Clara había imaginado que Mauro se presentaría en casa de su madre el día anterior, para la comida del sábado, pero su marido no había aparecido. Una parte de ella se alegraba. Pero otra le echaba terriblemente de menos. Echaba de menos sentarse con él en la iglesia e intercambiar miradas divertidas cuando el coro empezaba a cantar. Y echaba de menos oír su risa junto a la de Eva cuando Mauro columpiaba a su hija en el patio.
Sus padres no le habían hecho muchas preguntas. Clara tenía la sensación de que sabían lo que estaba ocurriendo.
Cuando se iba de su casa, su madre le había dado una fuente de comida para que se la llevara a Paula Jean, en agradecimiento por haber conseguido que Clara se pusiera un vestido que no le hacía parecer un saco de patatas.
Clara continuaba preocupada por aquella inesperada ausencia de Mauro cuando salió de las oficinas del periódico el lunes por la mañana durante la hora del descanso.
—Hola, pequeña.
Inmediatamente se tensó.
Mauro parecía cansado. Iba despeinado y con unos vaqueros, algo impensable durante la semana, teniendo en cuenta el estricto código de vestir en la empresa de ingeniería en la que trabajaba.
—Hola —le contestó—, tienes mal aspecto.
—No me encuentro bien.
—Lo siento —admitió Clara, y lo decía sinceramente.
Estaba preocupada, muy preocupada por lo que estaba sufriendo su marido. Al igual que le había ocurrido a ella, su vida había cambiado de un día para otro. Pero ella no era la única responsable de aquel cambio, aunque Mauro todavía no lo hubiera aceptado.
La tristeza de su expresión y el ramo de margaritas que le tendió le hicieron darse cuenta de que había llegado el momento de hacerle comprender lo que había ocurrido.
—¿Quieres que vayamos a tomar un café? —le propuso.
—Lo que de verdad quiero es abrazarte y no volver a soltarte nunca más.
—Vaya, es increíble, estás dispuesto a abrazarme sin que Eva nos haya ordenado que nos abracemos los tres. No hace falta que sufras tanto.
Mauro se quedó boquiabierto. Después la miró fijamente. Sus ojos castaños eran incapaces de disimular sus sentimientos.
—No estás hablando en serio.
Clara tomó aire y contestó:
—Sí, claro que hablo en serio.
Mauro no vaciló. Posó las manos en sus hombros y después la abrazó, meciéndola ligeramente y acariciándole la espalda con delicadeza.
—Dios mío, te quiero mucho Clara. No se te ocurra pensar jamás que no me gusta abrazarte.
Clara se tensó ligeramente mientras absorbía su calor y se preguntaba en silencio cuánto tiempo había pasado desde la última vez que Mauro la había abrazado a plena luz del día y en un lugar público.
—Tenemos que hablar —musitó contra su pecho.
Clara no confiaba en la discreción de los clientes de la cafetería Denny's, así que sugirió que fueran a buscar un café y dieran un paseo por el parque. A pesar del calor, hacía un día muy bonito, con un sol radiante y unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Pero aun así, ella tenía ganas de llorar.
No quería hacer sufrir a su marido. Lo quería. Lo quería tanto que jamás se atrevería a pensar siquiera en vivir sin él.
Pero no podía dar marcha atrás. Por el futuro de ambos, tenía que dejar las cosas claras para que, a partir de ahí, pudieran intentar enderezar su relación.
—Tu amiga hizo todo un discurso la otra noche.
Clara se tensó, temiendo que Mauro fuera a arremeter contra Paula.
—Parece que tenía motivos para hacerlo —continuó diciendo Mauro—. Yo también oí esos rumores, pero ni por un instante se me ocurrió pensar que podían no ser ciertos.
—Yo te dije que no era verdad.
Mauro sonrió.
—Si no recuerdo mal, me lo dijiste justo después de que hubiera ido a sacarte de la comisaría. Comprenderás que no estaba de humor para ser comprensivo con ella después de que te hubieran arrestado por su culpa.
—Yo no necesito la ayuda de nadie para buscarme problemas —bajó la voz—, o, por lo menos, no la necesitaba.
Mauro le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos.
—Sí, eras un auténtico diablo.
—Y a ti te gustaba que fuera así.
—Me gusta que seas de cualquier manera —e inmediatamente le aclaró—: Te quiero seas como seas. Y siento haber reaccionado como lo hice el viernes. Sé que habíamos acordado que volverías al trabajo en algún momento, pero pensaba que esperarías a que Eva empezara a ir al colegio.
—Estaba volviéndome loca. Me encanta estar con Eva, pero a veces, tengo la sensación de que si no hablo pronto con algún adulto, voy a enloquecer.
Mauro la condujo hasta uno de los bancos del parque y se sentó con ella.
—Supongo que lo que más me molestó fue que no me hubieras dicho nada.
—El año pasado intenté hablarte varias veces de ello.
Mauro se encogió de hombros con un gesto típicamente masculino.
—Creía que no lo decías en serio. Siempre lo dejabas caer como de pasada.
—Porque pensaba que tú estabas en contra.
—Porque pensaba que en realidad no querías trabajar.
—Bueno, pues es evidente que los dos estábamos equivocados.
Mauro se quedó callado un momento. Probablemente estaba preguntándose lo mismo que ella: en qué momento de su relación habían dejado de comunicarse.
—Muy bien —dijo Mauro por fin—, así que tú has vuelto al trabajo. Y Eva parece contenta en la guardería.
Clara arqueó una ceja.
—¿Ah, sí?
Mauro asintió.
—A mí no me ha dicho nada.
Su marido dijo entonces con una sonrisa:
—Porque sabía que le tomarías el pelo. Resulta que Courtney Foster va también a la guardería y la llamó «Eva Angélica» el primer día. Desde entonces, Eva está intentando convertirse en su mejor amiga.
Clara sonrió, deseando de pronto abrazar a su hija.
—Tienes más cosas que decirme, ¿verdad? —preguntó Mauro con voz queda.
—Bueno —admitió Paula, intentando reunir fuerzas—, está también el hecho de que me sentía invisible para el resto del mundo, e ignorada por ti.
—¿Qué?
Era consciente de que se estaba adentrando en un terreno peligroso.
—Lo siento si te duele oírlo, pero es la verdad. No puedo recordar la última vez que has llegado a casa del trabajo y me has dado un verdadero beso, y no uno de esos besos como los que le das a Eva en la mejilla o en la frente.
—¿Se supone que tendría que abrazarte y darte un beso apasionado delante de Eva? —parecía estupefacto.
—¿Por qué no? Mis padres siempre han sido muy cariñosos entre ellos delante de mí y yo no me he convertido en una asesina ni nada parecido.
—Por favor, ¿podríamos evitar hablar de la vida sexual de tus padres?
—¿Estás preparado para que hablemos entonces de nuestra vida sexual?
—¿Qué vida sexual? —musitó Mauro
—Vaya, así que tú también lo has notado.
—Claro que lo he notado, Clara ¿Acaso crees que soy un eunuco o algo así? —se reclinó en el banco, se pasó la mano por el pelo y se la llevó después a los ojos.
—¿Y por qué no has hecho nada al respecto?
Mauro se irguió ligeramente y admitió:
—Imaginaba que cuando estuvieras preparada para volver a tener relaciones normales, me lo harías saber. Eras tú la que estaba siempre demasiado cansada, o preocupada por el aspecto de su cuerpo, o por la posibilidad de que el bebé se despertara mientras nosotros estábamos en medio de algo.
—¡Eso fue cuando Eva era un bebé! Ahora tiene cuatro años.
—Exacto —sus ojos se tornaron sombríos—, y ahora no sé dónde está mi Clara. Dónde está la mujer a la que de pronto encontraba desnuda encima de mí en medio de la noche. O que se metía conmigo en la ducha por la mañana, o me acariciaba en público cuando estábamos en un restaurante hasta que me entraban ganas de tumbarla en la mesa y hacerle el amor delante de todo el mundo —sacudió la cabeza con un gesto de confusión y cansancio—. Pensaba que había sido sustituida por alguien que había decidido que siendo madre, había ciertas cosas que no eran... apropiadas. Y que no iban a volver a pasar. Porque te aseguro que no parecían interesarte mucho.
Clara lo miraba de hito en hito, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Era asombroso; lo que había estado sintiendo, lo que había pensado, todo por lo que tanto había llorado, lo había estado sintiendo también Mauro.
Al principio, sus palabras casi la enfadaron. Era él el que se colocaba de espaldas a ella todas las noches. Pero pensó detenidamente en ello y tuvo que admitir la verdad: que las veces que habían mantenido relaciones sexuales lo habían hecho por iniciativa de su marido. Desgraciadamente, ella estaba tan cargada de resentimiento por todas las veces en las que no habían hecho nada que rara vez era capaz de disfrutar. Y, evidentemente, Mauro lo había notado.
Permanecieron sentados durante largo rato, rozándose las manos y pensando en todo lo ocurrido. Al final, le dijo lo que realmente sentía, consciente de que tenía que hacerlo.
—Te quiero mucho, Mauro. Y te deseo —le apretó la mano—. Quiero a ese hombre capaz de pasarse dos horas haciendo el amor conmigo porque siempre piensa en el placer de los dos y no solamente en el suyo.
Mauro se echó a reír.
—Oh, Dios mío, no, no vuelvas a sacar a relucir este artículo del Cosmopolitan.
Clara continuó.
—Adoro a nuestra hija. Daría mi vida para que no le pasara nada y sé que tú también lo harías.
La sonrisa de Mauro desapareció. Se puso repentinamente serio y asintió.
—Pero llegará un momento en el que Eva crezca y nos deje, y entonces sólo quedaremos Mauro y Clara —acercó la mano a su mejilla y él se la tomó inmediatamente para besarle la palma—. Antes de que eso suceda, tenemos que asegurarnos de que Clara y Mauro quieren continuar viviendo juntos.
Se levantó, dispuesta a volver al trabajo y sabiendo que lo que había dicho hasta el momento era más que suficiente para que los dos tuvieran algo en lo que pensar.
—Eva no es la única —musitó Mauro mientras se levantaba.
Clara lo miró arqueando una ceja. Mauro se pasó la mano por el pelo, se acercó a ella y susurró:
—Yo también daría mi vida a cambio de mantenerte a salvo y feliz.
Entonces la besó, profunda y apasionadamente, en el parque, delante de todas las madres que empujaban cochecitos de bebés y de todos los ancianos que jugaban a las damas.
Cuando Mauro se separó de ella para mirarla, Clara dijo:
—Volveré esta noche a casa.
Pero Mauro la sorprendió negando con la cabeza.
—Quédate en casa de tu amiga.
A Clara se le hizo un nudo en el estómago mientras se preguntaba si le habría herido demasiado profundamente, si sería demasiado tarde para que pudieran salvar su matrimonio.
—Pregúntale a Paula que si puede quedarse con Eva esta noche, ¿de acuerdo? Porque si mi esposa lo acepta, quiero proponerle una cita para esta noche.
Clara curvó los labios en una sonrisa mientras comenzaba a sentir, por primera vez desde hacía siglos, que todo iba a salir bien.
****
Con una tarta desaparecida, devorada durante la más deliciosa sesión de sexo de su vida, y otra empezada por Eva y por ella durante su primera aventura como canguro, que la había dejado más cansada que todas las horas que pasaba en el parqué de la Bolsa de Nueva York, ya sólo le quedaba una tarta.
La única que estaba comprometida desde el principio para la peluquería.
Parecía un poco extraño hacer depender su futuro inmediato de una tarta, pero suponía que merecía la pena intentarlo.
Así que el martes por la mañana, llevó la tarta al salón de belleza de Joyful. Una vez dentro, buscó inmediatamente a Doris, la propietaria, una mujer de mediana edad con el pelo teñido de rubio y unas raíces negras que desde hacía por lo menos dos semanas estaban pidiendo un tinte.
Nunca había entendido por qué las peluqueras cuidaban tan poco su pelo.
—Buenos días —saludó Paula con una sonrisa mientras inhalaba el olor familiar de todos los productos de peluquería.
Le encantaba aquel olor. Las peluquerías eran uno de sus lugares favoritos, sobre todo desde el año anterior. En cuanto había comenzado a crecerle el pelo, se había puesto a experimentar con diferentes estilos y al final, se había transformado en una adicta a las peluquerías.
Doris alzó la mirada del cabello de una mujer que estaba cubriendo con una sustancia pegajosa de color azul. Otra de las peluqueras, una joven que mascaba chicle como si le fuera la vida en ello, estaba cortándole las puntas a otra cliente y una tercera le ponía rulos a una mujer pelirroja de mediana edad
En la zona de espera sólo había una clienta, que hojeaba ruidosamente un ejemplar antiguo de Ladies', El Periódico del Hogar.
—¡Bendito sea Dios! Has encontrado la receta de la tarta de nueces de Paulina! —gritó Doris en cuanto reconoció a Paula.
—Sí.
—Estás contratada.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto que sí —Doris se quitó los guantes, dejando a la anciana con la cabeza cubierta de aquella sustancia azul—. En realidad, el otro día no pensé que estuvieras realmente interesada en el trabajo. Pero ahora que sé que no eres una estrella del porno rica y aburrida, supongo que podré echarte una mano.
—Me alegro de ver que los rumores corren en todas direcciones —musitó Paula.
—Desde luego que corren —admitió Doris y después sonrió—. Me gustaría haber estado allí cuando le cantaste las cuarenta a Melanie Forsythe. Es insoportable. Siempre dice que no le he dejado bien el pelo para obligarme a hacerle un descuento.
La anciana a la que había dejado con el tinte a medio poner, la llamó.
—Doris, mi pelo.
—No te preocupes, cariño —le contestó la propietaria de la peluquería—, con el poco pelo que tienes, no importará que se te caiga.
La mujer, en vez de sentirse ofendida, se echó a reír a carcajadas.
—En cualquier caso, éste es un buen momento para tomarse un descanso, porque quiero un pedazo de esa tarta. El septiembre pasado fue el primer año desde hacía cuarenta que no pude probar un pedazo de la tarta de nueces de Paulina.
Al parecer, la tarta era tan efectiva como el dinero en lo relativo a sobornos.
Paula no sólo había llevado la tarta, sino también un cuchillo, servilletas de papel y platos y tenedores de plástico. A los tres minutos de su llegada, todas las mujeres de la peluquería disfrutaban de un calórico almuerzo. Todas excepto Paula, que no creía que fuera capaz de volver a probar aquella tarta en su vida después de su aventura con Pedro.
Y qué aventura.
La llegada de Clara con Eva les había interrumpido. Si no hubiera sido por eso, continuarían todavía en la cama, aunque no sabía si habría podido resistirlo. No sabía si una mujer podía llegar a morir por tener demasiados orgasmos. En cualquier caso, por un día como el anterior, merecería la pena arriesgarse.
—Está casi tan rica como la de tu abuela. Supongo que no querrás decirnos cuál es su ingrediente secreto —preguntó Doris.
Paula sacudió la cabeza.
—Lo siento, no puedo.
Era absolutamente cierto. No podía decírselo porque era la primera vez que hacía una tarta y no sabía si los ingredientes que utilizaba su abuela eran normales, secretos o cualquier otra cosa.
—¿Tú no vas a comer tarta, cariño? —le preguntó la mujer pelirroja, que se había presentado como Mona Harding.
—Ayer me comí yo sola casi una entera.
Bueno, sola no. Había contado con una gran ayuda. Pedro estaba hambriento. Insaciable. Había hecho el amor con ella tantas veces y de tantas maneras que Paula todavía se sentía como si todavía estuviera soñando.
A sus labios asomó una sonrisa al imaginarse explicándoles a aquellas respetables damas que la tarta estaba mucho más sabrosa si se lamía la crema untada sobre la piel de un hombre.
—Pedro no me dijo que habías cambiado de peinado. Me gusta.
Aquel comentario interrumpió los sensuales recuerdos de Paula. Miró atentamente a la mujer que acababa de hablar, la que estaba en la zona de espera, y de pronto la reconoció.
—Señora Alfonso —tartamudeó, sonrojándose violentamente.
¡Cómo podía haber estado pensando esas cosas de un hombre delante de su propia madre!
—Bienvenida a Joyful, Paula L ina —le dijo la señora Alfonso con una dulce sonrisa—. Pretendía acercarme a verte la semana pasada, pero tenía un resfriado terrible.
Paula la creía. La madre de Pedro y de Nico no era una mujer que disfrutara de los chismes. Probablemente no se habría creído en ningún momento lo que decían de ella. Era una pena que no hubiera más personas como la señora Alfonso en el pueblo.
—No te preocupes, tía Juana, los Alfonso han estado bien representados en la bienvenida a Paula —aquel comentario lo hizo una mujer gruesa a la que estaban cortando las puntas de su larga melena. Su sonrisa era tan divertida como sincera.
A Paula le gustó nada más verla.
—Tienes razón, pero no sé si te conozco.
—Soy Minnie Alfonso, la mujer de Virgil.
Paula se acordaba de Virgil, aunque tenía un año menos que Nico y que ella. Era un chico agradable, y no tan problemático como otros miembros de la familia. Era sólo un tranquilo muchacho sureño al que jamás se oía hacer comentarios desagradables de nadie.
—Sí —dijo la señora Alfonso. Tenía unos ojos castaños y chispeantes muy parecidos a los de Nico—, tengo entendido que estuvieron los dos ayer en tu casa. Paula sentía que iba a morir de vergüenza —. Nico estuvo esperando a su hermano en mi casa, pero no apareció. Y tampoco pudimos localizarlo en el trabajo en toda la tarde
La sonrisa de diversión de su rostro y su ceja ligeramente arqueada le indicaron a Paula que sabia exactamente dónde había pasado Pedro la tarde.
Cuando Paula se sonrojó, todas las mujeres que estaban en la peluquería comenzaron a reír a carcajadas.
—Muchacha, si hubiera sabido que Pedro Alfonso andaba buscándote, te habría contratado la semana pasada —dijo Doris guiñándole el ojo—. Porque bastaría con que ese chico se acercara a verte a la peluquería de vez en cuando para que todas las mujeres del pueblo decidieran que necesitaban una sesión de maquillaje.
—Él no es… Nosotros no somos… —farfulló Paula.
—Déjala tranquila —intervino la madre de Pedro—. Para una vez que mi hijo muestra interés por una mujer de Joyful, no vayas ahora a asustarla.
Una mujer de Joyful… Pero ella en realidad no lo era.
—He oído decir que Nico esta tan guapo como su hermano. Quién fuera veinte años más joven para pedirle que viniera a rescatarme de vez en cuando —Doris se volvió hacia Paula—. ¿Sabías que tu novio del instituto se había convertido en un héroe? Salió incluso en una portada de la revisa Time.
—No tenía ni idea —Paula miró a la señora Alfonso con curiosidad.
—Cuando estaba en el ejército, salvó a algunos niños en Bosnia y apareció la fotografía en los periódicos —le explicó ella.
Paula recordaba vagamente aquel suceso, ocurrido varios años atrás. Pero no había reconocido en aquel soldado al novio de su adolescencia.
Durante varios minutos, Paula permaneció cómodamente sentada, observando a aquellas mujeres mientras devoraban la tarta con la ayuda de una nueva cliente que se hizo con un tenedor nada más llegar. No podía dejar de pensar en el comentario que había hecho la señora Alfonso sobre Pedro y su interés en una chica de Joyful.
Pedro y ella no habían hablado de nada, salvo de que se deseaban el uno al otro. No habían hablado de sentimientos, ni del futuro. Un futuro que en el caso de Paula no incluía una larga estancia en Joyful. Y, en el caso de Pedro, no incluía el abandono del pueblo. El deseo, el calor, el aire acondicionado y la tarta de nueces habían sustituido a la razón y ninguno de ellos había pensado en nada más que en los encuentros sexuales que habían compartido.
Lo único que esperaba Paula era no tener que terminar arrepintiéndose.
—Mmm, no hay nada como una tarta casera —dijo Minnie, relamiéndose cuando terminó—. Creo que podría llenar el bar sirviendo solamente tartas y cervezas.
La señora Alfonso frunció el ceño.
—No deberías tener que ofrecer tu comida en ese bar.
—En ningún otro restaurante están dispuestos a contratar a alguien que sólo ha cocinado en su propia casa —contestó Minnie, encogiéndose filosóficamente de hombros—, ni aunque cocinara tan bien como tú, tía Juana —se volvió hacia Paula—. Hablando de tartas, ¿vas a ver hoy a Pedro, Paula?
—La verdad es que sí, le he dicho que me pasaría por los juzgados del condado para conocer el lugar en el que trabaja, ¿por qué?
Minnie señaló una bolsa de papel marrón que había dejado en una silla.
—¿Podrías llevarle eso? Ayer por la noche me llamó para decirme que necesitaba una de mis tartas de melocotón.
Paula se mordió el labio para contener una carcajada. Sabía condenadamente bien para qué quería Pedro aquella tarta.
—¿Es verdad que trabajas con dinero, acciones y todas esas cosas? —le preguntó Doris mientras se acercaba a la papelera para tirar su plato.
Paula asintió.
—Sí. Aunque ahora mismo estoy en un periodo de descanso. Pero si necesitas algún consejo, podría dártelo.
—No —dijo Doris, pero parecía pensativa—. Bueno, ¿crees que podrías darme algún consejo sobre un plan de jubilación mientras lavas cabezas mañana? El único contable de la zona está siempre muy ocupado y es demasiado perezoso para hacer algo más que rellenar los impresos de la declaración de la renta.
«Mañana». Estaba a punto de empezar a trabajar.
—Claro que sí —respondió Paula y miró a su alrededor—, y si alguien más tiene alguna pregunta que hacer, estaré encantada de contestar.
Treinta minutos después, casi deseaba no haberse ofrecido. Porque todas y cada una de las mujeres del salón de belleza estaba muy interesada en hablar de dinero. Paula no tardó en preguntarse si no habría tenido la suerte de encontrar un trabajo completamente inesperado: consejera financiera de las mujeres de Joyful.
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