A pesar de que le había asegurado a Pedro que podría ocuparse ella sola del asunto del club, Paula necesitaba ayuda. Había intentado acercarse al Ayuntamiento para revisar el registro de la propiedad, pero no estaba disponible.
Los trabajadores de la administración trabajaban a la misma velocidad que todo el mundo en Joyful. Lo cual quería decir que no comenzaban realmente la jornada hasta diez minutos antes del almuerzo. Y mentalmente la cerraban media hora antes de regresar a sus casas.
Paula imaginaba que hasta los vigilantes de la cárcel debían ser más serviciales y amables.
Para empeorar la situación, su búsqueda de empleo continuaba siendo infructuosa. Para cuando llegó a casa el viernes por la tarde, estaba cansada, frustrada, y continuaba sin tener trabajo.
—No me puedo creer que no haya nadie en el pueblo que esté buscando un trabajador —musitó mientras se quitaba las sandalias.
La suavidad del suelo de madera contra los pies resultó de gran alivio después de otro sofocante día de junio.
Como no estaba segura de poder pagar el recibo de la luz el próximo mes, había decidido prescindir del aire acondicionado que su abuela había instalado diez años atrás. Sin embargo, aquel día, no pudo resistirlo. Se acercó al aparato, situado enfrente de la ventana, y encendió el interruptor. Fue inmediatamente recompensada por una bocanada de aire frío. Cerró los ojos y dejó que el frío bajara la temperatura de su piel recalentada por el sol. Y de su genio.
Desde luego, Paula no esperaba conseguir un trabajo para siempre, ni tampoco nada que se ajustara a su preparación.
Por lo que ella sabía, no había agencias de bolsa en Joyful.
Pero, caramba, ni siquiera había conseguido trabajar como cajera en el supermercado.
Por supuesto, tampoco había solicitado ese puesto. El recuerdo de los rostros de aquellas cajeras el día que había llegado al pueblo no la animaba a pasarse por allí. Aun así, lo había intentado en otros muchos sitios y las reacciones siempre habían sido las mismas: o se la quedaban mirando boquiabiertos, o se reían abiertamente o, incluso, la trataban con cierta rudeza.
Por lo visto, en Joyful todo el mundo continuaba viéndola como una forastera rica. Quizá pensaban que lo de que estaba buscando trabajo era broma. Desde luego, tanto la peluquera como sus clientes debían estar convencidas de que no iba en serio, porque cuando se había pasado por allí con intención de aspirar a un puesto de aprendiz, se habían reído a carcajadas.
Con excepción del año anterior, en el que había tenido la cabeza rapada, llevaba mucho tiempo lavándose el pelo. No creía que hiciera falta una especial preparación para llevar a cabo ese trabajo. Pero al parecer, según la propietaria de la peluquería, más de la que Paula tenía. Aunque, sin dejar de reír, le había dicho que si se presentaba con una de las tartas de nueces de su abuela a lo mejor podía reconsiderarlo.
Hablando de lo cual... Paula todavía no había encontrado las recetas. Aunque tampoco tenía tiempo para dedicarse a hornear... o para comprar los ingredientes.
Dirigió una mirada fugaz al contestador, rezando en silencio para que le hubieran dejado algún mensaje. La luz roja no parpadeaba, pero a lo mejor se había fundido. Conteniendo la respiración, presionó el botón del contestador.
Nada. Ni un solo «hemos recibido su solicitud y le avisaremos cuando tengamos algo disponible». Ni siquiera un «eh, me he enterado de que has vuelto al pueblo y estoy deseando verte en la reunión de ex alumnos».
Nadie se había presentado en su puerta llevándole magdalenas. Las únicas llamadas que había recibido en toda la semana habían sido de Clara. Y a pesar de todos los mensajes que le había dejado, no había tenido noticias de Jimbo Boyd.
Paula estaba empezando a preguntarse si se habría vuelto invisible.
Sabía que tampoco tenía mucho sentido encender el ordenador para ver si tenía algún mensaje electrónico respondiendo a los currículums que había enviado en Nueva York a diferentes empresas. Hasta que no hubiera acabado la investigación, tanto ella como sus ex compañeros de trabajo no tenían nada que hacer en el mundo de las finanzas.
Y tenía que admitir que lo peor de todo, lo que realmente le dolía, era que tampoco había vuelto a saber nada de Pedro desde el miércoles, cuando había cedido a aquel impulso sadomasoquista y le había besado.
Besar a Pedro siempre terminaba siendo una fuente de problemas. En aquella ocasión, la había dejado temblorosa, vacía y confundida durante cuarenta y ocho horas.
Podría no haberle visto, pero desde luego, había oído muchas cosas sobre él. Las mujeres de Joyful disfrutaban hablando de los atractivos del fiscal del condado, sobre todo cuando Paula estaba cerca. Había oído hablar de él en el
banco, a las mujeres del salón de belleza, a las camareras de la cafetería... Todas ellas se las habían arreglado para mencionarlo delante de Paula. Era extraño que nadie le hubiera preguntado abiertamente si había disfrutado del sexo el día del baile de promoción.
Pero la culpa era suya. Suponía que más de uno había sido testigo del beso que le había dado a Pedro en plena calle...
Intentando no pensar en aquel beso, se dirigió a la cocina y bajó la lata de café en la que la abuela Paulina guardaba el dinero. Todavía quedaban bastantes billetes, principalmente, porque Paula apenas había gastado dinero durante aquella semana. Sobrevivía prácticamente a base de lechuga y café.
Motivo por el cual estaba a punto de perder la cabeza con un antojo: chocolate. Lo necesitaba. Lo necesitaba terriblemente y cuanto antes. El sexo podría haber sido una alternativa, pero no tenía manera de garantizarlo.
Desgraciadamente, no tenía ni con quién disfrutar del sexo ni una mísera onza de chocolate. Nada. Ni barritas de chocolate, ni restos de caramelo en la nevera, ni una mísera botella de sirope que llevarse a la boca.
Le parecía patético montarse en el coche y acercarse al centro del pueblo para comprarse una barrita de chocolate, pero estuvo considerando muy en serio aquella posibilidad.
Afortunadamente, descubrió unas tabletas del chocolate que se utilizaba en repostería justo al lado de la harina y la vainilla en una de las estanterías de la despensa.
Sí, con eso serviría.
Agarró la caja, la abrió e inspeccionó su interior.
—Esto puede valer.
Pero en realidad no servía, como pudo comprobar cuando mordisqueó una esquina. Le faltaba el azúcar.
En la despensa de Paulina todavía quedaba algo de azúcar cuando Paula había llegado, pero una de las primeras cosas que había hecho había sido utilizarla para prepararse una jarra de té. Había sido una delicia después de haber estado bebiendo durante tanto tiempo esa porquería que en Manhattan llamaban té frío. Pero había acabado el azúcar.
Sin embargo, en la despensa, había también unos sobrecitos de edulcorantes. Y cuando la necesidad apretaba...
—Qué demonios.
Se puso a trabajar y pronto descubrió que el chocolate de repostería con aquél sustituto del azúcar, definitivamente, no era orgásmico. Y, desde luego, tampoco era una mezcla realmente sabrosa. Pero eran una solución barata y la tenía en casa. Y, además, contenía chocolate.
Después de comer todo lo que pudo de una de aquellas pastillas, todavía se sentía hambrienta.
—Es por culpa del calor —se dijo.
Aquel calor estaba poniéndola nerviosa y tensa. Eso era todo. Lo único que necesitaba era tranquilizarse. Aunque un poco de azúcar tampoco le sentaría mal.
Sacó la jarra de té de la nevera, se sirvió un vaso y lo llenó
de hielo hasta los topes. La frialdad del hielo le proporcionó un dulce alivio en las yemas de los dedos, así que se acercó el vaso a la cara. Cuando sintió el frío en la sien, suspiró de placer.
Bebió un sorbo de té y regresó al salón, a disfrutar del aire acondicionado. El calor era espantoso. En Nueva York, el calor también podía ser sofocante, particularmente cuando la ciudad se llenaba de millones de turistas. Pero lo de Georgia era insoportable.
Eso explicaba que se sintiera de esa forma. Acalorada, inquieta.
—¿Y excitada? —se preguntó en voz alta.
A lo mejor. Pero sólo un poco.
Sin que pudiera hacer nada para evitarlo, se filtró la imagen de Pedro en su cerebro. Volvió a beber un sorbo de té, recordando el momento que habían compartido en el salón, después de que la llevara a su casa. Paula sabía exactamente lo que estaba pensando Pedro, porque ella estaba pensando lo mismo.
En el beso.
En la locura que les había hecho perderse el uno en el otro en la mesa de la cocina. Y en el cenador. Y en la calle.
En cualquier parte. En todas partes.
—Deja de pensar en él —se ordenó, consciente de que sólo le serviría para aumentar la frustración y la sensación de soledad.
Era patética. Completamente sola, devorando un sucedáneo de chocolate y azúcar y colocándose delante del aire acondicionado para encontrar algo de satisfacción durante una solitaria tarde de viernes.
Se acercó un poco más a la abertura del aparato, lo puso al máximo y dejó que el aire frío acariciara su nuca. Si ésa iba a ser su única diversión, haría bien en disfrutarla. Alargó la mano y se desabrochó los primeros botones del vestido. El vestido cayó y el aire helado acarició la curva de sus senos.
—Mmm —suspiró otra vez mientras se acercaba el vaso a los labios.
Pero todavía no tenía suficiente frío. Quería desnudarse, hundirse en una piscina de agua helada. O salir hasta el lago y nadar desnuda, como había hecho con Clara en un par de ocasiones cuando estaban en el instituto.
Pero Joyful ya tenía bastante con haberla visto desnuda en una ocasión. No tenía piscina y la ducha era un pobre sustituto. Así que tendría que conformarse con el aparato de aire acondicionado y el hielo.
Se agachó ligeramente y se levantó el vestido hasta dejar las piernas desnudas, permitiendo que el aire se dirigiera directamente hasta sus bragas rosas. Probablemente, la abuela Paulina nunca se había imaginado que su aparato de aire acondicionado podía llegar a utilizarse de aquella manera. Pero para Paula, era la pura gloria.
Tenía las piernas empapadas en sudor y el alivio fue inmediato. Levantó un pie, lo colocó en la silla más cercana y echó después la cabeza hacia atrás, dejando que el frío refrescara los rincones que tenía más calientes.
El rostro, el pecho, la garganta, los muslos... Entre los muslos.
Pero aquella caricia conjuró la imagen de Pedro en su cabeza, aumentando al hacerlo su calor.
Pedro era el culpable de que estuviera en aquel estado.
Porque pensar en él había sido suficiente para que fluyeran en ella deseos que ningún aparato de aire acondicionado podía solucionar.
Levantó otra vez el vaso y se acarició con él la mejilla y la garganta, dejando que una gota de condensación se deslizara por su pecho y buscara refugio entre sus senos. Y consiguió entonces comenzar a refrescarse, a relajarse, a disfrutar libremente de aquella sensación.
Dios, era una maravilla. Una sensación casi decadente. Tan deliciosa que lo único que podía hacer era cerrar los ojos y deleitarse en ella, concentrarse en el placer de aquella frialdad sobre su piel, en el susurro del aire y el zumbido del aparato, que ahogaban cualquier otro sonido.
Ésa fue la razón por la que no oyó nada más que el sonido de su propio pulso rugiendo por sus venas hasta que abrió los ojos y vio a Pedro Alfonso.
****
Pedro no había imaginado que podría disfrutar de su propia versión del paraíso cuando el viernes por la tarde había decidido acercarse a casa de Paula para hablar de la propiedad de su abuela. Diablos. Ni siquiera había decidido todavía cuál sería aquella versión.
Eso dependería de lo que ocurriera en los próximos noventa segundos.
No podía apartar su mirada hambrienta de Paula, que prácticamente ronroneaba de satisfacción mientras se refrescaba delante del aparato de aire acondicionado.
Estaba jugando con la humedad del vaso, frotándolo con las yemas de los dedos y tocándose después la garganta, las muñecas o detrás de las orejas, como si se estuviera aplicando un caro perfume.
Paula no necesitaba ningún perfume. Siempre había emanado de ella una fragancia dulce. Pedro sabía que si daba un paso adelante e inhalaba su aroma, su cabeza se llenaría de toda aquella dulzura. Por no hablar de la embriagadora y almizcleña esencia de una mujer excitada.
Porque estaba excitada. Por su forma de frotar aquella humedad contra su piel, por su forma de entreabrir los labios dejando escapar pequeños suspiros de placer, era la viva imagen de una mujer excitada.
Aquél era un momento intensamente personal. Sexual, aunque estuviera a solas. Pedro tenía la sensación de que si se quedaba allí tiempo suficiente, terminaría acariciándose como había estado deseando acariciarla él desde que una semana atrás había vuelto a su vida.
Debería haberse ido hacía rato. Debería haber dado media vuelta y haberse marchado en cuanto había visto que no contestaba a su llamada. Pero le había parecido verla por la ventana y se había preocupado al ver que no abría.
Así que había decidido hacer el papel de héroe una vez más.
Había abierto la puerta, sólo para asegurarse de que estaba bien. Y se había encontrado con uno de los momentos más eróticos de los que jamás había sido testigo.
Permaneció paralizado donde estaba, observándola y sabiendo que no era consciente de su presencia. Paula tenía el pelo gloriosamente revuelto alrededor de la cara.
Sus rizos acariciaban sus sienes y sus mejillas sonrosadas.
Echaba la cabeza hacia atrás con una expresión de pura satisfacción. Sus labios entreabiertos resplandecieron cuando los humedeció con la punta de la lengua.
Paula continuaba con los ojos cerrados. Al ver la pátina de sudor que brillaba en su cuello se le secó la boca.
Necesitaba saborear aquella piel, regodearse en el sabor salado de su cuerpo.
Cuando por fin consiguió apartar la mirada de sus labios, de su garganta y de su cuello, tenía todo el cuerpo tenso de anticipación.
Bajó la mirada.
Era una tortura Dios, aquello era una tortura.
Paula iba vestida, pero era como si no lo estuviera. Llevaba el vestido desabrochado y, teniendo en cuenta todo lo que revelaba, era como si no llevara nada encima. Una parte del vestido se había caído de tal manera que podía verse el encaje rosa del sujetador que apenas cubría su seno.
La otra parte había caído incluso más, mostrándole el territorio al completo. Pedro apretó los puños, deseando acariciarla, tocarla, abrazarla. Un pezón oscuro asomaba sobre el encaje en una dulce invitación. Entreabrió los labios al imaginarse rodeándolo con la boca. Saboreándolo.
Succionándolo mientras ella hundía las manos en su pelo y le suplicaba que no se detuviera. Como lo había hecho aquella noche.
Cuando Paula alzó la mano, Pedro supo lo que iba a hacer.
Observó en silencio mientras recorría con la mano todo su cuerpo, desde la cadera al cuello, rozando su seno con las yemas de los dedos. Un contacto ligero, la más leve de las caricias. Pero también tan abiertamente seductora que estuvo a punto de atragantarse mientras dejaba escapar otro gemido de placer.
El deseo humedeció entonces su boca. Un deseo voraz, insaciable. Pero fue cuando bajó la mirada para contemplar realmente el resto de su cuerpo cuando perdió completamente la cabeza.
Incluso desde aquella distancia, podía ver sus piernas, desde las uñas rosadas de sus pies hasta el final de aquellos muslos interminables. Continuó ascendiendo con la mirada hasta la tela rosa pálido de sus bragas que dejaba traslucir todos sus rizos. Hasta aquel lugar en el que, diez años atrás lo había descubierto, se fundían el cielo y la tierra.
Tenía una pierna inclinada ligeramente, exponiendo todos sus secretos. Parecía una diosa pagana, abierta, anhelante, húmeda. Dándose placer de cualquier forma en la que pudiera conseguirlo.
En aquel momento la deseaba más de lo que deseaba vivir otro día.
—¿Pedro?
No fue consciente de que había abierto los ojos hasta que la oyó hablar. Volvió a mirarla a los ojos y dejó que su rostro hablara por él.
Paula le comprendió perfectamente. No dijo una sola palabra, se limitó a mirarlo. Sin moverse, sin sonreír. Le bastaba con mirarlo con una intensidad que le indicaba que era perfectamente consciente de lo que podía pasar allí en cuestión de segundos.
Tenía los labios entreabiertos mientras tomaba aire con la respiración agitada. Y no hacía ningún esfuerzo por disimular.
Se mostraba con una libertad absoluta. Con los ojos abiertos. Con el vestido abierto. Con las piernas abiertas.
En una silenciosa y endemoniada invitación.
—¿Me voy o me quedo? —preguntó Pedro con voz ronca.
Si le decía que se marchara, se iría, pero no sin antes probar su dulce sabor.
Y si le decía que se quedara, estaría saboreándola durante todo el fin de semana.
—Quédate.
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