viernes, 9 de junio de 2017

CAPITULO 41




Pedro odiaba que Paula tuviera que marcharse a su casa, pero sabía que debía hacerlo. Ya se había expuesto demasiado a los chismes de Joyful. Si veían el descapotable rojo aparcado en la acera de su casa por la mañana, ambos volverían a ser pasto de los rumores. Así era como funcionaban las cosas en aquel lugar.


Pedro se puso un par de pantalones cortos y la observó vestirse.


—Siento que no puedas quedarte. La próxima vez, iré a buscarte a tu casa para que no tengas que traer el coche.


—Mejor aún, quédate tú en mi casa —susurró Paula mientras se inclinaba para darle un beso—. Tengo garaje.


Riendo, Pedro le pasó el brazo por la cintura y la acompañó hasta la puerta.


—Espera. Todavía no hemos revisado esos documentos —miró el sobre que había dejado en la mesa del comedor al llegar—. A lo mejor debería llevármelos.


Sí, podría llevárselos, pero a Pedro le encantaba tener una excusa para que se quedara allí un poco más. Eran sólo las diez. Seguramente, cualquier viejecita que estuviera vigilando con unos prismáticos lo que ocurría en el camino de entrada a su casa podía aguantar despierta una hora más para asegurarse de que Paula se marchara.


—Les echaremos un vistazo antes de que te vayas.


Pocos minutos después, se alegraba de haber hecho aquella sugerencia. Porque cuando Paula y él estaban sentados a la mesa, clasificando las declaraciones de la renta y los papeles de transferencia de la escritura, Paula comenzó a murmurar algo.


—¿Qué ocurre?


—He dicho que hay un error —dijo Paula—. Todo esto es un error.


—Sé que no te gusta, Pau. Pero no podemos negar lo que dicen los documentos.


—No, no es sólo eso —dijo Paula frunciendo el ceño.


Se pasó frustrada la mano por el pelo, enviando aquellos rizos rebeldes, que Pedro casi podía sentir contra la palma de sus dedos, en todas direcciones.


—Te juro que a veces me pregunto si el cirujano que me operó no me quitaría algunas neuronas, porque creo que ahora me cuesta más que antes entender muchas cosas.


Pedro se tensó instintivamente. Odiaba imaginarse a Paula vendada, tumbada en una cama de hospital. ¿Qué habría pasado si hubiera muerto? ¿Si la hubiera perdido antes de haber podido volver a estar con ella?


—Paula...


—¡Dios mío! —exclamó Paula y señaló con el índice uno de los documentos que tenía delante—. ¡Es eso! ¡Es eso!


—¿El qué?


Los ojos de Paula resplandecían como el fuego.


—Mira eso, Pedro. Mira.


Pedro fijó la mirada en el documento, una copia del contrato que había firmado su abuela.


—¿Qué quieres que mire? Es un contrato bastante normal.


—No es a eso a lo que me refiero.


—¿Estás intentando decirme que no es su firma? Porque la he comparado con la de su carnet de conducir y con la del censo y, aunque no soy calígrafo, me han parecido idénticas.


—Pues no es su firma —le temblaba la voz—. Y estoy absolutamente segura —tomó el documento y se lo tendió—. Mi abuela no firmó el contrato de venta de la parcela, Pedro, y tampoco el cambio de escrituras que, por cierto, llevan la fecha del día anterior a su muerte —se cruzó de brazos, se reclinó en su asiento y añadió con rotundidad—: Esas firmas están falsificadas.


Parecía absolutamente convencida.


—¿Cómo puedes estar tan segura? Tú misma me dijiste que tu abuela estaba pensando en vender esas tierras.


—Mira la fecha.


Pedro la miró.


—Seis de abril.


—¿Sabes cuándo tuve yo el accidente? El cinco de abril.


Pedro comenzaba a comprender lo que le quería decir.


—Muy bien, pero Pau, es posible que firmara el contrato antes de ir a verte a Nueva York.


Paula negó con la cabeza.


—No, no es posible. Yo tuve el accidente cuando volvía a mi casa, a las seis de la tarde. Mi abuela se enteró poco después que mis padres, esa misma noche, Pedro. No al día siguiente.


Pedro comenzó entonces a intentar reunir las piezas de aquel interesante rompecabezas legal.


—¿Cuándo llegó tu abuela a Nueva York?


—A última hora de la noche del día seis, porque no pudo encontrar antes otro avión.


—Eso quiere decir que sí podría haber firmado ella el contrato.


Paula negó con la cabeza.


—Piénsalo bien.


Así lo hizo Pedro. Sabía que un horario no era ninguna prueba legal. Paulina podía haber firmado aquellos documentos en cualquier momento del día seis, antes de hacer las dos horas de viaje hasta el aeropuerto de Atlanta. Incluso podía haber aceptado ese mismo día el dinero que le ofrecían por su tierra.


Pero sabía que no lo había hecho. Era imposible que Paulina Chaves hubiera perdido un solo segundo pensando en nada que no fuera la situación en la que se encontraba su adorada nieta. Menos aún en algo tan importante como renunciar al legado de su familia, un lugar al que su nieta tanto apreciaba.


Paula Lina tenía razón. No podía demostrarlo, por lo menos todavía. Pero ya no tenía ninguna duda: alguien le había robado a Paula su herencia. Y, a juzgar por la firma que aparecía en aquellos documentos, sabía muy bien haciaquién tenía que apuntar.


Jimbo Boyd.


****


Paula debería haber ido directamente a su casa después de haberse despedido de Pedro. Estaba cansada y a la mañana siguiente le esperaba un nuevo día como peluquera y asesora fiscal. Pero entonces, ¿por qué estaba aparcando el coche enfrente de casa de Jimbo Boyd?


—Paula Lina, eres una estúpida —susurró para sí, consciente de que Pedro la mataría si se enterara de que estaba allí.


En realidad, prácticamente no se había dado cuenta de lo que estaba haciendo hasta que se había visto pasar por la avenida Sycamore, en la que la familia de Helena había vivido durante décadas. En el pueblo todo el mundo sabía dónde vivía el alcalde porque no había otra casa más grande por los alrededores.


Si la casa hubiera estado silenciosa y a oscuras a esa hora de la noche, probablemente Paula se habría limitado a quedarse fuera, planeando lo que pensaba decirle a Jimbo al día siguiente, cuando le obligara a enfrentarse a sus sospechas. Después, habría conducido hasta su casa tras haber apaciguado parte de su furia.


Pero no estaba a oscuras. Había luz en la primera planta de aquella elegante mansión y también varios coches en el camino de la entrada. En medio del silencio de la noche, llegaban hasta ella los ecos de la música.


Los Boyd estaban de fiesta.


Se preguntó cómo les sentaría la llegada de una nueva invitada.


Antes de que su mente hubiera decidido que había llegado el momento de abandonar el coche, sus pies ya estaban fuera. 


Y una vez allí, continuaron caminando derechitos hasta el porche.


Le abrió la puerta una sirvienta uniformada a la que no pareció extrañarle en absoluto que apareciera alguien a las once de la noche.


—Están en el salón —dijo.


Le indicó con un gesto la dirección del salón, pensando, sin lugar a dudas, que era una invitada más que llegaba tarde a la reunión.


Los pasos de Paula resonaban en el lustroso suelo del vestíbulo como disparos. Definitivamente, había que hacer algo, y si tenía que atrapar al león en su guarida en medio de la noche, lo haría. Al fin y al cabo, no era nada fácil hablar con Jimbo durante sus horas de trabajo.


Entró en el salón, decorado con gran gusto, por cierto, y analizó rápidamente la situación. Era una reunión de pocos invitados. Helena Boyd, sentada al borde de un sofá, hablaba con una mujer pelirroja a la que Paula reconoció inmediatamente como Mona Harding. En otra esquina del salón, Jimbo hablaba con el sheriff Daniel Brady.


Genial. Como volvieran a detenerla, Pedro la iba a matar.


Así que tenía que mantener la calma.


—Vaya, qué sorpresa —dijo Mona Harding cuando la vio en la puerta. Se levantó y le brindó una sonrisa radiante—. Estaba hablándole a Helena de los consejos tan buenos que me has dado hoy. Es increíble, ella que está acostumbrada a codearse con los tiburones de Wall Street, ahora está aquí, ayudando a los vecinos de Joyful.


Ja. Si ella supiera. Los tiburones de Nueva York le habían hecho sentirse como auténtica carnaza para sus cebos.


—Muchas gracias —consiguió decir.


Jimbo, que la había visto nada más entrar, se acercó a ella con una educada sonrisa.


—Vaya, señorita Chaves. He estado intentando localizarla desde que llegó al pueblo.


Paula consiguió evitar un bufido burlón. Con voz inexpresiva, contestó:
—Qué curioso, yo tampoco he sido capaz de localizarle —miró a Helena Boyd, que los observaba en la distancia con expresión fría y añadió—: Perdone que les haya interrumpido, pero como no consigo localizar al señor Boyd durante el día, he decidido aprovechar esta oportunidad ahora que iba de camino a casa.


Helena contestó con una ligera inclinación de cabeza. Era una mujer extraordinariamente fría. Silenciosa y siempre alerta y observando. Paula sospechaba que el cerebro en la familia Joyful pertenecía a la reina y no al bufón que tenía frente a ella.


—Lo siento, he estado muy ocupado durante toda la semana. Llámeme mañana por la mañana para que podamos hablar tranquilamente.


El sheriff Brady, sin el uniforme de sheriff y vestido con traje y corbata, se acercó a ellos y permaneció detrás de la señora Harding. Posó la mano en su hombro con un gesto que indicaba que eran pareja. Muy interesante, pensó Paula, preguntándose si Daniela sabía que su padre estaba saliendo con aquella mujer tan adinerada.


—No será necesario —replicó Paula, sorprendida ella misma por la tranquilidad con la que hablaba—. Sólo vengo a informarle de que, tanto si me quedo en Joyful como si no, quiero que deje de ocuparse de mis propiedades.


Jimbo no pareció molesto. De hecho, Paula incluso creyó advertir una expresión de alivio en su rostro, como si, hubiera estado esperando algo mucho peor. No era sorprendente. Seguramente, sospechaba que podía descubrirle en algún momento y, probablemente, tendría planificada la respuesta a su ataque.


—Lo comprendo —respondió él con un asentimiento de cabeza.


Paula miró a sus acompañantes. Todos ellos la observaban con curiosidad, como si fueran conscientes de que había un trasfondo en aquella conversación. Y era imposible que no se dieran cuenta, cuando Paula estaba teniendo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no pegarle un puñetazo que le borrara la sonrisa de la cara. Sin saber muy bien cómo, consiguió permanecer fría, se despidió de todo el mundo con un movimiento de cabeza y dejó que Jimbo disfrutara de un segundo de paz.


Pero antes de salir de la habitación, le dirigió una penetrante mirada.


—Ah, y por cierto, he contratado a un abogado para que investigue la supuesta venta de la propiedad de mi abuela —se interrumpió un instante, contemplando satisfecha las mejillas enrojecidas de Jimbo y continuó—: Sé que ella no vendió esas tierras. Acaban de salir ciertos datos a la luz y ahora estoy completamente segura de que he sido víctima de un fraude.


Cruzó los dedos mentalmente, consciente de que en realidad todavía no tenía ninguna prueba, y añadió:
—Estoy segura de que entre mi abogado y el análisis caligráfico que está realizando un detective, podremos aclarar esta situación.


Helena palideció. Mona Harding la miraba con los ojos desorbitados. Daniel Brady sacudió la cabeza desolado, pero Jimbo consiguió mantener la sonrisa, a pesar de su rubor.


—Mire, siento mucho que no esté de acuerdo con lo que hizo su abuela con su propiedad, señora Chaves, pero lo hecho, hecho está. Me temo que está perdiendo tanto su tiempo como su dinero. Así que le recomiendo que regrese al norte y se olvide para siempre de Joyful.


—Por supuesto que no —respondió—. No pienso olvidarme de nada. Y créame, señor Boyd, tampoco voy a permitir que usted se olvide de mí —cruzó satisfecha el salón, ignorando el murmullo de voces que dejó tras ella.


Una parte de ella rezaba para que Boyd la siguiera. Estaba convencida de que jamás hablaría delante de Helena, ni de nadie, pero también que estaría dispuesto a seguirla para intentar excusarse o inventar una historia... cualquier cosa. 


Sin embargo, para su inmensa desilusión, no la siguió.


Paula incluso esperó durante varios segundos en el porche después de salir de la casa, pero la puerta seguía firmemente cerrada tras ella.


Pues peor para él. Tendría que utilizar el método más duro, lo que significaba que iría al día siguiente a su despacho para obligarle a enfrentarse a fechas y firmas.


Pero antes hablaría con sus padres. Ya era hora de que dejara de comportarse como una adolescente con problemas y les pusiera al corriente de lo que estaba pasando. Quizá ella no tuviera medios para contratar a un abogado o a un detective privado, pero sus padres sí los tenían. Además, aquella parcela también formaba parte de la infancia de su padre. Seguro que se disgustaría tanto como ella al enterarse de lo que había pasado.


Sintiéndose mucho mejor por el curso que estaban tomando los acontecimientos, se metió en el coche. Sin embargo, antes de que lo hubiera puesto en marcha, oyó el sonido de un motor. Por el espejo retrovisor, vio que un pequeño turismo que había aparcado en la acera, a pocos metros de allí, salía a toda velocidad, acercándose peligrosamente a su parachoques. Debía ir a cuatro veces más de la velocidad permitida.


—Qué loco —musitó Paula, decidiendo esperar unos minutos antes de salir, por si la persona que conducía aquel coche iba bebida.


A los pocos segundos, vio la luz azul del coche patrulla saliendo de una bocacalle.


—Muy bien. Esta vez la policía tiene razón. Espero que le hagan una prueba de alcoholemia —musitó mientras conducía.


Se sentía tan bien por todo lo ocurrido que incluso saludó con la mano al ayudante Francisco Willis, que acababa de salir del coche patrulla. Apenas prestó atención al turismo al que acababa de obligar a parar el ayudante del sheriff.


—Que te diviertas —le deseó en un susurro a la conductora, esperando que aprendiera la lección.


Al llegar a casa, mientras cerraba la puerta con llave, se preguntó cómo les irían las cosas a Clara y a Eva con Mauro. Clara parecía muy convencida de que todo iba a salir bien y se alegraba por ella. Pero la casa le parecía terriblemente vacía.


Aunque creía que estaría demasiado excitada para dormir, la verdad era que estaba agotada. A lo mejor lo de lavar cabezas era más cansado de lo que pensaba. O quizá lo realmente fatigoso fuera tener que enfrentarse a un despreciable ladrón.


O estar disfrutando de la aventura más apasionada de su vida.


Pedro. Fue él la última persona en la que pensó antes de quedarse dormida. Y también fue de Pedro la primera imagen que acudió a su mente el lunes por la mañana. 


Estaba enamorándose de él. Al igual que cuando tenía diecisiete años y él era el chico más peligroso, inalcanzable y excitante que podía desear cualquier chica.


Pero no, aquello no era sólo un capricho. Era algo diferente, se dijo mientras se duchaba para ir al trabajo. ¿Y si fuera que lo que realmente sentía por él no había muerto durante una década de separación?


El motivo por el que el dolor de la última humillación no había remitido durante diez años era que sus sentimientos hacia Pedro nunca habían sido un capricho adolescente, ni siquiera cuando estaba en el instituto. Era posible que entonces no supiera lo que era el amor, pero, de todas formas, lo había experimentado.


Era ésa la razón que la llevaba a pensar que lo estaba experimentando otra vez.


Desgraciadamente, discernir los sentimientos de su pasado no la ayudaba a averiguar qué tenía que hacer en el presente. A pesar de toda la pasión que habían compartido, cada uno de ellos continuaba caminando en direcciones diferentes. Y no sólo hablaba en términos geográficos.


Paula podría haber llegado a la conclusión de que estaba enamorada de él, ¿pero sentiría Pedro lo mismo por ella? 


No sabía si ni siquiera se permitiría albergar ningún sentimiento. Y teniendo en cuenta cómo había sido su vida, no le culpaba por ello.


De modo que lo único que le quedaba era un sentimiento no correspondido.


Obligándose a dejar de pensar en ello, Paula guardó todos los documentos que, estaba segura, habían falsificado, y salió de casa. Por culpa de la diferencia horaria, no podía llamar todavía a sus padres, pero pensaba hacerlo ese mismo día.


Pero antes, pasaría por la agencia de Boyd.


Cuando llegó, vio dos coches en el aparcamiento y pensó que Daniela estaría ya en el trabajo. Era una pena. 


Esperaba no tener que encontrarse con ella. De hecho, era ésa la razón por la que había decidido pasarse antes de las ocho. Intentando prepararse para el desprecio o el enfado que seguramente reflejaría la mirada de Daniela cuando la viera, entró en la oficina.


Pero no había nadie en la zona de recepción. O por lo menos eso pensó hasta que un ruido le hizo fijar la atención en la persona que estaba en la puerta que daba acceso al despacho.


—Probablemente deberías marcharte.


Al alzar la mirada, vio a Cora Dillon, la mujer de la limpieza que le había dado las llaves de su casa el día que había llegado al pueblo.


—Buenos días, señora Dillon —después, al verla con el rostro blanco como el papel, se acercó a ella—. ¿Se encuentra usted bien?


La mujer asintió y se llevó la mano a la cara. Estaba temblando.


—Dios mío, ¿qué es eso? —preguntó al fijarse en algo peludo que llevaba en la mano.


Cora, aturdida, bajó la mirada hacia su propia mano. Inmediatamente la abrió, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de lo que era.


Paula lo miró con repugnancia.


—¿Qué hacía usted con una rata en la mano?


Cora se limitó a sacudir la cabeza.


—Nada. No es una rata.


Al advertir algo parecido al miedo en la voz de aquella mujer, Paula arqueó una ceja con expresión interrogante.


Cora apretó entonces los labios y dejó escapar un largo suspiro. Después, señaló hacia el interior del despacho y le explicó:
—Es el peluquín del muerto que está en el despacho.






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