jueves, 8 de junio de 2017

CAPITULO 40




—Odio tener que decirte esto, cariño, pero no puedo seguir contigo.


Daniela apenas prestaba atención mientras atendía el teléfono el miércoles por la noche, porque estaba llamando a Joaquin para que fuera a cenar. Inmediatamente asumió que la persona que llamaba se había equivocado de número.


—¿Me has oído? No puedo seguir contigo, no tengo otra opción.


Sí, definitivamente, aquel hombre tenía que haberse equivocado de número, por muy familiar que le sonara su voz.


—¿Daniela? ¿Estás ahí?


Entonces le dio un vuelco el corazón.


—¿Jimbo?


—Sí, soy yo. No sabes cuánto lo siento, cariño, pero tengo que hacerlo.


—¿Me estás despidiendo? —elevó la voz con incredulidad, pero la bajó en cuanto Joaquin entró en la cocina. —No puedes estar hablando en serio.


Jimbo dejó escapar un suspiro.


—Lo siento, pero no me queda más remedio. Sé que a Helena le ocurre algo.


¿Helena? ¿Pero qué tenía que ver ella con su trabajo? Jamás se acercaba por la oficina y no tenía ni idea de la cantidad de trabajo que sacaban adelante. Pero de pronto lo comprendió...


—Oh, Dios mío, ha averiguado lo nuestro.


Otro suspiro.


—Sí, creo que sí.


Una parte de Daniela reaccionó con consternación al comprender que la mujer de su amante por fin había descubierto la verdad. Pero otra, la más dura, una parte forjada cuando se había visto obligada a enfrentarse a la muerte de su madre a muy temprana edad, casi se alegraba.


—Así que crees que lo sabe. Pues a lo mejor ha llegado el momento de aclarar todo esto —tomó aire—. Así podremos dejar de escondernos.


—Bueno...


Al advertir la vacilación en la voz de Jimbo, se tensó al instante.


—¿Bueno qué? Siempre has dicho que no querías dejarla porque le dolería mucho enterarse de lo que pasaba. Ahora que ya lo sabe, no tiene sentido seguir esperando —sintiendo que el pulso le latía de forma salvaje y consciente de que estaba elevando la voz, se acercó a la puerta de la cocina, tirando del cordón del teléfono—. Sabes lo que eso podría significar. Podríamos convertirnos en una verdadera familia. Tú, yo... y Joaquin.


No siguió presionando. De hecho, conociendo a Jimbo como lo conocía, temía haber hablado demasiado. A Jimbo no le gustaban los niños, no los quería, aunque no podía decir que no fuera amable con Joaquin. Pero seguramente, podía darse cuenta de lo bien que podía llegar a funcionar su relación si se divorciaba.


Particularmente en aquel momento. Porque después de una muy acalorada conversación con su ex marido la noche anterior, Daniela se había dado cuenta de que la familia de Nico sabía la verdad sobre la paternidad de Joaquin. Quizá otros no tardaran en averiguarla. Y ella tenía que encontrar la mejor manera de contarle todo a su hijo.


Afortunadamente, Nico se había mostrado de acuerdo en que fuera ella la encargada de decírselo cuando lo considerara oportuno. Aunque se hubiera convertido en un hombre duro, no podía decir que fuera malo. No quería obligarla a confesar a Joaquin la verdad hasta que estuvieran preparados tanto ella como su hijo.


Afortunadamente, Joaquin siempre había sido un niño alegre y despreocupado que había asumido sin traumas el hecho de no tener padre, puesto que muchos de sus amigos eran hijos de padres divorciados. Nunca le había preguntado por la ausencia de su padre y parecía darse por satisfecho con saber que su abuela y su tío Pedro cuidaban de él.


Y rezaba a Dios para que continuaran haciéndolo. Aunque conociéndolos como los conocía, sospechaba que su hijo podría sentir que pertenecía a aquella familia durante toda su vida.


Y quizá, si Jimbo se decidía a dejar a su esposa, podría llegar a tener mucho más.


—Lo siento, Daniela. Te quiero, pero Helena no quiere que sigas trabajando conmigo. Así que voy a tener que despedirte —con voz magnánima, añadió—: Y estoy dispuesto a pagarte una indemnización por despido.


Daniela no daba crédito a lo que estaba oyendo. El hombre que la había seducido durante un viaje familiar cuando sólo tenía dieciséis años le estaba dejando sin empleo.


—No puedes estar hablando en serio.


Pero entonces Jimbo dejó caer una bomba que la destrozó.


—No puedo perder a Helena. Me temo que tú y yo hemos terminado, Daniela. No podremos volver a vernos.



****


—¿Qué tal ha ido el primer día de trabajo?


Paula alzó la mirada de la tabla de madera sobre la que estaba cortando la verdura para la ensalada en casa de Pedro, el miércoles por la noche. Era la primera vez que Pedro la invitaba a su casa, una casa pequeña situada en un barrio que estaba a sólo unas manzanas del centro del pueblo. Era una zona tranquila en la que probablemente vivirían jubilados y familias jóvenes. Aunque los setos que rodeaban su jardín estaban perfectamente podados, no tenía una sola flor, así que Paula asumió que no lo usaba con mucha frecuencia.


El interior de la casa era espacioso. Disponía de toda clase de comodidades, por lo menos en lo que se refería a muebles y electrodomésticos, pero no había mucho más. 


Paula sospechaba que había muchas mujeres en Joyful a las que les encantaría ayudarle a poner cortinas o decorar las paredes.


O, por lo menos, a probar su enorme cama de matrimonio.


El hecho de que la casa fuera tan decididamente masculina y estuviera sin decorar le proporcionó un inmenso placer. Se sentía como si fuera la primera mujer que Pedro había invitado a su casa.


—¿Pau?


—Ah, el día de trabajo. Ha ido muy bien —admitió, sorprendida al darse cuenta de que era cierto—. Aunque no por los motivos que podrías sospechar.


Pedro dejó de picar carne durante unos minutos y alzó la mirada hacia ella.


—¿Qué quieres decir?


—He pasado menos tiempo lavando cabezas que explicándole a Doris qué es exactamente un fondo de pensiones. Y ayudando a una mujer a decidir qué tipo de cuenta le conviene. Y a otra a averiguar cómo refinanciar un crédito de su marido.


Pedro sonrió mientras se lavaba las manos en el fregadero.


—¿Y tú decías que nadie te confiaría su dinero?


—Probablemente prefieren confiarme su dinero a su pelo. Hablando de dinero, ¿conoces a la señora Harding? —Pedro asintió—. Pues creo que tiene una buena cantidad guardada en alguna parte. Me ha llevado a un rincón de la peluquería y me ha invitado a un café mientras hablábamos de acciones. Y sabe mucho de bolsa.


—Creo que su marido, ya fallecido, era millonario —contestó Pedro—. Ella vino a vivir aquí hace un par de años y se compró una de esas casas de la carretera de Tanner Mill.


—Es una mujer muy inteligente, me gusta. Me ha dicho que quiere abrir una pastelería especializada en tartas —le contó Paula. Se acordó entonces de otro de los motivos por el que su primer día de trabajo había sido tan especial y añadió—: Y se ha corrido la voz de lo de la tarta. Incluso ha venido gente para saber si podía encargarme una tarta de nueces.


—Parece que vas a poder montar un negocio.


Sí, eso parecía. Seis meses atrás, probablemente se habría echado a reír si se hubiera imaginado a sí misma vendiendo consejos financieros y tartas en un salón de belleza.


No le habló de otra de sus clientes de aquel día: la señora Alfonso, que al parecer también tenía sus propios ahorros guardados.


—¿Has traído los documentos que te dejé el viernes en tu casa?


—Sí. No he tenido oportunidad de mirarlos. Podríamos echarles un vistazo después de cenar.


Pedro dio un paso hacia ella y la acorraló contra el mostrador.


—Preferiría hacer otras cosas. Antes y después de cenar.


—¿Antes del postre? ¿Después del postre?


—Durante el postre —replicó Pedro con una risa ronca que Paula sintió vibrar muy dentro de ella.


Pedro posó las manos a ambos lados de su cuerpo y la presionó contra él, haciéndole sentir su aliento contra su cuello. Su pecho acariciaba su espalda y su vientre su trasero.


Paula se reclinó contra él sin poder contener un gemido.


—Así que estás hambriento, ¿qué tienes tú con las cocinas? Parece que te despiertan el apetito.


—Espero que no me lances ese pepino —dijo Pedro, mirando por encima del hombro de Paula la tabla de cortar—. Porque no creo que tenga el mismo efecto que una tarta.


—Hablando de tartas...


Pedro sonrió.


—Tengo una tarta de merengue y limón.


—Mmm. Creo que me estoy haciendo adicta al dulce. Espero que no le cuentes a nadie por qué me estoy poniendo más gorda que una vaca.


—Cariño, no tienes por qué preocuparte por tu peso —replicó Pedro, hociqueándole el cuello—. En cuanto hayas lamido hasta la última gota de tarta, te pondré a hacer ejercicio.


—Pienso comérmelo todo —susurró ella con voz sugerente.


Dejó el pepino que estaba cortando, se volvió hacia él en el interior de sus brazos y atrapó su boca en un beso apasionado y hambriento. Cuando separaron sus labios, tuvo que tomar aire varias veces para sosegar su pulso alocado.


—Creo que voy a salir a poner la carne en la parrilla —dijo Pedro, casi sin aliento—. A no ser que prefieras empezar con el postre.


—Entonces nunca cenaríamos —le palmeó el pecho—. Y necesitas proteínas.


—Piensas hacerme trabajar, ¿eh?


Paula asintió y casi ronroneó.


—Muy, muy duramente —después, lo empujó suavemente y le dio un azote en el trasero—. Ahora, a preparar la cena.






No hay comentarios:

Publicar un comentario