martes, 30 de mayo de 2017

CAPITULO 9




Aunque había levantado la voz y se negaba a apartarse, Daniela Alfonso no pudo menos que terminar dándose cuenta de que a menos que ocurriera un milagro, nada iba a impedir que Cora Dillon entrara en el despacho de Jimbo. 


Aquella mujer tenía tanto interés en el dinero como en cualquier posible cotilleo y quería que le pagaran inmediatamente.


Pero, contra todo pronóstico, el milagro ocurrió. El sonido del motor de un coche que acababa de detenerse en la acera hizo que Cora retrocediera y se volviera de nuevo hacia la calle.


—¿Ése no es Pedro? —preguntó Cora.


Se llevó una mano a los ojos para protegerse del último sol de la tarde, que entraba directamente en el edificio.


Daniela asintió al reconocer el coche. El corazón le dio un vuelco y se le hizo un nudo en el estómago. Como si con Cora no tuviera ya suficiente, le iba a tocar actuar también delante de Pedro. Era una situación terrible. Pedro Alfonso la conocía mejor que nadie. Cuando intentaba mentir, siempre la descubría. Era un auténtico fiscal, como la propia Daniela había tenido oportunidad de descubrir en más de una ocasión desde que se había emparentado con aquel hombre.


La noche anterior, debería haberle colgado el teléfono a Jimbo en cuanto había oído su voz. O, incluso, no debería haber descolgado el teléfono al ver su número en el identificador de llamadas. Y después no debería haber cedido tan fácilmente aquella tarde, de esa forma, no habría sido descubierta por la mayor cotilla del pueblo... y por Pedro.


Como Cora ya no parecía capaz de apartar la mirada del hombre más atractivo del pueblo, Daniela aprovechó aquel momento de distracción y se arriesgó a llevarse la mano a los botones de la blusa para asegurarse de que no había nada fuera de lugar.


—¿Quién está con él? —continuó Cora.


Daniela ni siquiera se había fijado en el otro ocupante del coche. Al igual que Cora, se protegió los ojos con la mano y tensó la barbilla al ver a la acompañante de Pedro.


—No tengo ni idea.


Entonces Pedro se bajó del coche y lo rodeó para acercarse a la otra puerta. Alzó la mirada y las vio, pero en vez de devolverle a Daniela el saludo, se quedó completamente paralizado, como si le sorprendiera verla. El motivo por el que podía haberle sorprendido verla en su propio lugar de trabajo no alcanzaba a comprenderlo.


Como tampoco comprendía quién podía ser aquella mujer delgada de piernas interminables que acababa de salir del coche. De pronto, el día pareció oscurecerse ligeramente y el aire que acababa de respirar pareció enquistársele en los pulmones. Daniela se tensó al ver a Pedro cuadrando los hombros y ayudando a salir a la mujer. La mujer y él intercambiaron unas cuantas palabras y la rubia se apoyó en él. Se tambaleaba ligeramente mientras avanzaba hacia el edificio. Daniela elevó los ojos al cielo... una típica artimaña femenina, se dijo. Una torcedura de tobillo era una buena estrategia para conseguir abrazar a un hombre con complejo de héroe.


Pero continuaba sin encontrar respuesta a su pregunta: ¿quién era aquella rubia que estaba con Pedro Alfonso, un hombre al que Daniela había llegado a considerar como poco menos que algo de su propiedad?



CAPITULO 8




Intentando escapar de las miradas de los curiosos que continuaban arremolinándose en el escaparate del supermercado, Paula se hundió en el asiento de pasajeros del todoterreno de Pedro. A través de los párpados entreabiertos, lo vio rodear el coche y sentarse en el asiento del conductor.


De todas las personas del mundo con las que odiaría sentirse en deuda, Pedro Alfonso era la primera. Bueno, él y el banco al que todavía debía las letras del coche. Letras que, por cierto, tendría que averiguar cómo iba a pagar en cuanto supiera cómo iba a poder pagar su próxima comida.


Pero al que tenía en aquel momento más cerca era Pedro Alfonso, el hombre al que nunca había podido olvidar. Ni perdonar.


Pedro se sentó a su lado y cerró la puerta con movimientos tensos. Era evidente que le desagradaba aquella situación tanto como a ella. Tensaba la barbilla con fuerza mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.


Le observó. Sus ojos se desviaron hacia donde no tenían derecho a desviarse antes de que consiguiera cerrarlos. El regazo de Pedro no era tierra de nadie. O, por lo menos, no era tierra de aquella mujer en particular.


Probablemente lo había sido de muchas otras. Imaginaba que con aquellos ojos y aquella sonrisa, habrían sido muchas las mujeres que habían ocupado aquel regazo durante años.


—Canalla —susurró.


Pedro se volvió y arqueó una ceja.


—¿Perdón?


—Nada, estaba diciendo que me duele mucho —farfulló.


Pedro se la quedó mirando fijamente, como si estuviera desafiándole a parpadear, a reconocer su mentira. Pero Paula no parpadeó. No lo haría, se prometió. Y no lo hizo. 


Ni siquiera cuando los ojos empezaron a escocerle como si los tuviera llenos de serrín.


Cuando Pedro por fin desvió la mirada para poner el coche en marcha, ella estuvo a punto de llorar de alivio. No quería que supiera que sentía algo por él, fuera cual fuera aquel sentimiento. Si reconocía su tristeza, le haría consciente de lo mucho que la había hecho sufrir. Y si la veía enfadada, pensaría que todavía significaba algo para ella.


Así que la mejor forma de tratar con él era la indiferencia.


—¿Sabes? Estaba seguro de que en realidad no estabas hablando conmigo —dijo Pedro mientras sacaba el coche del aparcamiento—. El tipo que acaba de sacarte de una situación no sólo dolorosa, sino también terriblemente embarazosa.


—Situación de la que no he sido en absoluto culpable.


—Tampoco. Te lo digo por si acaso estabas maldiciendo algo más que lo mucho que te duele el tobillo.


Maldito fuera. No había conseguido engañarlo. Continuaba siendo demasiado intuitivo.


—Tienes razón —admitió. Las palabras salieron de sus labios casi en contra de su propia voluntad—. Gracias. En realidad no era así como había imaginado mi reencuentro con los vecinos de Joyful.


—¿Y cómo te lo habías imaginado? —le preguntó Pedro con el ceño fruncido—. ¿Encima de un escenario sin nada más encima que una enorme sonrisa?


Paula contuvo la respiración durante un breve instante y después rió con dureza.


—Dios mío, ¿no crees que los habitantes de este pueblo ya se han hartado de verme desnuda?


En aquella ocasión, Pedro la sorprendió con una carcajada que hizo aparecer aquellos hoyuelos irresistibles en sus mejillas.


—¿Esa pregunta tiene truco? —le preguntó.


Paula arqueó una ceja con expresión interrogante.


—¿Es que es posible que alguien pueda hartarse de ver desnuda a una mujer?


—Supongo que eso depende de la mujer —respondió ella con cara de póker—. ¿Estamos hablando de Lady Godiva?


—¿Qué tal si estuviéramos hablando de una estrella del porno? —preguntó Pedro con los ojos entrecerrados.


Paula soltó un bufido burlón. Una estrella del porno.


—¿Así es como te desahogas últimamente? ¿Se suponía que la salsa de tomate iba a ser para una cena para dos: tú y la pantalla de tu televisor?


Pedro volvió a reír y sacudió la cabeza.


Aquel hombre siempre había conseguido hacerle decir las cosas más ofensivas, cuando la mayoría de la gente la consideraba como la mujer más dulce y femenina de los alrededores. Y había habido una época en la que ésa era una de las cosas que le gustaban de Pedro. Con él no tenía que comportarse como un ángel. De hecho, Pedro la tentaba como el mismísimo demonio.


—No has cambiado mucho —comentó Pedro por fin.


—Tú sí.


—Continúas siendo una sabelotodo.


—Y tú un tipo autoritario y arrogante.


—Evidentemente, no has olvidado cómo convertirte en el centro de atención.


—Y es evidente que tú continúas teniendo complejo de héroe —respondió ella.


Permanecieron en silencio durante un momento. A los pocos segundos, Paulaa le oyó decir:
—He pensado en ti.


El absurdo aleteo que aquellas palabras desencadenaron en su estómago le hizo contestar con ligereza:
—Yo no he pensado en ti ni un solo instante.


Aquello bastó para callarle. Y, seguramente, para hacerle pasar a ella algún tiempo en el purgatorio por mentir. Pero merecía la pena arriesgarse a pasar unos cuantos años de penitencia. Porque Pedro era más guapo, divertido y sexy de lo que debería estar permitido.


Pedro enfadado sabía cómo manejarlo. Pero no cuando se ponía seductor. Ninguna mujer estaba capacitada para ello. Y Paula odiaba sentirse emocionalmente impotente. Tan emocionalmente impotente como sólo Pedro Alfonso había sido capaz de hacerle sentir.


Jamás había soportado la impotencia, ni emocional ni física. 


Y tampoco, comprendió mientras pensaba que Pedro estaba a punto de llevarla a la clínica, la pobreza. Una venda de la clínica probablemente costaría más que una bolsa de comida. Y en aquel momento, un ligero dolor le parecía preferible a morir de inanición.


Como ya había tenido algún esguince siendo niña, reconocía los síntomas. Sabía que lo único que necesitaba era poner el pie en agua fría, una venda, que su abuela siempre tenía a mano, y una aspirina. O un buen trago que la ayudara a adormecer el dolor del tobillo y la confusión de su cerebro.


Aunque dudaba que su abuela hubiera tenido nunca en casa un licor suficientemente fuerte como para hacerle olvidar su humillante aparición en el supermercado.


—No necesito ir a la clínica —anunció.


Pedro sacudió la cabeza.


—No empieces otra vez con eso.


Consciente de que seguramente pensaba que estaba discutiendo por discutir, Paula se volvió hacia él en su asiento. Posó la mano en su brazo, intentando convencerle de que estaba hablando en serio. Pero fue un movimiento equivocado. Terriblemente equivocado. Porque le resultó imposible ignorar la repentina oleada de calor que sacudió su cuerpo al notar la suavidad de su piel contra su mano. 


General Electric podría haber aprendido algo sobre fuentes de calor con un tipo como aquél.


Tragó saliva, intentando dominar aquel momento de locura.


—Lo digo en serio —dijo cuando por fin fue capaz de pronunciar palabra—. He tenido suficientes esguinces como para reconocer los síntomas. Y éste no es de los malos.


Pero incluso a ella misma le parecían poco convincentes sus palabras. Y no la sorprendía. Porque apenas era capaz de concentrarse en nada que no fuera el saber que estaba allí, respirando el mismo aire que Pedro, tocando el brazo de
Pedro después de tantos años.


Aunque continuaba conduciendo, Pedro parecía incapaz de desviar la mirada de su mano, una mano casi blanca contra su piel bronceada.


Paula apartó la mano por fin, preguntándose por qué continuarían cosquilleándole los dedos incluso mientras apretaba la mano en su regazo.


Después, al notar en donde había dejado caer la mano, la apartó rápidamente, alejándola de aquel territorio que parecía tan alerta y despierto a todo lo que ocurría desde que había visto a Pedro en el supermercado.


«Paula, —se dijo—, eres una mujer patéticamente hambrienta de sexo».


Sí, definitivamente lo era. Y ésa era la razón por la que necesitaba alejarse de aquel pecado de casi dos metros.


—Mi abuela tenía un botiquín muy bien surtido en su casa —farfulló, consciente de que estaban ya cerca de la que había sido la casa de su abuela—. Puedo vendarme yo misma, tengo mucha experiencia. ¿Por qué no me llevas allí?


Pedro se aclaró la garganta, asintió en silencio y giró en la siguiente calle. Continuaron sin decir nada hasta que al final, al llegar a la calle principal del pueblo, Pedro le dirigió una mirada fugaz.


—Siento lo de tu abuela. La echamos mucho de menos. Casi todo el pueblo fue al entierro.


Paula entendió la pregunta que encerraban sus palabras.


—Estaba en el hospital. Acababa de sufrir un accidente de coche.


Pedro le dirigió una mirada que podría haber estado tan cargada de preocupación como de curiosidad.


—Ahora estoy bien —le explicó rápidamente—, pero estuve hospitalizada durante dos semanas —desvió la mirada hacia la ventanilla—. Mis padres no me dijeron que había muerto hasta dos días después del entierro. Sabían que habría intentado venir.


—Lo siento, Pau.


—Yo también —susurró, y se aclaró la garganta—. Pero por lo menos pude verla antes de que muriera. Vino a verme a Nueva York cuando todavía estaba en el hospital.


—¿Qué te pasó? ¿Te rompiste una pierna?


—No, no me rompí ninguna pierna. Me rompí la cabeza.


—¿Estás de broma?


—Tuve una ligera inflamación en el cerebro que me dejó inconsciente durante varios días. Cuando me desperté, tenía la cabeza como una pelota de billar, estaba completamente confundida. No sabía quién era y me preguntaba si realmente Brad Pitt había estado pintándome las uñas de los pies mientras dormía.


En aquella ocasión, Pedro pisó el pedal del freno y detuvo el coche en medio de la calle. Fue una suerte que no llevaran ningún coche detrás, porque habrían chocado.


—¿Estás hablando en serio?


—Sí —respondió Paula con un suspiro de pesar—. Desgraciadamente, Brad no había venido a visitarme. Esa parte sólo era un sueño. ¿Sabes que para operarte te quitan el esmalte de uñas? Yo no lo sabía hasta que me desperté y vi que tenía las uñas de los pies sin pintar. Fue así como supe que Brad Pitt no había estado por allí.


Pedro la fulminó con la mirada.


—¿Quieres dejar de hablar de tus malditas uñas y contarme lo que te pasó? Dios mío, Paula, tuvieron que operarte el cerebro.


—Había que aliviar la hinchazón de alguna manera —enredó un rizo en su dedo—. Pero bueno, siempre había deseado hacer algo drástico con mi pelo.


—Raparse la cabeza es bastante drástico.


—Y también tener una cicatriz en el cuero cabelludo. Créeme, comparado con como estaba, este peinado es de lo más exuberante.


Pedro fijó la mirada en su pelo y en el rizo que enredaba alrededor del dedo índice.


A Paula le dio un vuelco el corazón en el pecho. Dios, de todas las cosas que había imaginado cuando pensaba en su regreso a casa, aquélla era la última que esperaba: quedarse a solas con Pedro. Y ver que él la miraba con la misma mezcla de interés, frustración y distancia que siempre la había vuelto loca. Se preguntaba qué podía estar pensando para que sus ojos brillaran de aquella forma, tiñéndose de un azul tan intenso como Paula sólo lo había visto en las aguas del Caribe.


Alguien hizo sonar una bocina tras ellos y Pedro puso el coche en marcha. Paula aprovechó la ocasión para poner su corazón en orden. Y para volver a respirar.


Pedro pisó el acelerador y condujo hasta el final de la calle musitando algo entre dientes.


—Ejem, si estás hablando conmigo, ¿podrías hacerlo más alto? Apenas te oigo.


Volvió a farfullar algo y la miró después por el rabillo del ojo. 


Paula estaba sonriendo.


—¿Un peinado exuberante? Siempre has sido única para ver el lado bueno de las cosas, ¿verdad?


No siempre. Por lo menos hasta la noche del baile.


—¿Entonces no te gusta mi pelo?


Paula no era vanidosa, pero pensaba que aquel estilo Marilyn Monroe le sentaba bien. Y, por lo menos, había conseguido que la gente dejara de mirarla como si fuera una niña buena de larga melena dorada.


Aquel peinado había inspirado otros cambios, entre ellos, una renovación de su guardarropa. Y de su coche. En cuestión de semanas, Paula Chaves se había transformado en una chica mala y atrevida. Por lo menos eso era lo único bueno que había sacado de su accidente.


—Me gusta tu pelo, Paula. Pero me refería a otra cosa. A que casi pareces alegrarte de haber sufrido un accidente porque eso te permitió volver a ver a tu abuela otra vez.


Le dolía pensar en la última visita de su abuela, catorce meses atrás, y no sólo porque era la última vez que habían estado juntas. Su abuela le había contado muy preocupada que estaba pensando en hacer algunos cambios. Había hablado incluso de irse de Georgia. Al parecer, había una persona interesada en comprarle su parcela. Había pensado incluso en vender la casa y comprarse una vivienda más pequeña en Nueva York, cerca de la familia. Concretamente, más cerca de ella.


Aquello le había sorprendido. Para su abuela, Joyful era la vida. Había sido la casa y la tumba de su familia durante décadas. Aquellas palabras le habían hecho darse cuenta de lo sola que había llegado a sentirse su abuela y de lo egoísta que había sido al no volver al pueblo porque continuaba avergonzada por algo que había ocurrido en su adolescencia.


Le había pedido a su abuela que no lo hiciera y le había prometido que iría a verla en cuanto estuviera repuesta. Y nada le habría impedido cumplir su promesa. Nada, excepto aquel giro inesperado del destino que había hecho que el corazón cansado de su abuela se detuviera mientras dormía horas después.


—Supongo que te enfadaste mucho con tus padres por no habértelo dicho —aventuró Pedro—. Continuaban intentando mantener a salvo a la princesa, ¿eh? Supongo que eso es algo difícil de perdonar.


Pedro la comprendía. Inmediatamente. A diferencia de todos los demás, Pedro era capaz de comprender que se hubiera enfadado con sus padres. Estaban tan preocupados por ella que le habían negado el derecho a despedirse de la persona más importante de su vida. Como siempre, querían protegerla.


—Sí, me enfadé.


—¿Se enteraron alguna vez de por qué te fuiste de Joyful después de la graduación?


—No. Mi abuela se lo ocultó.


Pedro rió suavemente.


—Bien por ella. Me acuerdo de que no querían que te quedaras con ella, y mucho menos que estudiaras todo un curso en el instituto de Joyful.


Paula recordaba perfectamente la conversación en la que le había contado a Pedro su vida entera. Había sido once veranos atrás. Al verle haciendo unos ajustes en los bajos de su camioneta, cerca del terreno de su abuela, Paula se había ofrecido a llevarle en coche. El corazón había comenzado a latirle violentamente en cuanto Pedro se había sentado en el asiento del copiloto y las manos le sudaban mientras conducía.


Había sido peligroso, emocionante, estar a solas con el chico malo de los Alfonso.


Durante aquel breve trayecto, cuando él había comenzado a gastarle bromas por haber recogido en el coche a un desconocido, Paula le había contado lo contenta que estaba de poder llevar la vida de cualquier adolescente. Sus padres estaban tan ocupados con sus viajes que allí no podían estar protegiendo constantemente a su «niñita» de todos los peligros.


A los diecisiete años, estar a solas en un coche con el objeto de sus más tórridas fantasías era lo más peligroso que había hecho nunca Paula. Y teniendo en cuenta la tensión que se respiraba en aquel momento en el coche, seguramente las cosas no habían cambiado mucho.


Sin pensar siquiera en ello, Paula se llevó la mano a la cara mientras fijaba la mirada en la ventanilla. Acababa de recuperar otro recuerdo... el recuerdo del beso que le había dado Pedro aquel día para agradecerle el viaje. Había sido un beso en la mejilla, pero no había sido en absoluto un beso de amigo. La había besado cerca de la boca, como si quisiera saborear el hoyuelo que tenía en la mejilla. 


Después, había girado bruscamente hasta rozar la comisura de sus labios. Y, para su absoluta sorpresa, había saboreado fugazmente sus labios con la punta de la lengua.


Justo antes de salir del coche, le había susurrado al oído:
—Me encantan las tobilleras —y le había quitado la cadena que llevaba en el tobillo con una expresión traviesa.


Y el corazón palpitante de Paula le había dicho que le dejara llevársela.


Durante algún tiempo, aquélla había sido la última vez que había estado a solas con Pedro. Porque cuando había vuelto a verlo, cuando Pedro había dejado durante unos días la universidad para celebrar en el pueblo el día de Acción de Gracias, ella estaba saliendo con otro chico. Así que nunca había podido decirle que desde la primera vez que había puesto los ojos en él, se había enamorado perdidamente. Y tampoco le había hablado de los muchos sueños eróticos que había tenido con él después de aquel beso.


No, aquélla no era la clase de cosas que una chica podía decirle a un chico, y menos todavía a un chico tan rebelde como Pedro Alfonso. Porque nunca se sabía lo que podía llegar a hacer con aquella información.


—Cuéntame algo más de ese accidente —le pidió Pedro, haciéndole volver al presente.


—Estoy bien, no fue nada serio.


—Nunca has sabido mentir.


Paula sonrió.


—Tuvieron que abrirme la cabeza por culpa de un conductor sin carnet. Me llevó algún tiempo, pero al final me recuperé por completo. Aunque no sé si mi compañía de seguros todavía se ha repuesto.


—Supongo que tuvo que ser grave, Paula Lina, porque sé que ni siquiera tener la cabeza rapada te habría impedido venir al funeral de tu abuela.


—Sólo Paula —le pidió, sorprendida por la preocupación que reflejaba su voz.


Y por su convencimiento de que habría ido a Joyful si hubiera podido. Imaginaba que muchos otros habrían advertido su ausencia y habrían llegado a conclusiones mucho más negativas. Pero no era ése el caso de Pedro.


Su inesperada confianza en ella le hizo recordar algo que había intentado olvidar durante todos aquellos años que había pasado lejos de aquel lugar. A pesar del poco tiempo que habían pasado juntos, Pedro Alfonso la conocía mejor que nadie. En las pocas horas que habían compartido, ella le había contado casi todos sus secretos.


Aquel pensamiento casi le dolió, haciéndole estremecerse.
Pedro la miró de reojo.


—¿Estás bien, Paula? ¿Te duele?


—No te preocupes, estoy bien.


—Ya casi estamos en casa. Si quieres, dame las llaves. Y le pediré a alguien que te lleve después el coche.


Las llaves. ¡Las llaves! Lo miró avergonzada.


—Lo siento, mucho, Pedro, lo había olvidado. No tengo llaves de la casa. Tengo que ir a ver al agente para pedírselas.


Pedro se tensó.


—Siento estar causándote tantas molestias.


—No es ninguna molestia. Pero teniendo en cuenta que en el pueblo sólo hay una inmobiliaria, supongo que te refieres a Jimbo Boyd.


Paula asintió. Pedro suspiró y miró el reloj.


—Son las seis menos veinte —bajó la voz, como si estuviera hablando consigo mismo—. Supongo que ahora la oficina estará cerrada. Estoy seguro de que ella... de que la secretaria se ha ido.


Paula se encogió de hombros.


—Probablemente, pero le dije al señor Boyd que vendría sobre las seis. Él me dijo que se quedaría trabajando hasta tarde y que llamara si encontraba la puerta cerrada.


La tensión de los hombros de Pedro pareció disminuir ligeramente.


—De acuerdo, no hay problema. Vamos a la oficina de Boyd.