, notó que alguien se acercaba desde el otro lado de la piscina. Paula ni siquiera se dio cuenta de que no estaban solos hasta que el anciano se acercó a ellos.
—Oh, no —exclamó Pedro.
—Sabía que eras tú. Es increíble —dijo el hombre, que parecía extraordinariamente complacido—. Llevo buscándote toda la semana y voy y te encuentro aquí, a cuarenta kilómetros del pueblo, justo cuando estaba maldiciendo mi suerte por haber tenido que venir a una reunión familiar.
Paula se acordó entonces de quién era. Era el anciano que estaba en el supermercado el día que había llegado al pueblo. Un hombre repugnante que miraba en aquel momento su vestido con expresión lasciva y alzaba el pulgar como si quisiera celebrar el éxito de Pedro.
Paula se aclaró la garganta.
—Nosotros estamos aquí por la misma razón. Hemos venido a una reunión de ex alumnos del instituto de Joyful.
Pero Tom no parecía muy convencido. Se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Claro, cariño. Dime la verdad, ¿has venido para participar en la despedida de soltero que están celebrando en el bar?
Pedro dio un paso hacia Paula y le rodeó la cintura con el brazo.
—Está completamente equivocado, señor Terry.
El hombre se metió la mano en el bolsillo y rebuscó en su interior. Paula se preguntaba qué estaría buscando y, de pronto, tuvo la desagradable sensación de saberlo. Inmediatamente desvió la mirada para clavarla en Pedro, preguntándole en silencio si aquel tipo tan desagradable estaba haciendo lo que ella pensaba que estaba haciendo.
Cuando al final se oyó un triunfal «ajá» y el hombre sacó un bolígrafo del bolsillo del pantalón, Paula suspiró con inmenso alivio.
Pero el alivio no duró mucho.
—Aquí lo tengo. Tome, quiero un autógrafo.
¿Un autógrafo?
—Ya es suficiente, señor Terry —le dijo Pedro interponiéndose entre ellos y agarrando al hombre del brazo. Bajó la voz y miró a su alrededor, como si no quisiera que nadie pudiera oírlos—. Creo que he visto por aquí a Joe Bob Melton y parecía estar hablando con la señora Kerrigan.
El hombre dejó caer el bolígrafo y apretó la mandíbula.
Después, carraspeó sonoramente. Dios, Paula esperaba que no fuera capaz de escupir en la piscina.
—¿Y qué está haciendo aquí? Él no tiene nada con ella. Y sabe que yo le había puesto el ojo antes que él —dijo el hombre, cambiando por completo el objeto de su atención, tal y como Pedro pretendía.
Sin decir una sola palabra más, fue derechito hacia la puerta y desapareció en el interior del hotel.
Una vez desaparecido, Pedro intentó quitar importancia a lo ocurrido con una risa.
—Es un pobre viejo. Joe Bob y él compiten por las mujeres desde los años cuarenta, cuando los dos se enamoraron de la misma francesa durante la guerra.
Pero Paula no iba a permitir que desviara el tema. Inclinó la cabeza y miró a Pedro a los ojos para dejarle claro que no le iba a dejar andarse con rodeos.
—Muy bien, ¿qué me estoy perdiendo? Esta noche me ha pedido un autógrafo. Y el día que me caí en el supermercado, dijo algo sobre una estrella de cine —iba elevando tanto el volumen como el calor de su voz a medida que se acercaba a él—. Dos tipos estuvieron a punto de pelearse por mí en plena calle. Y todas las personas con las que me encuentro en la fiesta se comportan de una forma tan extraña que cualquiera pensaría que creen que acabo de salir de la cárcel.
Dio un paso adelante y Pedro retrocedió. Pero Paula lo siguió, acorralándolo de tal manera que sus cuerpos casi se rozaban y la única vía de escape para Pedro era la piscina.
Al final Pedro se detuvo.
Paula ignoró las chispas que parecían saltar desde las puntas de sus senos, con las que rozaba el pecho de Pedro, y de las puntas de sus pies, con las que estaba rozando sus zapatos.
—Quiero saber qué está pasando aquí. Sé que tú lo sabes, así que no intentes fingir lo contrario. ¿Qué es lo que se está diciendo en Joyful sobre mí?
Contuvo la respiración, preguntándose si Pedro se reiría de sus sospechas o se marcharía.
Pero no, Johnny hizo algo mucho más sorprendente: le dijo la verdad
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