lunes, 5 de junio de 2017

CAPITULO 28




«Quédate»


Paula sabía perfectamente lo que estaba diciendo con aquella simple palabra. Era consciente de la clase de puente que estaba cruzando, pero no le importaba.


Porque no solamente iba a pedirle que se quedara en casa. Iba a ordenarle que aliviara su hambre. Que le diera lo que necesitaba. Que le hiciera el amor.


En ese mismo instante.


Pedro dejó caer los documentos que sostenía en la mano. 


Las hojas revolotearon empujadas por la corriente y aterrizaron debajo de la mesita del café. Pedro acortó la distancia que los separaba con dos grandes zancadas y la envolvió en sus brazos en el tiempo que tardó Paula en tomar aire. Devoró entonces su boca, mostrándole con un beso voraz la fragilidad de su capacidad de control.


El control de Paula había desaparecido por completo cuando había abierto los ojos y le había descubierto mirándola con un puro y absoluto deseo. Jamás había visto una mirada como aquella en el rostro de un hombre. Una mirada con la que parecía estar diciéndole que preferiría perder un brazo a tener que esperar un segundo más para acariciarla. Una expresión desenfrenada que le decía que su mente había perdido completamente el control de las acciones de su cuerpo.


Y de qué cuerpo. Que Dios se apiadara de ella...


El cuerpo del único hombre al que había deseado más allá de la razón.


Le deseaba con todas sus fuerzas. Lo quería todo.


Pedro enredaba una mano en su pelo mientras con la otra le sujetaba la cabeza para continuar devorando su boca. Sus lenguas se encontraron y danzaron juntas, acariciaron y fueron acariciadas mientras sus cuerpos se fundían en una única forma.


Aquello era lo que Paula anhelaba, lo que su cuerpo había estado pidiéndole a gritos cuando había intentado satisfacer su apetito con chocolate, con un sucedáneo del azúcar y aire frío. Pero Paula ya no quería dulce, quería algo peligrosamente picante. Ya no quería frío, quería un calor crepitante. Y que el cielo la ayudara, porque como Pedro mostrara el menor indicio de dulzura, sería capaz de morderle como había amenazado con hacer el otro día.


Pedro parecía saberlo, porque no se mostró tan delicado y cuidadoso como lo había sido años atrás. Sus gemidos eran guturales. Su boca, sus labios... su lengua, se mostraban implacables, demandantes. Incontenibles. Sus besos eran fuertes, húmedos y tan profundos como si quisiera devorarla, engullirla, hacerla desaparecer dentro de él.


Pero aquel privilegio era suyo.


—Tócame —le ordenó, abriendo la boca contra la suya y gimiendo de deseo.


Pedro alzó su mano libre hasta el vestido. Paula oyó que se desgarraba mientras se lo quitaba, pero no le importó.


—Dime lo que estabas pensando antes de verme —musitó Pedro mientras se inclinaba para cubrir de besos su rostro y su cuello.


Paula apenas podía pensar una respuesta.


—Tenía calor...


—Estabas ardiendo —siseó Pedro, mordisqueándole la oreja.


—Me sentía inquieta.


—Anhelante.


—Estaba desando hacer esto —consiguió susurrar Paula mientras él le mordisqueaba el cuello.


—Lo sé.


Entonces cerró la boca y se concentró en continuar quitándole el vestido hasta dejarlo a sus pies. Paula apenas había tenido tiempo de apartarlo de una patada cuando Pedro posó una mano en su costado. Descendió para acariciarle el muslo y siguió bajando hasta agarrarle la pierna a la altura de la rodilla. Se la alzó y la apoyó en su cadera, invitándole a arquearse contra él.


—Oh, sí —gimió Paula en el instante en el que la parte más hambrienta y húmeda de su cuerpo coincidió con la firme erección de PedroPedro le rodeó la cintura con el brazo y Paula se inclinó hacia atrás, rozando el cuerpo de Pedro


Éste respondió con un gemido antes de inclinarse sobre ella y cubrirle el pezón con la boca. El húmedo calor de su boca contra el encaje del sujetador obró locuras en su pezón y encendió chispas en todo su cuerpo. Paula tuvo que restregarse contra él para poder encontrar algún alivio a su deseo.


—¿Quieres llegar tú sola al orgasmo o quieres hacerlo conmigo?


—¿Podría ser de las dos formas?


Pedro rió con voz ronca y succionó la sensible punta de su seno, deslizando la lengua una y otra vez sobre ella.


Oh, Dios santo. Estaba siendo completamente devorada. La presión comenzó a crecer hasta alcanzar límites de locura. 


Bastaba con su caricia, con sus manos, con sus labios para que Paula temblara.


Su respuesta a aquella pregunta tan sexy no iba muy desencaminada.


Pedro le soltó la pierna para poder desabrocharse los pantalones y liberar su miembro. Le apartó las bragas hacia un lado y cuando se deslizó contra aquella piel húmeda y caliente, el cuerpo entero de Paula se estremeció de placer.


—Vamos, córrete —le ordenó.


Y Paula obedeció.


Pedro volvió a besarla, ahogando los gritos de su orgasmo, saboreándolos, devorándolos.


Paula tenía la sensación de que las piernas se le habían transformado en gelatina y Pedro pareció darse cuenta porque fue haciéndole retroceder poco a poco hasta chocar contra el sofá. Paula permaneció allí tumbada, jadeante e intentando recuperarse del orgasmo mientras Pedro se quitaba la camisa.


Aunque acababa de satisfacer su deseo, le bastó ver aquel cuerpo tan increíble para que comenzara a renacer. La dureza de su pecho, los brazos... la fuerza que reflejaba cada uno de sus músculos. Los dedos le dolían de ganas de acariciarle.


Bajó la mirada y se quedó boquiabierta cuando vio aquella parte de su anatomía a la luz del día.


—Oh, Dios mío.


Era algo completamente delicioso, duro, tenso, que asomaba por la cremallera de sus pantalones y prometía un calor viril y palpitante al ser acariciado.


Así que Paula lo acarició. Ignorando el gemido de Pedro, tomó su miembro y lo presionó ligeramente hasta que los gemidos de Pedro se convirtieron en un desenfrenado murmullo. Pedro echó la cabeza hacia atrás con todo el cuerpo en tensión.


—Ya basta, Paula. Para.


Paula sabía lo que Pedro estaba haciendo. Sabía lo cerca que estaba de llevarle al límite. Y saberlo la volvía loca de placer.


—Ahora, Pedro. Quiero que lo hagamos ahora.


Pedro bajó la mirada y la contempló con los ojos entrecerrados. Soltó otra de sus sensuales carcajadas y se llevó la mano al cinturón.


—¿De verdad?


—Sí. Quiero que lo hagamos ya.


—Te has vuelto muy autoritaria, Paula.


—Y estoy a punto de volverme violenta —dijo Paula con un gruñido de impaciencia.


Alargó la mano hacia él y le ayudó a bajarse los pantalones y los calzoncillos hasta las rodillas. No estaba dispuesta a perder los preciosos segundos que se necesitaban para quitárselos del todo.


Temblaba de anticipación. Intentando que bajara hacia ella, le agarró por las caderas y dobló las piernas en el sofá en una abierta invitación.


—Espera, no tengo...


—Tomo la píldora —replicó ella.


—Gracias a Dios —musitó Pedro.


Después, en vez de colocarse sobre ella, como le estaba pidiendo Paula sin necesidad de palabras, se arrodilló enfrente del sofá y tiró de Paula suavemente para que se sentara frente a él. Entonces la besó. Intercambiaron una nueva oleada de frenéticos besos mientras Pedro colocaba las manos bajo sus rodillas y la acercaba a él centímetro a centímetro. Hasta que al final, Paula quedó apoyada en el borde del sofá, con los pies en el suelo y las piernas abiertas, mostrando su sexo húmedo y anhelante.


Cuando por fin se hundió en ella, llenándola completamente, Paula dejó escapar un gemido. Cerró los ojos, contuvo la respiración y se concentró en las increíbles sensaciones que sacudían su cuerpo.


Pedro la sujetaba por las caderas, sosteniéndola sobre él. Y entonces empezaron a moverse hacia arriba y hacia abajo, adaptando los ritmos de sus cuerpos.


—Pedro, sí —dijo Paula, echando la cabeza hacia atrás y arqueándose contra él.


—¿Estás satisfecha? ¿Era esto lo que querías?


—Por lo menos es un principio —farfulló Paula, y gimió cuando Pedro volvió a embestir otra vez.


Empujaba con fuerza, hundiéndose tan profundamente en ella que Paula tenía la sensación de que jamás volvería a salir.


Y así continuaron. Con movimientos rápidos, intensos.


Paula le rodeaba el cuello con los brazos y él posaba las manos en sus caderas y en sus muslos. El aire frío del aparato de aire acondicionado era incapaz de bajar la temperatura de sus cuerpos, pero Paula descubrió de pronto que ya no le importaba el calor. Saboreó el sudor de su piel, sentía sus pieles resbaladizas, y le gustaba. Le gustaba mucho.


—¿Era en esto en lo que pensabas cuando estabas acariciándote? —le preguntó con voz ronca.


Paula asintió, incapaz de mentir.


—Quería que me llenaras completamente.


—¿Y qué habrías hecho si no hubiera aparecido?


Paula sonrió con malicia y apretó los músculos del interior de su cuerpo, arrancándole un gemido.


—¿Te gustaría saberlo?


Pedro asintió, hundió las manos en su pelo y acercó su boca a la suya para darle un beso. Aminoró el ritmo de sus caricias y la besó lánguidamente, adaptando los movimientos de su lengua a las lentas y cada vez más profundas embestidas de su cuerpo. Cuando apartó la boca de sus labios, susurró:
—Sí, me gustaría saberlo. Tendrás que enseñármelo alguna vez.


Oh, Dios, sí. Paula estaba dispuesta a enseñarle cualquier cosa a cambio de que no se detuviera, de que no pusiera fin a aquel delicioso placer.


Musitó algo incoherente, le rodeó las caderas con las piernas y, presionando las pantorrillas contra su espalda, lo hundió más profundamente en ella.


Comenzó entonces a temblar, a gemir mientras sentía la sacudida de un nuevo orgasmo. Hundió los dedos en sus hombros y lo sostuvo contra ella mientras alcanzaba por segunda vez el clímax.


Entonces, Pedro también pareció perder el poco control que le quedaba, porque embistió con fuerza, tomó sus labios y dejó escapar un gemido de intensa satisfacción contra ellos.




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