—Odio tener que decirte esto, cariño, pero no puedo seguir contigo.
Daniela apenas prestaba atención mientras atendía el teléfono el miércoles por la noche, porque estaba llamando a Joaquin para que fuera a cenar. Inmediatamente asumió que la persona que llamaba se había equivocado de número.
—¿Me has oído? No puedo seguir contigo, no tengo otra opción.
Sí, definitivamente, aquel hombre tenía que haberse equivocado de número, por muy familiar que le sonara su voz.
—¿Daniela? ¿Estás ahí?
Entonces le dio un vuelco el corazón.
—¿Jimbo?
—Sí, soy yo. No sabes cuánto lo siento, cariño, pero tengo que hacerlo.
—¿Me estás despidiendo? —elevó la voz con incredulidad, pero la bajó en cuanto Joaquin entró en la cocina. —No puedes estar hablando en serio.
Jimbo dejó escapar un suspiro.
—Lo siento, pero no me queda más remedio. Sé que a Helena le ocurre algo.
¿Helena? ¿Pero qué tenía que ver ella con su trabajo? Jamás se acercaba por la oficina y no tenía ni idea de la cantidad de trabajo que sacaban adelante. Pero de pronto lo comprendió...
—Oh, Dios mío, ha averiguado lo nuestro.
Otro suspiro.
—Sí, creo que sí.
Una parte de Daniela reaccionó con consternación al comprender que la mujer de su amante por fin había descubierto la verdad. Pero otra, la más dura, una parte forjada cuando se había visto obligada a enfrentarse a la muerte de su madre a muy temprana edad, casi se alegraba.
—Así que crees que lo sabe. Pues a lo mejor ha llegado el momento de aclarar todo esto —tomó aire—. Así podremos dejar de escondernos.
—Bueno...
Al advertir la vacilación en la voz de Jimbo, se tensó al instante.
—¿Bueno qué? Siempre has dicho que no querías dejarla porque le dolería mucho enterarse de lo que pasaba. Ahora que ya lo sabe, no tiene sentido seguir esperando —sintiendo que el pulso le latía de forma salvaje y consciente de que estaba elevando la voz, se acercó a la puerta de la cocina, tirando del cordón del teléfono—. Sabes lo que eso podría significar. Podríamos convertirnos en una verdadera familia. Tú, yo... y Joaquin.
No siguió presionando. De hecho, conociendo a Jimbo como lo conocía, temía haber hablado demasiado. A Jimbo no le gustaban los niños, no los quería, aunque no podía decir que no fuera amable con Joaquin. Pero seguramente, podía darse cuenta de lo bien que podía llegar a funcionar su relación si se divorciaba.
Particularmente en aquel momento. Porque después de una muy acalorada conversación con su ex marido la noche anterior, Daniela se había dado cuenta de que la familia de Nico sabía la verdad sobre la paternidad de Joaquin. Quizá otros no tardaran en averiguarla. Y ella tenía que encontrar la mejor manera de contarle todo a su hijo.
Afortunadamente, Nico se había mostrado de acuerdo en que fuera ella la encargada de decírselo cuando lo considerara oportuno. Aunque se hubiera convertido en un hombre duro, no podía decir que fuera malo. No quería obligarla a confesar a Joaquin la verdad hasta que estuvieran preparados tanto ella como su hijo.
Afortunadamente, Joaquin siempre había sido un niño alegre y despreocupado que había asumido sin traumas el hecho de no tener padre, puesto que muchos de sus amigos eran hijos de padres divorciados. Nunca le había preguntado por la ausencia de su padre y parecía darse por satisfecho con saber que su abuela y su tío Pedro cuidaban de él.
Y rezaba a Dios para que continuaran haciéndolo. Aunque conociéndolos como los conocía, sospechaba que su hijo podría sentir que pertenecía a aquella familia durante toda su vida.
Y quizá, si Jimbo se decidía a dejar a su esposa, podría llegar a tener mucho más.
—Lo siento, Daniela. Te quiero, pero Helena no quiere que sigas trabajando conmigo. Así que voy a tener que despedirte —con voz magnánima, añadió—: Y estoy dispuesto a pagarte una indemnización por despido.
Daniela no daba crédito a lo que estaba oyendo. El hombre que la había seducido durante un viaje familiar cuando sólo tenía dieciséis años le estaba dejando sin empleo.
—No puedes estar hablando en serio.
Pero entonces Jimbo dejó caer una bomba que la destrozó.
—No puedo perder a Helena. Me temo que tú y yo hemos terminado, Daniela. No podremos volver a vernos.
****
—¿Qué tal ha ido el primer día de trabajo?
Paula alzó la mirada de la tabla de madera sobre la que estaba cortando la verdura para la ensalada en casa de Pedro, el miércoles por la noche. Era la primera vez que Pedro la invitaba a su casa, una casa pequeña situada en un barrio que estaba a sólo unas manzanas del centro del pueblo. Era una zona tranquila en la que probablemente vivirían jubilados y familias jóvenes. Aunque los setos que rodeaban su jardín estaban perfectamente podados, no tenía una sola flor, así que Paula asumió que no lo usaba con mucha frecuencia.
El interior de la casa era espacioso. Disponía de toda clase de comodidades, por lo menos en lo que se refería a muebles y electrodomésticos, pero no había mucho más.
Paula sospechaba que había muchas mujeres en Joyful a las que les encantaría ayudarle a poner cortinas o decorar las paredes.
O, por lo menos, a probar su enorme cama de matrimonio.
El hecho de que la casa fuera tan decididamente masculina y estuviera sin decorar le proporcionó un inmenso placer. Se sentía como si fuera la primera mujer que Pedro había invitado a su casa.
—¿Pau?
—Ah, el día de trabajo. Ha ido muy bien —admitió, sorprendida al darse cuenta de que era cierto—. Aunque no por los motivos que podrías sospechar.
Pedro dejó de picar carne durante unos minutos y alzó la mirada hacia ella.
—¿Qué quieres decir?
—He pasado menos tiempo lavando cabezas que explicándole a Doris qué es exactamente un fondo de pensiones. Y ayudando a una mujer a decidir qué tipo de cuenta le conviene. Y a otra a averiguar cómo refinanciar un crédito de su marido.
Pedro sonrió mientras se lavaba las manos en el fregadero.
—¿Y tú decías que nadie te confiaría su dinero?
—Probablemente prefieren confiarme su dinero a su pelo. Hablando de dinero, ¿conoces a la señora Harding? —Pedro asintió—. Pues creo que tiene una buena cantidad guardada en alguna parte. Me ha llevado a un rincón de la peluquería y me ha invitado a un café mientras hablábamos de acciones. Y sabe mucho de bolsa.
—Creo que su marido, ya fallecido, era millonario —contestó Pedro—. Ella vino a vivir aquí hace un par de años y se compró una de esas casas de la carretera de Tanner Mill.
—Es una mujer muy inteligente, me gusta. Me ha dicho que quiere abrir una pastelería especializada en tartas —le contó Paula. Se acordó entonces de otro de los motivos por el que su primer día de trabajo había sido tan especial y añadió—: Y se ha corrido la voz de lo de la tarta. Incluso ha venido gente para saber si podía encargarme una tarta de nueces.
—Parece que vas a poder montar un negocio.
Sí, eso parecía. Seis meses atrás, probablemente se habría echado a reír si se hubiera imaginado a sí misma vendiendo consejos financieros y tartas en un salón de belleza.
No le habló de otra de sus clientes de aquel día: la señora Alfonso, que al parecer también tenía sus propios ahorros guardados.
—¿Has traído los documentos que te dejé el viernes en tu casa?
—Sí. No he tenido oportunidad de mirarlos. Podríamos echarles un vistazo después de cenar.
Pedro dio un paso hacia ella y la acorraló contra el mostrador.
—Preferiría hacer otras cosas. Antes y después de cenar.
—¿Antes del postre? ¿Después del postre?
—Durante el postre —replicó Pedro con una risa ronca que Paula sintió vibrar muy dentro de ella.
Pedro posó las manos a ambos lados de su cuerpo y la presionó contra él, haciéndole sentir su aliento contra su cuello. Su pecho acariciaba su espalda y su vientre su trasero.
Paula se reclinó contra él sin poder contener un gemido.
—Así que estás hambriento, ¿qué tienes tú con las cocinas? Parece que te despiertan el apetito.
—Espero que no me lances ese pepino —dijo Pedro, mirando por encima del hombro de Paula la tabla de cortar—. Porque no creo que tenga el mismo efecto que una tarta.
—Hablando de tartas...
Pedro sonrió.
—Tengo una tarta de merengue y limón.
—Mmm. Creo que me estoy haciendo adicta al dulce. Espero que no le cuentes a nadie por qué me estoy poniendo más gorda que una vaca.
—Cariño, no tienes por qué preocuparte por tu peso —replicó Pedro, hociqueándole el cuello—. En cuanto hayas lamido hasta la última gota de tarta, te pondré a hacer ejercicio.
—Pienso comérmelo todo —susurró ella con voz sugerente.
Dejó el pepino que estaba cortando, se volvió hacia él en el interior de sus brazos y atrapó su boca en un beso apasionado y hambriento. Cuando separaron sus labios, tuvo que tomar aire varias veces para sosegar su pulso alocado.
—Creo que voy a salir a poner la carne en la parrilla —dijo Pedro, casi sin aliento—. A no ser que prefieras empezar con el postre.
—Entonces nunca cenaríamos —le palmeó el pecho—. Y necesitas proteínas.
—Piensas hacerme trabajar, ¿eh?
Paula asintió y casi ronroneó.
—Muy, muy duramente —después, lo empujó suavemente y le dio un azote en el trasero—. Ahora, a preparar la cena.
—¿Así que te encuentras bien después de toda esa porquería adictiva y perjudicial para la salud que engulliste ayer?
Pedro alzó la mirada del caso que estaba estudiando en su mesa y vio a Paula en el marco de la puerta de su despacho. Se levantó inmediatamente con una sonrisa.
—No creo que seas perjudicial para la salud.
—Pero te advierto que podría llegar a ser peligrosamente adictiva.
Sí, eso ya lo sabía. De hecho, era adicto a ella desde que era un niño. Hasta el punto de que no había podido evitar compararla con todas las mujeres a las que había conocido o con las que se había citado.
Pero no expresó en voz alta aquellos pensamientos. Su relación, en el caso de que pudiera llamarla así, era demasiado reciente como para admitir algo tan comprometedor. El día anterior ya habían cruzado un puente, un puente muy largo, pero todavía no estaban preparados para compromisos de ningún otro tipo. Por lo menos no creía que Paula lo estuviera.
—Buenos días —dijo por fin, consciente de que Paula estaba oyendo en esa única palabra todas las cosas que no le estaba diciendo: «Te deseo. Estás preciosa. Gracias por lo de ayer. ¿Por qué no lo empezamos otra vez?».
—Buenos días.
Paula se adentró en el despacho y miró hacia la zona de recepción.
—No había nadie en la mesa de la secretaria, así que he decidido pasar, espero que no te importe.
Pedro se encogió de hombros.
—Comparto secretaria con el funcionario encargado del control de animales. Esta primavera han nacido muchos cachorros en Joyful.
Paula soltó una carcajada tan despreocupadamente feliz como su aspecto fresco y seductor. Llevaba aquel día la misma minifalda de color rosa con la que se había presentado en el pueblo. Afortunadamente, calzaba unas sandalias planas en vez de aquellos tacones monstruosos sobre los que se balanceaba el primer día.
Comenzó a excitarse nada más verla. Dios, estaba preciosa, con el pelo corto, rubio platino y aquella sonrisa radiante.
Sus ojos brillaban y su expresión era de absoluto atrevimiento. Y su cuerpo... Su cuerpo le había proporcionado una noche de sueños gloriosos después de un largo día de gloriosos placeres.
—¿Qué llevas debajo de la falda? —le preguntó con la voz convertida en un susurro—. Me muero de ganas de saberlo desde el día que llegaste al pueblo.
Paula dio un paso adelante y cerró la puerta de una patada.
—Un tanga. Con diseño selvático. Blanco y negro con un estampado de leopardo.
—¿Quién te ha contado eso?
—Tu madre.
Aquella inesperada admisión le hizo reír a carcajadas.
—Confiese, señorita Chaves, ¿de verdad llevaba un tanga blanco y negro con estampado de leopardo el día de su llegada al pueblo? —le preguntó con su mejor tono de fiscal.
—Entonces quizá no...
—¿Y ahora?
—¿Te gustaría saberlo?
—Sí, me encantaría.
Mientras la veía cruzar la habitación, el corazón le latía a gran velocidad. Reconocía la expresión de su rostro, tierna y ligeramente perversa al mismo tiempo. Cuando le tendió la bolsa de papel y llegó hasta él el olor de la tarta de melocotón de Minnie, comprendió por qué.
—Oh, Dios mío, ¿a qué se deberán estas ganas repentinas de comer dulce?
—Creo que, aunque sólo sea para variar, ya es hora de comenzar a comer de forma sana. Y los melocotones son una fruta muy saludable. Te sentarán muy bien, mucho mejor que esas nueces grasientas.
Pedro la abrazó y se apoderó de aquella boca risueña con un beso húmedo y profundo que consiguió trasladarlos al mismo estado en el que se encontraban la tarde anterior.
—Tú sí que me sientas bien —susurró cuando por fin terminó el beso y se separaron para respirar.
—Eso parece.
Se separaron bruscamente en cuanto oyeron aquella voz masculina. Aun así, Pedro no se sorprendió cuando vio a su hermano mirándolos desde la puerta Nico no sonreía, pero tampoco parecía enfadado. Y mejor así, porque no tenía ningún derecho a reclamar nada a Paula. Sin dejar de abrazarla, como si quisiera dejarlo muy claro, Pedro se volvió hacia su hermano.
Al final, Nico sonrió.
—Caramba, Pedro, si te descubren haciendo algo en la mesa de tu despacho vas a dar muy mala fama a los funcionarios del condado.
Paula alzó la cabeza con gesto altivo.
—He cerrado la puerta.
—Pues algo le debe pasar a esa puerta, porque no parece que cierre muy bien
—Está combada desde la última vez que tuvimos goteras —le explicó Pedro—. Aun así, podrías haber llamado.
—No te preocupes, teniendo en cuenta quiénes son los funcionarios de este condado, creo que haría falta que nos columpiáramos desnudos de una lámpara de los juzgados para sorprender a alguien —replicó Paula.
—Caramba, ¿con quién estás tan enfadada? —preguntó Nico mientras se adentraba en el despacho.
—¿Lo dices por Jimbo? —preguntó Pedro.
Paula asintió.
—Sí y pienso ir a verle para aclarar esto de una vez por todas.
Pedro frunció el ceño.
—No, no vas a ir a verlo. Estamos trabajando juntos en esto y no vas a acercarte a él. El otro día te dejé la copia de varios documentos en tu casa y de momento con eso es más que suficiente. Los tienes en la mesita del café.
Nico arqueó una ceja, pero no hizo ningún comentario.
—No quiero que te detengan por agredir al alcalde —añadió Pedro—. Ya has conseguido pasar ocho días sin que te detengan y quiero que las cosas continúen así.
Nico soltó un silbido.
—Caramba, Paula Lina Chaves. Parece que te has convertido en una mujer capaz de estar a la altura de los Alfonso.
El exagerado acento sureño con el que arrastraba sus palabras y la mirada de diversión de sus ojos permitieron que Pedro se relajara por primera vez desde que su hermano había entrado en el despacho. Evidentemente, Nico no le guardaba ningún rencor a Paula. De modo que por lo menos tenían un tema menos del que discutir.
Nico ocupó una de las sillas que había enfrente de la mesa de su hermano, se reclinó contra el respaldo y estiró las piernas. Parecía que estaba dispuesto a quedarse. Y se alegraba, porque necesitaba hablar con él. Tenía intención de hacerlo el día anterior, por lo menos hasta que Paula le había... distraído. La noche anterior, cuando había llamado a casa de su madre, le habían dicho que Nico había salido.
—Paula, a lo mejor podría enseñarte mañana los juzgados —dijo sin apartar la mirada de su hermano.
Paula asintió. Tenía la sensación de que los dos hermanos tenían muchas cosas de las que hablar.
—De acuerdo. De todas formas, necesito acercarme a la Oficina de Urbanismo.
Pedro arqueó una ceja con expresión interrogante.
—No voy a ir a ver a Jimbo, pero no pienso quedarme sentada sin hacer nada mientras tú investigas. De hecho, ayer me dijeron en la peluquería que este fin de semana han organizado una reunión en contra del club de striptease. ¿Y a que no te imaginas quién está ayudando en la organización?
—¿Quién?
—Helena Boyd, ayudada por Cora Dillon.
—¡Estás de broma! Pero si fue el marido de Helena el que cerró el trato con los propietarios.
Paula asintió.
—Sí. Se rumorea que la mujer del alcalde está muy disgustada con él desde que se enteró del uso que pretendía darle a esos terrenos.
—Pero ya sabes lo que se dice de los rumores...
Paula soltó una carcajada, pero hizo un gesto restándole importancia a aquel comentario.
—Lo sé, pero al parecer, éste es de fiar. Por lo visto, fue ella la que vino a los juzgados para pedir el permiso para la manifestación. Espero que su marido se atragante cuando se entere.
Parecía sedienta de sangre. Y a Pedro le gustaba.
—Ahora tengo que irme —continuó Paula—. Y ni se te ocurra intentar impedirme acercarme a los registros.
Sabiendo que no necesitaba su permiso y que lo haría en cualquier caso, Pedro asintió.
—De acuerdo, pero prométeme que no harás nada más que revisar documentos.
Paula alzó la mano derecha.
—Palabra de Exploradora.
—¿Pero tú fuiste alguna vez Exploradora?
Paula se encogió de hombros.
—Siempre dando tanta importancia a los detalles.
Antes de marcharse, se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla. Pero Pedro se volvió y atrapó su boca. Necesitaba darle un beso de verdad aunque estuviera su hermano delante.
Paula le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso.
Suspiró ligeramente y después, cuando se separaron, caminó hacia la puerta con las piernas temblorosas.
Pedro y Nico la observaron marcharse. Y sólo cuando estuvo fuera, el hermano de Pedro admitió:
—Se ha convertido en una mujer preciosa.
—Sí —respondió Pedro, advirtiendo cierta dureza en su propia voz.
Nico parecía divertido.
—Tranquilo, grandullón, sé que hace años fui yo el que la dejé. No te guardo rencor.
—Yo sí —replicó.
—¿Porqué?
—Podemos empezar hablando de tu hijo.
Nico se tensó de manera casi imperceptible, pero Pedro lo notó. Vio que uno de los músculos de su mandíbula comenzaba a temblar y advirtió también las chispas de sus ojos.
Pero Pedro continuó presionando.
—Y podemos seguir con tu ex esposa.
Nico asintió.
—Tienes razón. Ya va siendo hora de que se aclaren las cosas. El sábado le conté a mamá la verdad y creo que tú también deberías oírla.
Pedro se inclinó sobre la mesa, adoptando de manera inconsciente la actitud de un fiscal. Se cruzó de brazos y miró a su hermano como si estuviera interrogando a un testigo.
—Soy policía, Pedro, no me vas a asustar. Además, he venido aquí para aclararlo todo, no para esconder nada.
—¿A este despacho quieres decir? ¿O te refieres a Joyful?
Nico se levantó de la silla, cruzó el despacho y se asomó a la ventana.
—Me refiero a Joyful, a la reunión de ex alumnos —se volvió entonces hacia Pedro—. He venido aquí porque estoy harto, porque estoy cansado de que mamá siga viviendo una mentira.
—¿Qué mentira?
Nico no parpadeó siquiera mientras decía de manera completamente inesperada:
—El hijo de Daniela no es mío, Pedro.
A principio, Pedro pensó que no había oído bien.
—¿De qué demonios estás hablando?
Nico no retrocedió ante su enfado.
—Lo averigüé poco después de que nos hubiéramos casado. Se lo planteé a Daniela durante el octavo mes de embarazo y ella lo admitió —se mesó los cabellos con un gesto de cansancio—. No tenía manera de negarlo.
Pedro apoyó la mano en el respaldo de la silla. Apretaba los dedos con fuerza mientras sentía cómo le latía la cabeza.
—Mamá y yo hemos tratado a Joaquin como si fuera parte de nuestra familia desde que Daniela llegó con él al pueblo. Has dejado que lo quisiéramos como si fuera tu hijo...
—Al principio, no sabía que Daniela había continuado con aquella mentira —admitió Nico—. Me sentía demasiado humillado, estaba demasiado furioso por lo que me había hecho, por todo lo que yo había perdido, como para querer hablar con nadie después de lo que había averiguado. Por si lo has olvidado, desaparecí de la faz de la tierra durante casi un año.
Pedro no había podido olvidar nunca aquel año terrible.
—De todas formas, ¿cómo consiguió convencerte Daniela de que te casaras con ella?
—Me dijo que estaba embarazada y que su padre estaba buscándome. Yo pensaba que nos habíamos acostado juntos, pero no estaba seguro. Lo único que sabía era que me la había encontrado desnuda encima de mí después de una fiesta.
Pedro permanecía callado, no quería interrumpirle, aunque le habría gustado sacudirle por haber tenido tan poco cuidado.
—No sabía que podía ser de otro hombre. Cuando averigüe la verdad, la dejé y pedí el divorcio. Me alisté en el ejército y me fui al extranjero.
Había sido entonces cuando Daniela había vuelto a Joyful, representando el papel de madre abandonada.
—Sinceramente, Pedro, pensé que Daniela volvería a Joyful y hablaría con el padre de su hijo. Jamás se me ocurrió imaginarme que le diría a mamá que ese niño era su nieto.
Pedro comenzaba a comprender lo ocurrido. Le enfurecía, pero entendía lo que había pasado.
—Cuando me enteré de dónde estabas, te escribí.
Nico frunció el ceño.
—Sí, y yo tenía intención de volver y hacerte tragarte hasta la última letra de esa carta.
Pedro recordó de pronto las circunstancias de la primera vez que Nico había vuelto al pueblo.
—Pero la vez que volviste...
—Fue para el entierro —contestó Nico sin ninguna emoción—. Mamá estaba destrozada —desvió la mirada y susurró—. Aunque no consigo comprender por qué.
Pedro tampoco lo comprendía. Sólo podía imaginar que su madre había encontrado algo digno de amor en su padre cuando éste era un joven sobrio. Quizá fuera esa parte de él la que había llorado después de su muerte.
Nico continuó hablando.
—Lo único que parecía hacerle feliz era el hijo de Daniela.
Pedro sacudió la cabeza.
—Así que has dejado que continuara creyendo esa mentira durante años.
—¿Crees que a mí no me repugna? Pero no quería romperle el corazón.
—Nuestros sentimientos hacia ese niño no habrían cambiado —admitió Pedro—. De hecho, para mí no cambiarán.
—Lo sé.
—Y quizá, si tú quisieras podrías...
—No —Nico alzó la mano para interrumpirlo—. No lo digas siquiera. Cuando tomé las decisiones que tomé, no era un hombre suficientemente maduro como para planteármelo. A lo mejor un hombre mejor que yo se habría quedado con Daniela para criar a Joaquin. Pero yo no fui capaz de hacerlo.
Pedro iba sintiendo cómo disminuía su enfado a medida que iba comprendiendo el sacrificio que había hecho su hermano y le valoraba como un hombre que había sido capaz de aceptar sus errores.
Nico se encogió de hombros.
—Dejaste que todos pensáramos que eras un cerdo.
Nico se encogió de hombros.
—A lo mejor, lo era.
—Tenías dieciocho años —y entonces Pedro dijo algo que sabía que era cierto—. Nunca habías estado enamorado de Daniela. Y supongo que la odiabas porque te había obligado a dejar a la chica que querías.
Nico tensó ligeramente la barbilla, pero no dijo nada. Se volvió de nuevo hacia la ventana y al final musitó:
—Era un niño. Hace tiempo que olvidé todo lo ocurrido. He conseguido seguir adelante y me gusta mi vida.
Sí, aparentemente sí. Por lo que su madre le había contado, Nico estaba contento con su trabajo en el Departamento de Policía de Savannha. Su hermano primero había sido un héroe y después había llegado a ser policía. En fin, no creía que fuera mucho más raro que el hecho de que él trabajara como fiscal. No sin cierta malicia, se preguntó qué habría dicho su padre si hubiera podido ser testigo de cómo habían cambiado las vidas de sus hijos.
Probablemente se mostraría horrorizado.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —dijo, sintiendo de pronto un inmenso cansancio.
—Hay una persona más que tiene que enfrentarse a esto.
—Daniela.
—Exacto.
—¿Y de verdad crees que estará dispuesta a admitir la verdad delante de todo el mundo?
Nico se encogió de hombros.
—No lo sé. Aunque quizá sea mejor que no lo haga hasta que su hijo sea mayor. No debe ser fácil para un niño descubrir que su madre le ha estado mintiendo durante toda su vida, cuando podría haber tenido un padre viviendo a su lado que incluso habría estado orgulloso de reconocerlo.
—¿De verdad?
Nico asintió.
—Si Daniela no hubiera estado tan asustada por lo que su familia podía decir o hacer, habría sido sincera desde el principio.
Pedro, que siempre había visto a Dan Brady mimando a su adorada hija lo dudaba. Pero Nico parecía muy seguro.
—¿Porqué?
Una expresión de disgusto cruzó el rostro de su hermano.
—Bueno, por el carácter de Dan Brady. Y por la identidad del posible padre.
—¿Quiero saberla?
—Probablemente no.
Pero Nico se lo dijo de todas formas. Primero nombró a un antiguo compañero del instituto.
—Todavía vive aquí —dijo Pedro, preguntándose cómo se sentiría un hombre si de pronto aparecía una mujer en la puerta de su casa y le presentaba a un niño de diez años diciéndole que era su hijo.
—Pero él no es el único —dijo Nico.
Añadió dos nombres que dejaron a Pedro estupefacto.
—No lo dices en serio.
—Claro que sí. Y supongo que ahora entenderás mejor por qué le preocupaba a Daniela que su padre se enterara.
Sí, lo comprendía. Si ya sería suficientemente duro saber que el padre de su nieto podía ser hijo de uno de sus ayudantes, lo sería mucho más enterarse de que el niño podía ser de su mejor amigo, el alcalde.
Pedro intentaba superar la impresión al tiempo que pensaba en las posibles consecuencias de lo que acababa de contarle su hermano. Jimbo Boyd tenía la misma edad que el sheriff Brady y llevaba veinte años casado con su mujer.
Daniela se había quedado embarazada a los diecisiete años.
Era repugnante.
—¿Estás seguro de lo de Daniela y Jimbo?
Nico asintió.
—Y no me sorprendería que fuera ése el motivo por el que ahora trabaja con él. Tal como hablaba Daniela de lo ocurrido, era evidente que la tenía completamente enganchada. El muy hijo de...
Antes de que Pedro pudiera expresar su desconcierto, ambos oyeron un golpe en la zona de recepción. La puerta, que Paula había cerrado al salir, estaba abierta otra vez, como ocurría a menudo. Pedro se asomó, pensando que quizá Paula había vuelto, pero no había nadie fuera. Sin embargo, las carpetas que minutos antes estaban sobre la mesa de su secretaria habían caído al suelo. De pronto tuvo un mal presentimiento.
—Esto no es una buena señal —musitó Nico detrás de él.
—Desde luego.
—Por favor, dime que es imposible que fuera el sheriff Brady el que estaba oyéndonos hablar de su pequeño ángel.
Pedro negó con la cabeza.
—No puede ser. Hoy tenía una reunión en la oficina central. Lleva días alardeando de ello.
Nico respiró visiblemente aliviado.
—Pero eso es lo de menos —continuó su hermano con el ceño fruncido—. Porque aquí, una información de ese tipo no tardará en hacerse pública.
Y los dos lo sabían.