lunes, 5 de junio de 2017

CAPITULO 29




Cora Dillon había estado pensando en ello durante toda la semana, pero todavía no había encontrado la solución a su problema. Había cocinado, había rezado y había hablado con Bob sabiendo, por supuesto, que no la estaba escuchando, así que no tenía que preocuparse de que fuera a decirle lo que realmente tenía que hacer.


Estaba inquieta por lo que sabía sobre los últimos chanchullos de Jimbo Boyd y maldecía su propia capacidad para conseguir información.


A Cora le gustaba estar al tanto de las cosas, le gustaba sentarse tranquilamente en la cafetería y oír las conversaciones de las personas que tenía detrás de ella. O en la peluquería, mientras fingía que no oía nada más que el secador, pero lo apagaba en secreto para poder prestar atención a las conversaciones de la peluquera.


Pero eso no significaba que tuviera que hacer nada con las cosas que averiguaba. Podía conservar esa información, dejar caer alguna que otra cosa y disfrutar a solas de sus descubrimientos.


Por lo menos, a veces. En otras ocasiones, como en el caso de la chica de los Chaves, averiguaba cosas que merecía la pena contar. Al fin y al cabo, ¿no había demostrado tener razón? Al final, resultaba que la chica no sólo había vendido esas sucias fotos, sino que las había hecho ella. Clara lo había oído comentar en la iglesia en la reunión del miércoles, y la fuente era muy fidedigna.


Pero la información que tenía de Boyd le preocupaba. Y mucho. Porque aunque su hija no valiera nada, la madre de Daniela Brady había sido una de sus mejores amigas. Y no podía imaginarse siquiera lo que pensaría Lila de que su hija tuviera una aventura con el alcalde.


—Te agradezco que hayas venido, aunque te haya llamado en el último momento, Cora —oyó decir tras ella cuando estaba terminando de encerar el suelo del vestíbulo de casa de los Bob—. Especialmente un viernes.


Cora se enderezó, se llevó la mano a la espalda y miró a Helena Boyd, la mujer de Jimbo, que permanecía al pie de las escaleras en la mansión de los Boyd. Bueno, no era una mansión, pero era una casa enorme.


Helena era todo orden y pulcritud. Aquel día iba vestida con un respetable traje gris y un collar de perlas. Era una auténtica dama. Sí, aquélla era la palabra adecuada para describir a una mujer que encajaba perfectamente en la casa que había heredado de su padre.


A diferencia de su marido, aquel miserable mentiroso.


—Para mí, el viernes es un día como cualquier otro —respondió Cora—. Ahora que no viven mis hijos en casa, lo único que hacemos los viernes por la noche es cenar delante de la televisión.


Helena le dirigió una sonrisa que suavizó ligeramente la tensión de su rostro. De joven, antes de que Jimbo pusiera sus garras en ella, era una mujer muy guapa.


—Eres muy amable, Cora. Pero no quiero que tu marido te tenga que esperar.


Cora se limitó a encogerse de hombros. No se le había ocurrido siquiera en rechazar el trabajo cuando la primera dama de Joyful la había llamado. Al parecer, la mujer que normalmente se encargaba de limpiarle la casa se había puesto enferma y había alguna mota de polvo en la mesa del comedor de Helena Boyd. O una huella dactilar en el espejo de encima del sofá. El caso era que había que evitar que alguien pudiera decir que la casa de Helena no estaba perfecta.


Pero Cora tenía la sensación de que más de uno podría decir que eso era porque no era capaz de conservar un marido perfecto.


—El alcalde y yo hemos organizado un desayuno de oración para el domingo por la mañana —le explicó Helena.


Cora apretó los labios. Podía imaginarse perfectamente la clase de oración a la que había estado dedicándose Jimbo en el trabajo. Seguro que él no había sido el único que se había puesto de rodillas.


—Bueno, pues ya tiene todo preparado —dijo Cora, mientras terminaba de ordenar los productos de limpieza.


Cuando se estaba preparando para marcharse, Helena la siguió a la cocina, y estuvo preguntándole por su nieto. No por primera vez, ni por vigésima, Cora compadeció a aquella pobre mujer. Se preguntaba qué haría Helena si se enterara de lo que ocurría en el despacho de Jimbo.


Y se preguntó también qué diría el sheriff Brady si fuera consciente de lo que estaba haciendo su preciosa hija.


O qué pensaría Alfonso si supiera que el hijo de su hermano tenía una madre que andaba enredada en asuntos tan sórdidos. Y si su hermano podría regresar a la ciudad a hacer algo al respecto.


Se preguntaba qué diría Daniela de sí misma. Y qué podría ofrecerle Jimbo para intentar que mantuviera la boca cerrada.


Y, sobre todo, se preguntaba quién era la primera persona a la que se lo iba a contar.



****


Pedro fue el primero en oír que llamaban a la puerta. 


Después de que Paula y él hubieran disfrutado del mayor de los placeres, continuaban en el sofá, todavía unidos.


Al principio, pensó que lo que estaba oyendo eran los latidos de su corazón contra su pecho. Pero no, el sonido procedía de la puerta.


—¿Paula? Ha venido alguien.


Paula abrió los ojos inmediatamente.


—Oh, Dios mío.


—Chss —contestó Pedro, besando su rostro aterrado—. No abriremos.


Pedro no podía abrir. Ni siquiera podía moverse. A no ser que fuera para llevarla en brazos al dormitorio. Porque ya iba siendo hora de que Paula y él hicieran el amor en la cama.


No se había acercado a su casa esperando una cosa así. 


No, no esperaba nada parecido. Pero había ocurrido. Diez años de preguntas, de espera y de deseo habían culminado en un clímax explosivo y no iba a cometer la tontería de cuestionarse lo ocurrido.


Pedro no sabía qué podía significar aquello, además del hecho de que, después de haberlo hecho una vez, no iba a poder descansar hasta que pudiera repetirlo. Pero más allá de eso, ¿quién sabía lo que podía pasar? El tiempo los había convertido en personas diferentes. Ya no eran dos adolescentes ingenuos movidos por las hormonas y los sentimientos heridos. Y ya no había nadie más involucrado en su relación.


El futuro parecía... bueno, si no brillante, por lo menos posible. Paula Lina había regresado a Joyful. Había vuelto a casa por su propia voluntad. Quizá, no pudo menos que preguntarse, porque ella también se había dado cuenta de que había dejado un asunto sin cerrar.


Fuera cual fuera la razón, ambos eran adultos y responsables. Dos personas libres de tomar sus propias decisiones. El hecho de que Paula hubiera elegido Joyful, y le hubiera elegido a él, decía muchas cosas sobre lo mucho que había cambiado. Ya no era una adolescente mimada que tenía que esconderse de sus padres para hacer su propia vida.


Y eso era algo positivo.


Sin embargo, Pedro no tuvo muchas oportunidades de pensar en cosas positivas. Porque un segundo después, oyó que volvían a llamar a la puerta.


Al parecer, a la persona que estaba llamando no le importaba mucho que hubieran abierto o no. Y antes de que pudiera pensar siquiera en sugerir que se pusieran más cómodos. O que, por ejemplo, le dejara quitarse los pantalones del todo, oyó el clic que indicaba que el pomo de la puerta había comenzado a girar.


No había echado el cerrojo.


Alguien estaba a punto de ver algo grandioso. Su trasero desnudo y las piernas de Paula alrededor de su cintura.


De modo que se levantó de un salto, agarrando los pantalones con una mano y a Paula con la otra y tiró de ella, sintiéndose como un niño al que acabaran de atrapar escapándose de casa de sus padres.


—Vete —le ordenó a Paula, empujándola hacia el pasillo mientras se ponía los pantalones y se subía la cremallera.


Aquel gesto podía haber sido muy peligroso, teniendo en cuenta que continuaba sintiendo su miembro como si estuviera a punto de explotar. Tenía la sensación de que si no les hubieran interrumpido, podría haber vuelto a hacer el amor sin necesidad de abandonar el dulce cuerpo de Paula.


—Pau, sé que estás aquí, tengo que verte —oyó decir a alguien.


Pedro dio media vuelta justo a tiempo de ver a Clara Deveaux entrando en casa acompañada por su hija.


Clara tenía el rostro ligeramente hinchado y los ojos brillantes. Pero el rubor de sus mejillas llegó justo después de que se diera cuenta de lo que había pasado. E inmediatamente después, abrió los ojos como platos.


—Oh, Dios mío —susurró, llevándose la mano a la boca.


Exacto. Aquello lo resumía todo. Él sin camisa. El vestido de Paula desgarrado en el suelo. Su sujetador colgando del brazo del sofá y sus bragas sólo Dios sabía dónde. Y la habitación olía a cuerpos sudorosos y a sexo.


No. No había muchas posibilidades de que Clara pudiera confundir lo ocurrido con ninguna otra cosa.


—Yo, lo siento mucho —susurró Clara, e inmediatamente comenzó a dirigirse hacia la puerta—. No pensaba que...


—Dale un minuto a Paula, ¿de acuerdo? —replicó él, desviando la atención hacia Eva, que miraba con curiosidad a su alrededor.


Si la niña encontraba las bragas de Paula, a él le iba a dar un ataque.


—No, no, no pasa nada. Sólo pasaba por aquí —Clara se mordió el labio—. Eh, dile que volveré más tarde.


—Mamá, ¿vas a sacar pronto las maletas del coche? Quiero jugar con mi muñeca Dora.


Maletas. Dios santo, ¿maletas? ¿Y la cara empapada en lágrimas?


Oh-oh. Aquello era una crisis matrimonial. Había visto suficientes como para estar seguro. Por mucho que quisiera que Clara se marchara y se llevara con ella a aquella niña de mirada curiosa, sabía que no podía hacerlo.


Así que se agachó, agarró la camisa y tiró de ella.


—Paula no tardará en volver. No te vayas —le ordenó.


Clara no parecía tener muchas ganas de discutir. Continuaba mirando a su alrededor con los ojos abiertos como platos. Sobre todo cuando los fijó en el vestido desgarrado de Paula.


—Eh...


—Ahora mismo vuelvo —dijo Pedro.


Agarró el vestido y el sujetador y se dirigió hacia la puerta. 


Esperaba que al menos a Paula se le hubiera ocurrido esconder las bragas entre los cojines del sofá, porque él no las veía por ninguna parte.


—¿Quién era? —le preguntó Paula, envuelta en una bata rosa, en cuanto Pedro llegó al final de la escalera. Su expresión de vergüenza no ocultaba del todo su diversión—. Dime que por lo menos no nos ha pillado alguien que venía haciendo apostolado de su religión.


Pedro sonrió de oreja a oreja.


—No. Aunque a lo mejor podría habernos servido de algo el que tú estuvieras pidiendo clemencia a las alturas.


Paula arqueó una ceja.


—Me temo que ése eras tú.


—No, yo era el que estaba gritando aleluyas dando gracias por los aparatos de aire acondicionado y los duros veranos de Georgia.


La sonrisa de Paula desapareció para ser sustituida por una expresión de desconcierto.


—Oh, Pedro, ¿qué demonios hemos hecho?


Pedro arqueó una ceja.


—¿Quieres el término técnico?


—¿Quieres terminar con un ojo morado? —Paula se pasó la mano por aquellos rizos revueltos que parecían estar suplicándole a Pedro una caricia.


—Lo que hemos hecho ha sido combatir el calor —admitió por fin—. Y contestar algunas preguntas que han estado flotando a nuestro alrededor durante los últimos diez años.


Como, por ejemplo, si realmente había sido tan increíble como lo recordaba. O si era posible que Paula fuera tan dulce, tan carnal, tan maravillosa.


Y la respuesta era sí. Claro que sí.


Pero Paula estaba sacudiendo la cabeza.


—Yo no pretendía... Esto no significa que...


Pedro tensó la barbilla.


—Ha pasado lo que ha pasado, Paula Lina. Así que, al diablo con lo que pretendíamos o con los arrepentimientos.


—No me arrepiento —respondió Paula, sorprendiéndole. 
Pedro había imaginado que Paula preferiría volver a caerse en medio del supermercado a ser sincera—. Pero te aseguro que en lo último en lo que estaba pensando cuando vine aquí a esconderme era en hacer el amor contigo.


Aquellas palabras volvieron a sorprenderlo.


—¿A esconderte?


Paula se ató la bata con fuerza y bajó la mirada hacia el suelo.


—No, sólo era una broma.


Sintiendo que estaba a punto de averiguar las razones por las que realmente había ido a Joyful y por las que pensaba quedarse, Pedro la agarró por la barbilla y le hizo alzar la cabeza. Cuando se miraron a los ojos, le pidió:
—Cuéntamelo.


Tras exhalar un pesado suspiro, Paula admitió:
—Perdí mi trabajo y mis ahorros. Perdí a mi mejor amiga. Lo perdí todo. Estoy en la miseria y en una situación en la que nadie quería contratarme. Así que decidí volver a Joyful para... no sé, para esperar a que escampara la tormenta.


Pedro se quedó sin habla. Era lo último que esperaba. A Paula siempre se lo habían servido todo en bandeja de plata, nunca le había faltado de nada. Le costaba creer que una persona como ella pudiera encontrarse en esa situación.


Paula pareció advertir su incredulidad.


—Es verdad —desvió la mirada y enredó un rizo de su pelo en el dedo—. Pero hoy... bueno, digamos que me siento mucho mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. Me he sentido muy sola, perdida y asustada —le dirigió una pícara sonrisa—, además de caliente.


Aquel sugerente comentario no tuvo el efecto que, probablemente esperaba. Aquellas bromas no podían hacerle olvidar lo que Paula acababa de admitir.


Estaba sola y hundida. Necesitaba un salvador, alguien que le hiciera sentirse mejor. Alguien en quien apoyarse.


La misma historia de siempre. Una vez más, estaba representando el papel de héroe para Paula Lina Chaves. En aquella ocasión, no se había presentado en su casa con un ramo de flores para llevarla al baile. En cambio, había conseguido olvidar sus preocupaciones compartiendo con ella unos minutos de sexo.


Pedro cerró los ojos, tomó aire y apartó la mano de su pelo.


Paula no pareció advertirlo, porque le preguntó en un tono completamente natural:
—¿Quién estaba llamando a la puerta, Pedro?


Pedro por fin recordó por qué había ido a buscarla. Le había bastado verla con aquella bata rosa para olvidarse de que ya no estaban solos en la casa. Y tras su confesión, se había olvidado de todo, salvo de lo vacío, furioso y utilizado que se había sentido la última vez que había sido suficientemente estúpido como para enredarse con Paula.


En aquella ocasión no era a él a quien Paula deseaba. Ella quería a Nico. Y tampoco le había buscado a él aquella tarde. Paula sólo quería un cuerpo que la consolara.


Si aquélla hubiera sido una situación normal, probablemente Pedro hubiera pasado lo último por alto, se la habría llevado a la cama y habría hecho el amor con ella todas las veces que necesitara. Pero con Paula no.


No podía hacerlo otra vez. Cuando era un joven estúpido le había desgarrado el corazón. No podía ni imaginar el daño que sería capaz de hacerle diez años después.


No, ya no más.


—Era Clara —respondió, esforzándose por mantener la voz firme—. Está... en el piso de abajo. Creo que tiene problemas y necesita una amiga.


Bien por Clara. Porque él no podía quedarse allí y permitir que Paula averiguara lo que le estaba rodando por la cabeza. Que, por supuesto, no era que terminaran gritándose el uno al otro como la noche del baile.


Había madurado, ya no necesitaba enfrentarse a Paula. Sólo necesitaba alejarse de ella.



CAPITULO 28




«Quédate»


Paula sabía perfectamente lo que estaba diciendo con aquella simple palabra. Era consciente de la clase de puente que estaba cruzando, pero no le importaba.


Porque no solamente iba a pedirle que se quedara en casa. Iba a ordenarle que aliviara su hambre. Que le diera lo que necesitaba. Que le hiciera el amor.


En ese mismo instante.


Pedro dejó caer los documentos que sostenía en la mano. 


Las hojas revolotearon empujadas por la corriente y aterrizaron debajo de la mesita del café. Pedro acortó la distancia que los separaba con dos grandes zancadas y la envolvió en sus brazos en el tiempo que tardó Paula en tomar aire. Devoró entonces su boca, mostrándole con un beso voraz la fragilidad de su capacidad de control.


El control de Paula había desaparecido por completo cuando había abierto los ojos y le había descubierto mirándola con un puro y absoluto deseo. Jamás había visto una mirada como aquella en el rostro de un hombre. Una mirada con la que parecía estar diciéndole que preferiría perder un brazo a tener que esperar un segundo más para acariciarla. Una expresión desenfrenada que le decía que su mente había perdido completamente el control de las acciones de su cuerpo.


Y de qué cuerpo. Que Dios se apiadara de ella...


El cuerpo del único hombre al que había deseado más allá de la razón.


Le deseaba con todas sus fuerzas. Lo quería todo.


Pedro enredaba una mano en su pelo mientras con la otra le sujetaba la cabeza para continuar devorando su boca. Sus lenguas se encontraron y danzaron juntas, acariciaron y fueron acariciadas mientras sus cuerpos se fundían en una única forma.


Aquello era lo que Paula anhelaba, lo que su cuerpo había estado pidiéndole a gritos cuando había intentado satisfacer su apetito con chocolate, con un sucedáneo del azúcar y aire frío. Pero Paula ya no quería dulce, quería algo peligrosamente picante. Ya no quería frío, quería un calor crepitante. Y que el cielo la ayudara, porque como Pedro mostrara el menor indicio de dulzura, sería capaz de morderle como había amenazado con hacer el otro día.


Pedro parecía saberlo, porque no se mostró tan delicado y cuidadoso como lo había sido años atrás. Sus gemidos eran guturales. Su boca, sus labios... su lengua, se mostraban implacables, demandantes. Incontenibles. Sus besos eran fuertes, húmedos y tan profundos como si quisiera devorarla, engullirla, hacerla desaparecer dentro de él.


Pero aquel privilegio era suyo.


—Tócame —le ordenó, abriendo la boca contra la suya y gimiendo de deseo.


Pedro alzó su mano libre hasta el vestido. Paula oyó que se desgarraba mientras se lo quitaba, pero no le importó.


—Dime lo que estabas pensando antes de verme —musitó Pedro mientras se inclinaba para cubrir de besos su rostro y su cuello.


Paula apenas podía pensar una respuesta.


—Tenía calor...


—Estabas ardiendo —siseó Pedro, mordisqueándole la oreja.


—Me sentía inquieta.


—Anhelante.


—Estaba desando hacer esto —consiguió susurrar Paula mientras él le mordisqueaba el cuello.


—Lo sé.


Entonces cerró la boca y se concentró en continuar quitándole el vestido hasta dejarlo a sus pies. Paula apenas había tenido tiempo de apartarlo de una patada cuando Pedro posó una mano en su costado. Descendió para acariciarle el muslo y siguió bajando hasta agarrarle la pierna a la altura de la rodilla. Se la alzó y la apoyó en su cadera, invitándole a arquearse contra él.


—Oh, sí —gimió Paula en el instante en el que la parte más hambrienta y húmeda de su cuerpo coincidió con la firme erección de PedroPedro le rodeó la cintura con el brazo y Paula se inclinó hacia atrás, rozando el cuerpo de Pedro


Éste respondió con un gemido antes de inclinarse sobre ella y cubrirle el pezón con la boca. El húmedo calor de su boca contra el encaje del sujetador obró locuras en su pezón y encendió chispas en todo su cuerpo. Paula tuvo que restregarse contra él para poder encontrar algún alivio a su deseo.


—¿Quieres llegar tú sola al orgasmo o quieres hacerlo conmigo?


—¿Podría ser de las dos formas?


Pedro rió con voz ronca y succionó la sensible punta de su seno, deslizando la lengua una y otra vez sobre ella.


Oh, Dios santo. Estaba siendo completamente devorada. La presión comenzó a crecer hasta alcanzar límites de locura. 


Bastaba con su caricia, con sus manos, con sus labios para que Paula temblara.


Su respuesta a aquella pregunta tan sexy no iba muy desencaminada.


Pedro le soltó la pierna para poder desabrocharse los pantalones y liberar su miembro. Le apartó las bragas hacia un lado y cuando se deslizó contra aquella piel húmeda y caliente, el cuerpo entero de Paula se estremeció de placer.


—Vamos, córrete —le ordenó.


Y Paula obedeció.


Pedro volvió a besarla, ahogando los gritos de su orgasmo, saboreándolos, devorándolos.


Paula tenía la sensación de que las piernas se le habían transformado en gelatina y Pedro pareció darse cuenta porque fue haciéndole retroceder poco a poco hasta chocar contra el sofá. Paula permaneció allí tumbada, jadeante e intentando recuperarse del orgasmo mientras Pedro se quitaba la camisa.


Aunque acababa de satisfacer su deseo, le bastó ver aquel cuerpo tan increíble para que comenzara a renacer. La dureza de su pecho, los brazos... la fuerza que reflejaba cada uno de sus músculos. Los dedos le dolían de ganas de acariciarle.


Bajó la mirada y se quedó boquiabierta cuando vio aquella parte de su anatomía a la luz del día.


—Oh, Dios mío.


Era algo completamente delicioso, duro, tenso, que asomaba por la cremallera de sus pantalones y prometía un calor viril y palpitante al ser acariciado.


Así que Paula lo acarició. Ignorando el gemido de Pedro, tomó su miembro y lo presionó ligeramente hasta que los gemidos de Pedro se convirtieron en un desenfrenado murmullo. Pedro echó la cabeza hacia atrás con todo el cuerpo en tensión.


—Ya basta, Paula. Para.


Paula sabía lo que Pedro estaba haciendo. Sabía lo cerca que estaba de llevarle al límite. Y saberlo la volvía loca de placer.


—Ahora, Pedro. Quiero que lo hagamos ahora.


Pedro bajó la mirada y la contempló con los ojos entrecerrados. Soltó otra de sus sensuales carcajadas y se llevó la mano al cinturón.


—¿De verdad?


—Sí. Quiero que lo hagamos ya.


—Te has vuelto muy autoritaria, Paula.


—Y estoy a punto de volverme violenta —dijo Paula con un gruñido de impaciencia.


Alargó la mano hacia él y le ayudó a bajarse los pantalones y los calzoncillos hasta las rodillas. No estaba dispuesta a perder los preciosos segundos que se necesitaban para quitárselos del todo.


Temblaba de anticipación. Intentando que bajara hacia ella, le agarró por las caderas y dobló las piernas en el sofá en una abierta invitación.


—Espera, no tengo...


—Tomo la píldora —replicó ella.


—Gracias a Dios —musitó Pedro.


Después, en vez de colocarse sobre ella, como le estaba pidiendo Paula sin necesidad de palabras, se arrodilló enfrente del sofá y tiró de Paula suavemente para que se sentara frente a él. Entonces la besó. Intercambiaron una nueva oleada de frenéticos besos mientras Pedro colocaba las manos bajo sus rodillas y la acercaba a él centímetro a centímetro. Hasta que al final, Paula quedó apoyada en el borde del sofá, con los pies en el suelo y las piernas abiertas, mostrando su sexo húmedo y anhelante.


Cuando por fin se hundió en ella, llenándola completamente, Paula dejó escapar un gemido. Cerró los ojos, contuvo la respiración y se concentró en las increíbles sensaciones que sacudían su cuerpo.


Pedro la sujetaba por las caderas, sosteniéndola sobre él. Y entonces empezaron a moverse hacia arriba y hacia abajo, adaptando los ritmos de sus cuerpos.


—Pedro, sí —dijo Paula, echando la cabeza hacia atrás y arqueándose contra él.


—¿Estás satisfecha? ¿Era esto lo que querías?


—Por lo menos es un principio —farfulló Paula, y gimió cuando Pedro volvió a embestir otra vez.


Empujaba con fuerza, hundiéndose tan profundamente en ella que Paula tenía la sensación de que jamás volvería a salir.


Y así continuaron. Con movimientos rápidos, intensos.


Paula le rodeaba el cuello con los brazos y él posaba las manos en sus caderas y en sus muslos. El aire frío del aparato de aire acondicionado era incapaz de bajar la temperatura de sus cuerpos, pero Paula descubrió de pronto que ya no le importaba el calor. Saboreó el sudor de su piel, sentía sus pieles resbaladizas, y le gustaba. Le gustaba mucho.


—¿Era en esto en lo que pensabas cuando estabas acariciándote? —le preguntó con voz ronca.


Paula asintió, incapaz de mentir.


—Quería que me llenaras completamente.


—¿Y qué habrías hecho si no hubiera aparecido?


Paula sonrió con malicia y apretó los músculos del interior de su cuerpo, arrancándole un gemido.


—¿Te gustaría saberlo?


Pedro asintió, hundió las manos en su pelo y acercó su boca a la suya para darle un beso. Aminoró el ritmo de sus caricias y la besó lánguidamente, adaptando los movimientos de su lengua a las lentas y cada vez más profundas embestidas de su cuerpo. Cuando apartó la boca de sus labios, susurró:
—Sí, me gustaría saberlo. Tendrás que enseñármelo alguna vez.


Oh, Dios, sí. Paula estaba dispuesta a enseñarle cualquier cosa a cambio de que no se detuviera, de que no pusiera fin a aquel delicioso placer.


Musitó algo incoherente, le rodeó las caderas con las piernas y, presionando las pantorrillas contra su espalda, lo hundió más profundamente en ella.


Comenzó entonces a temblar, a gemir mientras sentía la sacudida de un nuevo orgasmo. Hundió los dedos en sus hombros y lo sostuvo contra ella mientras alcanzaba por segunda vez el clímax.


Entonces, Pedro también pareció perder el poco control que le quedaba, porque embistió con fuerza, tomó sus labios y dejó escapar un gemido de intensa satisfacción contra ellos.