miércoles, 7 de junio de 2017
CAPITULO 35
El domingo, mientras Clara iba a la iglesia y después a una reunión familiar en casa de su madre, Paula estuvo registrando la cocina en busca de las recetas de la abuela Paulina. Al final, las encontró dentro de una caja vacía de sal de roca. Su abuela, recordó, utilizaba aquella sal para hacer helado cuando iba a verla en verano.
El lunes, después de que Clara se fuera al trabajo, Paula se acercó al supermercado para comprar algunos ingredientes para las tartas.
Porque quería hacer una tarta. Necesitaba mantenerse ocupada. Tenía que hornear, limpiar, hacer la colada, ayudar a Clara a cuidar a Eva y no pensar absolutamente en nada que no fuera lo que había hecho el sábado por la noche.
Todavía le costaba creerlo. No tanto lo que había dicho que, al fin y al cabo, no era más que la verdad, como el hecho de haber sido capaz de hacerlo delante de todo el mundo.
Había sido un poco mezquino e infantil. De hecho, si no hubiera llevado tantas copas encima y le hubiera indignado de tal manera lo que Pedro le había contado, jamás se le habría ocurrido hacer nada parecido.
Una estrella del porno. Dios santo, desde que había vuelto a Joyful todo el mundo se había dedicado a hablar de su carrera como actriz porno. No le extrañaba que nadie se hubiera acercado a su casa con magdalenas de mantequilla.
Y había tenido suerte de que nadie se hubiera presentado con algún juguete erótico.
Todavía no había perdonado del todo a Clara por no haberle contado lo que se rumoreaba. Su amiga le había pedido disculpas y le había jurado que pensaba que los rumores morirían por sí solos.
Después de lo del sábado, los rumores no habían desaparecido, pero habían cambiado. Paula ya no era una actriz porno, sino un tornado que probablemente había conseguido destrozar unos cuantos matrimonios y varias relaciones de amistad en sólo unos minutos.
—Debería haberme ido a Florida —musitó para sí mientras leía en la cocina una receta de Paulina para hacer una crujiente tarta de hojaldre el lunes por la mañana.
La del sábado había sido una noche sorprendente por muchas cosas. No sólo por los rumores o por cómo se había enfrentado a ellos, sino también por la llegada de Nico. Para ella había sido una sorpresa ver aparecer a su ex novio en aquella reunión, pero lo había sido mucho más para el resto de sus compañeros.
Especialmente para Pedro y para Daniela. Ambos se habían quedado estupefactos, mirando en silencio a Nico que, por cierto, estaba tan atractivo como su hermano.
A lo mejor a ella no le había impactado tanto porque no había visto a nadie del pueblo durante diez años, Nico incluido. Para Pedro, sin embargo, la llegada de Nico había sido memorable.
Paulaa había observado a los dos hermanos acercarse el uno al otro e intercambiar unas cuantas palabras. No había podido ver mucho más porque Clara había aparecido de pronto a su lado, ofreciéndose para llevarla a casa. Paula le había tendido las llaves del coche e inmediatamente la había seguido, sin volver a pensar siquiera en sus compañeros de clase.
Sin embargo, ellos sí parecían haber seguido pensando en ella porque, por extraño que pudiera parecer, había recibido varias llamadas de teléfono a lo largo del domingo e incluso alguna más el lunes por la mañana. Llamadas amables.
Llamadas para disculparse. Llamadas de personas a las que consideraba en otro tiempo amigas y otras a las que apenas conocía.
Al parecer, su diatriba había conseguido algo bueno. Había servido para que se miraran a sí mismos y cobrara conciencia de los maliciosos rumores que habían formado parte de la vida del instituto y continuaban formando parte de sus vidas. Al parecer, no les había gustado lo que habían visto en el espejo que Paula había puesto frente a ellos. De momento, ya tenía tres invitaciones a comer además de una oferta para dar una conferencia en el club de damas sobre el mercado bursátil.
Sólo en un lugar como Joyful podía una persona pasar de ser una paria a convertirse en el centro de la vida social del pueblo después de haber organizado una debacle.
Paula sacó un paquete de nueces de Macadamia de una de las bolsas del supermercado y empezó a dividirlas pensando en las tartas que iba a preparar. Una para Eva, para Clara y para ella. Otra para la madre de Clara. Y otra para la propietaria de la peluquería, que había bromeado diciendo que si quería que le diera trabajo, tenía que llevarle una tarta. Pero Paula se lo había tomado completamente en serio. Ya era hora de continuar con su vida y conseguir un trabajo era el primer paso.
Con el tiempo, el rumor sobre lo que había ocurrido el sábado se iría extendiendo. Los rumores sobre la estrella del porno serían reemplazados por los del estallido de Paula.
Eso significaba que aunque sus compañeros de clase parecieran apreciarla otra vez, las posibilidades de encontrar un empleo continuaban sin ser muchas.
Y si necesitaba una tarta para conseguir un trabajo, la haría.
De modo que siguió hasta el último detalle de la receta de su abuela y para cuando terminó en la cocina, tenía tres tartas enfriándose y ella estaba cubierta de jarabe y azúcar. Pero había merecido la pena. Porque la casa olía a un dulce hecho por ella. Y porque se había tranquilizado. Y había recordado los muchos días que había pasado en aquella cocina y que formaban parte de los momentos más felices de su infancia. Empezaba a sentirse mejor que desde hacía semanas.
Estaba a punto de subir a ducharse cuando alguien llamó a la puerta. Desde luego, no iba vestida como para recibir a nadie, pero se alegraba tanto de tener a alguien con quien hablar, que no se molestó ni en cepillarse el pelo ni en lavarse las manos.
Cuando vio al hombre que estaba en la puerta de espaldas a ella, su pelo oscuro le hizo pensar que era Pedro. Se llevó la mano a la cabeza y sintió que se le agitaba inmediatamente la respiración. Maldito fuera, ¡había vuelto a pillarla desprevenida!
Entonces, Nico se volvió.
—Nico —le dijo, arqueando las cejas sorprendida.
—Hola, Paula Lina.
—Hola. Vaya, esto no me lo esperaba —miró el reloj y añadió—. Eh, llegas diez años tarde.
Nico esbozó una mueca.
—Sé que me lo merezco, pero, ¿puedo pasar de todas formas?
Paula asintió, se apartó de su camino y le invitó a entrar con un gesto.
Los años habían tratado bien a Nico. Tan bien como a su hermano. Era un hombre alto, de pecho musculoso.
Caminaba muy erguido, con una rigidez que delataba su condición de militar. Tenía el pelo muy corto, tan oscuro como el de Pedro, pero sus ojos eran castaños como los de su madre. Y no brillaban como los ojos azules de Pedro. Aun así, se había convertido en un hombre muy atractivo y de aspecto serio.
—Conseguiste sorprender a todo el mundo el sábado por la noche —musitó Paula, señalándole el sillón para que se sentara.
Ella se sentó en el sofá, enfrente de él.
—Se te da muy bien lo de hablar en público. Tu discurso fue increíble.
Paula se sonrojó e intentó defenderse.
—No sabes lo que he tenido que pasar en el pueblo durante toda esta semana.
—Alguien me ha informado.
Paula frunció el ceño.
—¿Pedro? Él lo supo desde el principio, pero no me dijo nada. Lo voy a matar.
Nico se reclinó en la silla, cruzó las piernas y la miró fijamente.
—No, no ha sido Pedro —después añadió—. Y sospecho que no quieres matarlo. Llegasteis a ser muy buenos amigos, ¿no es cierto?
Paula le sostuvo la mirada.
—Sí, es cierto —no añadió «pero eso no es asunto tuyo», a pesar de que era lo que insinuaba su tono.
Aparentemente, él comprendió el mensaje, porque al final sonrió.
—Has cambiado.
—¿Y tú?
—También. Ya no soy uno de los inservibles Alfonso. Tú no has sido la única que ha salido de Joyful y ha conseguido labrarse un futuro. Acabo de empezar a trabajar como detective para el Departamento de Policía de Savannah.
—Me alegro de oírlo —dijo Paula con total sinceridad.
Quedarse allí habría sido lo peor que podía haber hecho. Le resultaba difícil imaginárselo como policía, aunque sospechaba que a las mujeres de Savannah no les importaría mucho que fuera él el que las detuviera.
—En cualquier caso, supongo que ya ha llegado el momento de aclarar algunas cosas con algunas personas de Joyful. No sabía que tú también ibas a estar aquí hasta que te vi el sábado por la noche —se encogió de hombros y añadió—: Y me alegro de que estuvieras, porque he venido aquí a disculparme.
—¿A disculparte por qué?
—Por no haber aparecido aquella noche.
Se estaba disculpando por haberla dejado plantada el día del baile. No por haberla engañado con Daniela. Aunque, teniendo en cuenta que había tenido que oírla decir públicamente que se había acostado con su hermano, tampoco podía esperar demasiado.
—No te preocupes —respondió Paula—. Fui de todas formas.
—Sí, ya me enteré entonces de que habías ido.
Permanecieron en silencio durante largo rato. Sólo se oía en la habitación el tic-tac del reloj que había encima de la chimenea y el girar del ventilador que colgaba sobre sus cabezas. Al final, Nico dijo:
—Siempre quisiste a Pedro, ¿verdad? Incluso cuando estabas saliendo conmigo.
Paula no entendía cómo podía haber llegado a aquella conclusión, pero tenía razón. Siempre había querido a Pedro, incluso antes de haber conocido a Nicolas Alfonso.
Asintió lentamente.
—Me lo imaginaba. Entonces, ahora estáis...
Paula se pasó nerviosa la mano por los rizos.
—Ahora no sé cómo estamos. Tu hermano en un hombre muy complicado.
—Sí, es cierto.
Nico se levantó. Paula le imitó. Tenía la sensación de que Nico daba por terminada su tarea y estaba dispuesto a tacharla de su lista de asuntos pendientes. Pero no creía que el resto de los encuentros con las personas con las que seguramente querría hablar fueran a ser tan sencillos.
—Bueno, me alegro de haberte visto, Paula. Y espero que todo te vaya bien.
Mientras lo acompañaba hasta la puerta, Paula se preguntó si debería abrazarle, estrecharle la mano o darle un beso. Al fin y al cabo, aquél era el chico que le había pedido que se casara con él muchos años atrás. Paula nunca se habría casado con Nico, pero le había gustado que se lo pidiera.
—Cuídate, Nico —le dijo con una sonrisa.
Cuando le abrió la puerta para que saliera, agradeció no haberse despedido de él con un abrazo o con un beso.
Porque Pedro estaba esperando afuera.
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