miércoles, 7 de junio de 2017

CAPITULO 37




Cora había estado inquieta por la situación de Jimbo Boyd durante todo el fin de semana. El domingo en la iglesia, había pedido consejo a Dios. Y cuando había metido la mano buscando la cartera para sacar dinero y la había encontrado vacía, había imaginado que aquélla era la respuesta.


Jimbo. Él sería el único al que se lo diría. Por supuesto, no pretendía chantajearle, jamás se le ocurriría algo así, ella era una mujer temerosa de Dios que odiaba el pecado. Pero creía en el ojo por ojo. Y le parecía justo que Jimbo le diera más trabajo e incluso le subiera un poco el sueldo. Sería su penitencia.


Consciente de que no podía hablar con él mientras estuviera su amante en la oficina, el lunes estaba esperando en el coche, pendiente de que Daniela saliera a almorzar. Y en cuanto la secretaria salió, entró en el edificio, pasando por la mesa de recepción.


La puerta de Jimbo estaba parcialmente cerrada. Desde fuera, lo oyó hablar por teléfono.


—No, eso no es ningún problema. Ella puede decir todo lo que quiera, pero no va a servirle de nada —estaba diciendo—. Y si vuelve al club, tendremos que ponerle una orden de alejamiento. Pero me comprometo a que no haya nada que impida abrir en septiembre.


El club. Estaba hablando de Joyful Interludes. Estaba hablando con el misterioso propietario que, como todo el mundo sabía ya en el pueblo desde aquel fin de semana, no era la nieta de Paulina Chaves.


—Da igual que grite a los cuatro vientos que ella no vendió esas tierras, porque en realidad no las vendió —soltó una carcajada propia de un niño que acabara de hacer una travesura. Después añadió—: La vendió su abuela antes de morir, le doy mi palabra.


Cora se tensó. ¿Paulina vendiendo las tierras de su familia? ¿Aquellos nogales de los que se jactaba cada vez que ganaba otro galón azul en el concurso de tartas?


Jamás. Cora no se lo creería ni en un millón de años. La familia de Paulina había comprado aquellas tierras el siglo anterior y la anciana las había conservado con cada gota de cabezonería sureña que poseía, como habría hecho la propia Cora si hubiera estado en su lugar.


Allí había algo que no olía nada bien. Algo que olía tan mal como un par de calcetines de trabajo del bueno de Bob. De pronto, se preguntó si el alcalde Jimbo Boyd no estaría metido en asuntos más sucios que los que practicaba con su secretaria. Por alguna razón, recordó entonces los papeles revueltos que había encontrado en el escritorio de Paulina Chaves un par de semanas atrás. Papeles, escrituras, documentos firmados... Todos ellos en una casa de la que Jimbo tenía la llave.


Merecía la pena seguir pensando en ese asunto. Quizá incluso mereciera la pena hacer un viaje al registro del condado e investigar un poco las escrituras de algunas tierras. Quizá incluso mereciera la pena comentárselo a algún policía. O a la persona que realmente detentaba el poder en aquella ciudad: la primera dama, Helena Boyd.



***


Durante el resto de su vida, Paula Lina asociaría el olor de las nueces de Macadamia con los orgasmos. Sería instantáneo. Pasarían sesenta años, sería una anciana empujando el carrito de un supermercado, pasaría por delante de la zona de la panadería, donde alguien estaría dando a probar tartas de nueces y empezaría a temblar y a jadear. Los niños pequeños se asustarían al verla y seguramente se le caería la dentadura, pero no le importaría, porque aquel olor siempre la trasladaría a aquel lugar en el que, durante la pasada media hora, Pedro había estado devorando una tarta, y devorándola de paso a ella, hasta que los orgasmos, como olas implacables, la habían arrastrado hasta el fondo de una marea de placer.


De modo que la tarta de nueces de Macadamia quedaba oficialmente declarada como alimento de los dioses. Como pura ambrosía. El único problema que tenía era que parecía convertirse en pegamento cuando se secaba.


—Dios mío —dijo con un gemido mientras enterraba la cara en la almohada—. Voy a tener que tirar estas sábanas.


Pedro, que estaba ocupado mordisqueando la sensible piel de la parte posterior de su rodilla farfulló:
—¿Y de verdad te importa?


—No.


No, no le importaba. ¿Cómo iba a importarle cuando continuaba haciéndole aquellas cosas tan increíbles? Como en aquel momento, en el que le estaba acariciando la parte de atrás del muslo con la yema del dedo. La torturaba deliberadamente. La tentaba hasta hacerle suplicar, pero no llegó al rincón que ella más deseaba hasta estar completamente listo y preparado.


—Oh, por favor...


Intentaba darse la vuelta, pero él no la dejaba.


—Vaya, vaya, creo que ya he recorrido todas y cada una de las partes de tu cuerpo —susurró mientras iba acercándose poco a poco al vértice que unía sus muslos—. Ahora quiero llegar hasta el final.


Y reanudó su misión, hociqueando, lamiendo y saboreándola, dando siempre deliciosos rodeos. Como cuando mordisqueó la pequeña marca de nacimiento que tenía en el muslo derecho. O cuando... cuando siguió la curva en la que el muslo se encontraba con su trasero con la punta de la lengua. O cuando le hizo alzar las piernas para poder tener con esa misma lengua un acceso mejor a su cuerpo.


Pedro —aulló Paula.


Y después ya no pudo decir nada porque Pedro inclinó la cabeza para beber de su cuerpo y su mundo entero explotó. Pedro fue capaz de provocarle un nuevo orgasmo que le arrancó prácticamente un alarido.


—Te debo una —susurró Paula cuando por fin pudo volver a hablar con normalidad—. Te devolveré una sesión como ésta aunque para ello tenga que hornear otra tarta.


Pedro le dirigió una sonrisa y se tumbó a su lado.


—Todavía me queda bastante azúcar.


Y Paula se aseguró de dar buena cuenta de ella.



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