domingo, 28 de mayo de 2017
CAPITULO 3
Paula Lina Chaves llegó a Joyful a última hora de la tarde del viernes sin estar muy segura de si se alegraba de que el viaje hubiera terminado o si lamentaba no poder continuar conduciendo hasta Florida, hasta West Palm o las Keys.
Pero no iba a seguir. Joyful era su destino y a Joyful había llegado.
Por lo menos, nadie pareció advertir su presencia. Nadie asomó la cabeza para empezar a susurrar. Estaba bastante segura de que no había visto a nadie con el alquitrán y las plumas preparados. Aunque, por supuesto, aquellas prácticas ya estaban olvidadas.
O, al menos, eso esperaba.
Se miró en el espejo retrovisor y sofocó un gemido. Dieciséis horas conduciendo con la capota baja, bajo un sol resplandeciente habían tenido un efecto indeseable en un tinte de pelo de más trescientos dólares.
—Pero para ti ya se han acabado esos tintes, pequeña —le dijo a su reflejo.
Y también los almuerzos en los mejores restaurantes de Nueva York. Y las carísimas clases de cocinas que, inevitablemente, terminaban con un sonoro fracaso por culpa de la notoria incapacidad de Paula para manejarse en una cocina. Se habían acabado también los viajes al norte en otoño y las catas de vino en los mejores clubs, o el patrocinio de exposiciones para jóvenes artistas. Tampoco volvería a saber nada de las fiestas en su precioso apartamento de Manhattan.
Todo aquello se había terminado para siempre con una sola hora de reunión con su abogado.
—Estoy completamente arruinada —musitó, incapaz de oír su propia voz.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero prefirió culpar de ellas al viento. Por supuesto, no lloraba por el dinero que le habían robado. Y tampoco por todo el trabajo perdido.
Paulaa había recibido una invitación para regresar a Joyful dos semanas atrás, el mismo día en el que le habían dado la terrible noticia. Y le había parecido como poco curioso que la invitaran a regresar a Joyful para asistir a una reunión de antiguos alumnos el mismo día que se había enterado de que lo único que le quedaba en propiedad era la casa de su abuela.
No sabía si habría regresado a Joyful si su situación hubiera sido otra. Y no por las ridículas razones de adolescente que la habían mantenido alejada del pueblo durante años, sino, sencillamente, porque ya no tenía en aquel pueblo nada que pudiera considerar un hogar.
La abuela Paulina había muerto y, por lo tanto, lo que a ella le había quedado era sólo una casa, no un hogar.
La muerte de su abuela había sido un duro golpe para Paula del que todavía se estaba recuperando. Hasta entonces, había sido incapaz de enfrentarse a los recuerdos que encerraba aquella casa que su abuela le había dejado en herencia. Sus padres se habían ocupado de todo el papeleo legal relativo al testamento de Paulina y habían dejado la casa al cuidado del único agente de la propiedad del pueblo. Desde entonces, Paula había procurado no pensar mucho en ella.
—Pero ahora no me quedará más remedio que hacerlo —musitó mientras iba reencontrándose con sus recuerdos.
Al ver el antiguo aserradero de las afueras del pueblo, aminoró ligeramente la velocidad. Justo al oeste de allí, cerca de la autopista de Atlanta, estaba el terreno que le había dejado su abuela, un terreno con un bosquecillo de nogales de Macadamia que ya era suyo. Se le encogió el corazón en el pecho.
Sabía que pronto llegaría al Chat-n-Chew, un combinado de gasolinera y restaurante al que Paula y sus amigos del instituto iban a comprar cerveza. Decidió parar, necesitaba gasolina y una bebida fría, además de enfrentarse a los recuerdos que llegaban de todas direcciones. Algunos de ellos conseguían arrancarle una sonrisa, pero la mayoría iban cargados con la sombra de la tristeza porque los asociaba con Paulina.
Se le empañó la vista. Las lágrimas que se acumulaban en sus ojos comenzaron a resbalar por sus mejillas.
Estaba en casa, en Joyful. Pero la única persona que podía convertir aquel lugar en un hogar no estaba allí.
Parpadeó rápidamente. El cansancio del viaje le estaba poniendo sentimental. Cuadró los hombros, se pasó la mano por los rizos que enmarcaba su rostro y tomó aire. El aire era caliente, espeso, e iba cargado con todos los olores que siempre había asociado al Sur: el olor de la tierra, los pinos y la fruta de los huertos. Y las lágrimas se secaron inmediatamente.
Antes de llegar al Chat-n-Chew, recordó del pequeño parque al que se accedía por un camino de grava que pasaba por detrás de una casa solariega. Conteniendo la respiración, miró hacia allí. Pero sólo pudo ver una maraña de árboles y el tejado de una casa que asomaba por encima de ellos.
Pero sabía lo que se escondía tras aquel bosque. El parque.
El cenador. El ritmo de su respiración se hizo más rápido al recordar y un nuevo rostro se filtró entre las imágenes del pasado.
—Pedro—dijo, aunque le resultaba extraño pronunciar aquel nombre.
No había vuelto a pensar en Pedro desde hacía años.
Bueno, por lo menos, desde hacía semanas. Porque la verdad era que su sonrisa radiante y las chispas de sus ojos nunca habían estado demasiado alejadas de sus pensamientos.
Pedro Alfonso había sido su salvador y su ruina en una misma noche. Le había dado a Paula su primera clase sobre lo que era la pasión cruda y ardiente. Una clase que jamás había olvidado, y que nunca había sido capaz de repetir.
Y después le había enseñado lo que era la traición.
—El muy canalla.
¿Estaría todavía allí?
No, él odiaba aquel pueblo. Siempre estaba diciendo que quería marcharse para siempre de allí. Y Paula esperaba que lo hubiera conseguido.
CAPITULO 2
Aunque la enfurecía, Cora pasó la mañana dejando reluciente la casa de dos pisos de Paulina Chaves. Pero no tenía intención de darle el menor gusto a aquella nieta durante tanto tiempo desaparecida que, de repente, regresaba a Joyful para curiosear en la vida que había vivido su abuela.
Cora hablaba consigo misma mientras trabajaba. Y hablaba también con Paulina, aunque, la verdad fuera dicha, no habían sido muy amigas cuando la primera vivía. Entre otras cosas, porque Paulina había ganado durante cinco años seguidos el premio a la mejor tarta del pueblo cuando Cora se creía con más derecho al premio.
Pero aunque Cora no creyera en los fantasmas, imaginaba que era preferible asegurarse de que a Paulina no le molestaba que estuviera limpiando su casa. Sobre todo cuando comenzó a leer sus recetas de cocina.
—¡Maldita sea! —musitó al darse cuenta de que faltaban las mejores.
Paulina debía haberlas escondido. O, a lo mejor, las había memorizado y después las había quemado.
La propia Cora había intentado hacerlo en una ocasión, cuando había comenzado a sentir unos extraños dolores en el pecho y pensaba que se estaba muriendo. Cuando el médico le había dicho que sólo eran gases y ella se había dado cuenta de que se había olvidado de memorizar la receta de la ensalada de lombarda antes de quemarla, había entrado en cólera. Se había pasado días intentando recrearla, hasta que Bob había jurado que como volviera a colocarle una ensalada de lombarda delante, iba a terminar con ella de sombrero.
Decidida a continuar su búsqueda, Cora abrió un cajón del escritorio que tenía Paulina en el dormitorio.
Curiosamente, y a diferencia de lo ordenado que había encontrado el resto de la casa, estaba revuelto, como si alguien hubiera estado buscando algo en su interior.
Cora descartó inmediatamente aquel pensamiento y comenzó a rebuscar en el cajón. Un cajón que estaba lleno de recuerdos. Había cartas, fotografías y dibujos infantiles, seguramente obra de aquella jovencita escandalosa que no se había molestado en acudir al entierro de su abuela. Había también postales y recortes de periódico en los que aparecía el nombre de Paula Lina Chaves. Y, casi al final del cajón, descubrió un folleto de relucientes colores.
Cora Dillon contuvo la respiración y clavó la mirada en el folleto que tenía en la mano.
—Qué cosa más repugnante.
La nieta de Paulina Chaves aparecía haciendo proselitismo de unos cuadros de personas desnudas, y de estatuas de personas más desnudas todavía, en una galería de Nueva York que pretendía hacer pasar por arte la pornografía.
—Pues ya veremos lo que pasa cuando en Joyful se enteren de que la nieta de Paulina Chaves se dedica a vender cuadros pornográficos.
Aunque, teniendo en cuenta el escándalo que la obligó a marcharse, cuyos detalles estaba comenzando a recordar, probablemente a nadie le sorprendería demasiado.
No perdió el tiempo a la hora de hacerlo saber y, para la hora del almuerzo, todo el mundo estaba enterado.
Y para la una, las mujeres del club de brigde de Sylvia Stottlmeyer, hablaban divertidas sobre ello y rememoraban el escándalo que tuvo lugar en mayo del dos mil cinco.
Para las dos, los hombres que trabajaban en la fábrica de ensamblaje situada al norte del pueblo estaban especulando sobre la categoría que tendrían aquellas fotos. Se preguntaban si podrían catalogarlas como fotografías X o triple X, y si todavía estarían disponibles en Internet.
Para las tres, los dos rumores que corrían sobre Paula y la valla publicitaria se habían mezclado en el gran caldero de los cotilleos y, de pronto, todo comenzaba a cobrar sentido, porque, al fin y al cabo, la valla publicitaria del club estaba colocada en unas tierras que habían pertenecido a Paulina.
Para las cuatro, la idea de que Paula se ganaba la vida vendiendo fotografías pornográficas había sido sustituida por la certeza de que era ella la que aparecía en las fotografías y, a las cinco de la tarde, todos los habitantes de Joyful estaban convencidos de que la propietaria del futuro club de striptease que anunciaba la valla publicitaria era Paula Chaves, alias «la estrella del porno».
CAPITULO 1
—Paula Lina Chaves ha vuelto a Joyful.
Cora Dillon se preguntó si los años que llevaba durmiendo al lado de Bob, su marido, que hacía más ruido al roncar que el motor de un tractor, al final habrían tenido consecuencias.
Sin lugar a dudas, le estaba fallando el oído. Miró fijamente a Jimbo Boyd, cuyo rostro redondeado reflejaba un inconfundible engreimiento para el que Cora no encontraba razón alguna, teniendo en cuenta lo sinvergüenza que había sido de niño. Y en Joyful todo el mundo tenía bien claro que la infancia marcaba para siempre.
—Paulina Chaves —le corrigió Cora.
Jimbo asintió y buscó algo debajo de su mesa. Sacó un puñado de llaves agrupadas en un llavero con la marca del coche del que tan orgulloso estaba.
—Necesito que ventiles la casa y la limpies. Y quiero que lo hagas bien.
Cora se enderezó y lo miró con los ojos entrecerrados. Era increíble que aquel mocoso al que tantas veces había visto con los pantalones sucios se atreviera a decirle cómo debía limpiar una casa. ¿Acaso no llevaba más de diez años limpiándole la casa a él y a medio pueblo? Definitivamente, ese chico tenía algún problema. A lo mejor la gomina con la que tanto le gustaba peinarse le había afectado al cerebro.
—Así que Paulina Chaves ha vuelto al pueblo. Pues es increíble —respondió Cora con estoica calma—, teniendo en cuenta que lleva más de un año muerta.
—¿Muerta? No, no, Cora. No me refiero a Paulina . Me refiero a Paula Lina, su nieta.
—¿Su nieta?
Jimbo afirmó con la cabeza.
—Sí. La familia de su madre tiene dinero y la chica ha estudiado en el extranjero. De todas formas, el último año de instituto lo estudió aquí. Pero creo que han pasado ya más de diez años desde entonces.
Cora pensó en ello.
—Sí, es posible. Ese año se perdió el marido de mi hija pequeña y Bob y yo lo pasamos con ella. Siempre le dijimos que se había casado con un estúpido sin pizca de cerebro.
Jimbo adoptó una expresión de falsa compasión, pero Cora no se dejaba engañar.
—No sabía que tu hija pequeña hubiera enviudado.
Cora soltó un bufido burlón.
—¿Enviudar? Pero si ese hombre no murió. Yo he dicho que se perdió. Se emborrachó y estuvo vagando en el bosque durante días. Terminó en un manicomio, en Terra Haute. Así que nosotros nos quedamos una temporada ayudando a mi hija Cora y a los niños.
Jimbo hizo un ruido repugnante y a Cora casi le dolieron los dedos de las ganas que tuvo de darle una buena bofetada.
Pero no lo hizo. Jimbo Boyd era el propietario de la única agencia inmobiliaria de Joyful y le conseguía mucho trabajo.
Por no hablar de que era el maldito alcalde.
—Llegará hoy mismo, así que necesito que vayas a limpiar hoy.
Cora frunció el ceño.
—No recuerdo haber visto a la nieta de Paulina en el entierro.
—Porque no vino. Supongo que estaría enferma, u ocupada con algo.
Cora lo miró estupefacta. ¿Demasiado ocupada para ir al entierro de su abuela? Qué vergüenza. Tomó las llaves que Jimbo le tendía con expresión de mal humor. Pero se detuvo de pronto, al acordarse de un antiguo escándalo.
—Espera, esa chica de los Chaves es la misma que...
Jimbo asintió con ojos resplandecientes.
Cora sonrió con un gesto de suficiencia. No le extrañaba que la nieta de Paulina no hubiera tenido valor para volver a aparecer por el pueblo, teniendo en cuenta cómo había tenido que marcharse de allí.
—Bueno, supongo que podré dejar la casa suficientemente limpia para que Su Alteza quede satisfecha —dijo con ironía.
PROLOGO
—Pedro, tienes que ver esto. Han colgado un par de senos enormes encima de la salida veintitrés.
Pedro Alfonso, fiscal del condado, apenas alzó la mirada mientras continuaba echando gasolina en su todoterreno. Todavía era demasiado temprano para descifrar los balbuceos de Luis sobre sexo.
Si ese mismo comentario lo hubiera hecho cualquier otro, habría conseguido despertar su curiosidad. Pero estaba con Luis, propietario de las dos únicas gasolineras de Joyful, Georgia. Luis quizá no se acordara de cómo le apodaban en el instituto, pero tanto Pedro como la mayoría de la población femenina del instituto, todavía le recordaban como Luis el libidinoso.
—Toma, Luis —Pedro sacó un billete de veinte dólares del bolsillo y se lo tendió.
Pero Luis no le prestó atención. Continuaba mirando fijamente hacia el cielo. La curiosidad acabó picando a Pedro también. Siguiendo el rumbo de la mirada de su antiguo compañero de instituto, descubrió lo que había capturado su atención.
Luis tenía razón. Había una valla publicitaria con unos senos enormes en la salida de la autopista.
—Maldita sea —musitó Pedro sin poder creer lo que veían sus ojos. Y no pudo evitar añadir—: Bonito par.
Desde luego, los habitantes de aquel pueblo miserable iban a tener algo de lo que hablar cuando se despertaran. Sí señor, los habitantes de aquella cálida y almibarada población, tan falsamente dulce como un caramelo de limón, se asomarían a la ventana mientras engullían los cereales de la mañana y contemplarían aquel par de montañas nevadas que se alzaban sobre la autopista. Porque desde allí, las dos borlas blancas que apenas cubrían el diámetro de los pezones parecían dos bolas de nieve.
Luis continuaba en silencio, babeando en un callado homenaje a aquellas colinas que resplandecían bajo el sol de la mañana. Al final, susurró:
—¿Qué demonios se supone que es eso?
Pedro se encogió de hombros.
—¿Nunca has oído decir que el sexo vende? Puede ser un anuncio de cualquier cosa, desde pasta de dientes hasta Viagra.
—Qué va, de Viagra no puede ser —dijo Luis con un gesto de desprecio—. Con un cartel como ése, ningún hombre necesita tomar Viagra.
Personalmente, Pedro nunca había necesitado excitarse contemplando catálogos de lencería femenina. No. Desde que tenía catorce años y había estado con Cindy Hilliard, una adolescente que se había comportado a la altura de lo que se comentaba sobre ella en los vestuarios de los chicos, sólo había disfrutado del sexo con mujeres de carne y hueso.
Era una lástima que Cindy hubiera descubierto la religión y hubiera terminado casándose con el reverendo Smith.
—Podemos intentar averiguar de quién es ese anuncio —dijo Luis mientras alargaba la mano hacia la puerta de pasajeros del todoterreno—. ¿Nos acercamos en tu coche?
—No puedo. Tengo una reunión en Bradenton. Además, tienes otro cliente —contestó Pedro al ver a Francisco Willis, uno de los ayudantes del sheriff con el que Pedro también había ido al instituto.
Al parecer, Francisco también se había fijado en aquellos senos enormes. De hecho, estuvo a punto de chocar con el guardabarros del coche de Pedro.
—¿Habéis visto eso? —gritó por la ventanilla en cuanto se detuvo.
—Desde luego —contestó Luis.
Rodeó el coche de Francisco, abrió la puerta y se metió en su interior. Los dos salieron disparados, sin dirigirle a Pedro ni una segunda mirada.
No era de extrañar, puesto que Pedro no podía presumir de ser una de las personas favoritas de Francisco. Particularmente porque encontraba una gran satisfacción en liberar a los pobres e incompetentes delincuentes que Francisco y su jefe, el sheriff Brady, conseguían atrapar en aquella zona prácticamente libre de delitos.
Si se encontrara con un auténtico delito, con un auténtico delincuente, podría llevar a cabo su trabajo. Pero allí, en Joyful, para el esfuerzo que hacía por dejar encerrados a sus ocasionales ocupantes, podría haber dejado abiertas las puertas de los calabozos. Por supuesto, en cualquier caso, su esfuerzo era mayor que el que hacía el sheriff Brady para asegurarse de que los pobres inocentes que habían tenido la mala suerte de nacer en el lado menos noble del pueblo salieran en libertad.
En Joyful, el sistema judicial estaba equilibrado. Si se era rico y triunfador y se cometía un delito, la policía se ocupaba de uno. Si se era pobre y desgraciado, lo hacía Pedro Alfonso.
Con el billete todavía en la mano, Pedro se acercó a la mugrienta oficina de Luis y allí lo dejó, cerca de la caja registradora. Tomó una botella de agua y la dejó encima del billete, para que no pudiera llevárselo el viento.
Miró después a su alrededor y esbozó una mueca de disgusto. Esperaba que a nadie se le ocurriera acercarse a la gasolinera y entrar en la oficina de Luis. Los carteles que tenía pegados en la puerta podrían provocarle un infarto a Virginia Davenport, la presidenta de las Hijas de la Confederación.
Y, con un poco de suerte, el sheriff diría que había sido un homicidio y querría que Pedro llevara a Luis a juicio.
—Un par de senos sobre Joyful —musitó mientras volvía a mirar hacia la valla publicitaria y se metía en el todoterreno—. Desde luego, eso es algo que no pasa todos los días.
Mientras salía del pueblo, tuvo la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo interesante. Y estaba deseando averiguar lo que era.
SINOPSIS
Al volver a Joyful, Paula Chaves se encontró con las sonrisas lujuriosas y los guiños que cualquiera le dedicaría... a una estrella del cine erótico.
Gracias a los chismorreos propios de un pequeño pueblo, los habitantes de Joyful creían que Paula Chaves era la «famosa estrella» que iba a abrir un club de striptease en el pueblo. Y sus evidentes atributos adornaban una enorme valla publicitaria.
Por si el hecho de que la confundieran con una reina del cine para adultos no fuera lo bastante inquietante, estaba Pedro Alfonso, el antiguo chico malo del pueblo que ahora era bueno... y que pretendía que Paula fuera tan «mala» como todos creían que era.
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