domingo, 28 de mayo de 2017
PROLOGO
—Pedro, tienes que ver esto. Han colgado un par de senos enormes encima de la salida veintitrés.
Pedro Alfonso, fiscal del condado, apenas alzó la mirada mientras continuaba echando gasolina en su todoterreno. Todavía era demasiado temprano para descifrar los balbuceos de Luis sobre sexo.
Si ese mismo comentario lo hubiera hecho cualquier otro, habría conseguido despertar su curiosidad. Pero estaba con Luis, propietario de las dos únicas gasolineras de Joyful, Georgia. Luis quizá no se acordara de cómo le apodaban en el instituto, pero tanto Pedro como la mayoría de la población femenina del instituto, todavía le recordaban como Luis el libidinoso.
—Toma, Luis —Pedro sacó un billete de veinte dólares del bolsillo y se lo tendió.
Pero Luis no le prestó atención. Continuaba mirando fijamente hacia el cielo. La curiosidad acabó picando a Pedro también. Siguiendo el rumbo de la mirada de su antiguo compañero de instituto, descubrió lo que había capturado su atención.
Luis tenía razón. Había una valla publicitaria con unos senos enormes en la salida de la autopista.
—Maldita sea —musitó Pedro sin poder creer lo que veían sus ojos. Y no pudo evitar añadir—: Bonito par.
Desde luego, los habitantes de aquel pueblo miserable iban a tener algo de lo que hablar cuando se despertaran. Sí señor, los habitantes de aquella cálida y almibarada población, tan falsamente dulce como un caramelo de limón, se asomarían a la ventana mientras engullían los cereales de la mañana y contemplarían aquel par de montañas nevadas que se alzaban sobre la autopista. Porque desde allí, las dos borlas blancas que apenas cubrían el diámetro de los pezones parecían dos bolas de nieve.
Luis continuaba en silencio, babeando en un callado homenaje a aquellas colinas que resplandecían bajo el sol de la mañana. Al final, susurró:
—¿Qué demonios se supone que es eso?
Pedro se encogió de hombros.
—¿Nunca has oído decir que el sexo vende? Puede ser un anuncio de cualquier cosa, desde pasta de dientes hasta Viagra.
—Qué va, de Viagra no puede ser —dijo Luis con un gesto de desprecio—. Con un cartel como ése, ningún hombre necesita tomar Viagra.
Personalmente, Pedro nunca había necesitado excitarse contemplando catálogos de lencería femenina. No. Desde que tenía catorce años y había estado con Cindy Hilliard, una adolescente que se había comportado a la altura de lo que se comentaba sobre ella en los vestuarios de los chicos, sólo había disfrutado del sexo con mujeres de carne y hueso.
Era una lástima que Cindy hubiera descubierto la religión y hubiera terminado casándose con el reverendo Smith.
—Podemos intentar averiguar de quién es ese anuncio —dijo Luis mientras alargaba la mano hacia la puerta de pasajeros del todoterreno—. ¿Nos acercamos en tu coche?
—No puedo. Tengo una reunión en Bradenton. Además, tienes otro cliente —contestó Pedro al ver a Francisco Willis, uno de los ayudantes del sheriff con el que Pedro también había ido al instituto.
Al parecer, Francisco también se había fijado en aquellos senos enormes. De hecho, estuvo a punto de chocar con el guardabarros del coche de Pedro.
—¿Habéis visto eso? —gritó por la ventanilla en cuanto se detuvo.
—Desde luego —contestó Luis.
Rodeó el coche de Francisco, abrió la puerta y se metió en su interior. Los dos salieron disparados, sin dirigirle a Pedro ni una segunda mirada.
No era de extrañar, puesto que Pedro no podía presumir de ser una de las personas favoritas de Francisco. Particularmente porque encontraba una gran satisfacción en liberar a los pobres e incompetentes delincuentes que Francisco y su jefe, el sheriff Brady, conseguían atrapar en aquella zona prácticamente libre de delitos.
Si se encontrara con un auténtico delito, con un auténtico delincuente, podría llevar a cabo su trabajo. Pero allí, en Joyful, para el esfuerzo que hacía por dejar encerrados a sus ocasionales ocupantes, podría haber dejado abiertas las puertas de los calabozos. Por supuesto, en cualquier caso, su esfuerzo era mayor que el que hacía el sheriff Brady para asegurarse de que los pobres inocentes que habían tenido la mala suerte de nacer en el lado menos noble del pueblo salieran en libertad.
En Joyful, el sistema judicial estaba equilibrado. Si se era rico y triunfador y se cometía un delito, la policía se ocupaba de uno. Si se era pobre y desgraciado, lo hacía Pedro Alfonso.
Con el billete todavía en la mano, Pedro se acercó a la mugrienta oficina de Luis y allí lo dejó, cerca de la caja registradora. Tomó una botella de agua y la dejó encima del billete, para que no pudiera llevárselo el viento.
Miró después a su alrededor y esbozó una mueca de disgusto. Esperaba que a nadie se le ocurriera acercarse a la gasolinera y entrar en la oficina de Luis. Los carteles que tenía pegados en la puerta podrían provocarle un infarto a Virginia Davenport, la presidenta de las Hijas de la Confederación.
Y, con un poco de suerte, el sheriff diría que había sido un homicidio y querría que Pedro llevara a Luis a juicio.
—Un par de senos sobre Joyful —musitó mientras volvía a mirar hacia la valla publicitaria y se metía en el todoterreno—. Desde luego, eso es algo que no pasa todos los días.
Mientras salía del pueblo, tuvo la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo interesante. Y estaba deseando averiguar lo que era.
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