miércoles, 7 de junio de 2017
CAPITULO 36
Pedro había esperado hasta el lunes para ir a ver a Paula porque sabía que Clara estaría el domingo en casa. Y porque imaginaba que tendría que estar con su hermano.
Sin embargo, para su sorpresa, Nico no había ido a verlo. Al final, él había llegado a la conclusión de que si quería arreglar las cosas entre ellos, tendría que ir a ver al cabezota de su hermano a casa de su madre.
Y eso era exactamente lo que pensaba hacer el lunes por la tarde. Sin embargo, antes quería pasarse por casa de Paula para ver cómo estaba después de la hecatombe del sábado por la noche.
Dios, menudo revuelo. Lo de Paula había sido digno de ver.
Toda ella enfurecida e indignada, pero aun así, vulnerable y muy por encima de todos aquellos que la habían criticado.
Se había sentido muy orgulloso de ella. Pero, al mismo tiempo, triste por lo mucho que Paula había tenido que rebajarse. Y tenía ganas de decírselo personalmente.
Y quizá también de decirle muchas cosas más. Como lo mucho que sentía haberse imaginado que lo había utilizado en medio de su debilidad y su autocompasión. Porque si una cosa no había sido Paula el sábado por la noche, había sido una mujer con intención de compadecerse de sí misma.
Pedro todavía estaba sonriendo cuando llegó a la casa y se acercó a la puerta. Pero antes de que hubiera podido levantar el puño para llamar, la puerta se abrió.
Y vio allí a su hermano, al lado de una sonriente Paula.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó a Nico sin poder evitarlo.
—Vaya, hola a ti también, hermanito —contestó Nico mientras salía al porche—. Sólo he pasado a saludar y ahora me estaba despidiendo de Paula —el tono amistoso de Nico no disimulaba la dureza de su mirada.
—¿A dónde vas ahora? —preguntó Pedro, intentando no mostrar su extrañeza por el hecho de que hubiera vuelto al pueblo después de tantos años.
—A casa, con mamá.
Nico le hizo un gesto a Paula con la cabeza y salió al porche junto a su hermano. Se sostuvieron la mirada durante algunos segundos y al final añadió:
—Cuando hayas terminado aquí, me gustaría hablar un rato contigo.
Pedro contestó con un brusco asentimiento de cabeza y miró después a su hermano. Cuando éste desapareció de su vista en la camioneta, se volvió hacia Paula, que permanecía en la puerta sin mostrar ningún indicio de ser una mujer que acabara de disfrutar de ninguna clase de encuentro romántico, gracias a Dios. Tenía el pelo revuelto, llevaba una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos. Las dos prendas estaban llenas de una sustancia pegajosa y tenía la cadera manchada de harina.
—Déjame imaginar —dijo por fin, intentando disimular una sonrisa—. Has encontrado las recetas de tu abuela.
Paula sonrió. Parecía aliviada por el hecho de que no se hubiera lanzado a hacer un montón de preguntas sobre Nico.
—Sí, las he encontrado.
Tenía preguntas que hacerle, seguro. Probablemente quería saber por qué había estado allí su hermano. ¿Habría ido a disculparse? ¿A atacarla por lo que había hecho con su hermano la noche del baile? Pero no iba a pedirle que le explicara nada mientras continuaran allí, en plena calle, a la vista de todo el mundo.
—¿Has hecho una tarta de nueces?
—Sí, ¿quieres probarla?
—Me prometiste que me invitarías.
Paula se volvió para dejarle pasar y cerró la puerta tras él.
Pedro la siguió por el pasillo, observando la delicada cadencia de sus caderas y el movimiento suave de sus piernas. Tuvo que tragar saliva, porque de pronto tenía hambre de algo que no era un pastel. Pero antes de que pudiera hacer algo con aquella locura, y sin saber siquiera lo que podría haber pasado, Paula comenzó a hablar a toda velocidad.
—No sabes cuánto me ha costado descifrar la letra. Mi abuela debió escribir esas recetas hace cincuenta años y no volvió a copiarlas nunca. Además, he tenido que conseguir las nueces y no ha sido nada fácil localizarlas en el supermercado.
—Ya basta, Pau —musitó Pedro cuando llegaron a la cocina.
Paula se volvió y lo miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Qué has dicho?
—No me debes ninguna explicación —añadió Pedro.
Comprendía por qué estaba tan nerviosa y habladora. Y a pesar de lo que decía, era consciente de que su celosa imaginación no podía dejar de pensar en qué clase de explicación podría darle.
—¿Sobre la tarta?
—Sobre Nico.
Paula apretó el puño y se lo llevó a la cadera.
—No, ¿eh? Gracias por ser tan magnánimo.
—Me refiero a que no es asunto mío lo que estuviera haciendo Nico aquí.
Paula entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Apretó los labios antes de asentir en silencio.
—Tienes razón, no es asunto tuyo.
No era asunto suyo. Eso era exactamente lo que había dicho. Pero, en realidad, no quería decirlo. Era asunto suyo porque estaba loco por Paula Lina Chaves desde hacía once años. Y maldita fuera si iba a permitir que se fuera otra vez con su hermano cuando él era el único al que realmente deseaba.
Porque sabía que lo deseaba.
—Porque, ¿sabes? En realidad nosotros no tenemos ninguna relación —dijo Paula mientras tomaba el cuchillo para partir un pedazo de tarta—. Mira, que hayamos disfrutado del sexo cuando hemos tenido necesidad de desfogarnos no significa que seamos nada el uno del otro.
Dios, aquello le dolió. Le dolió mucho. Apretó los dientes y contestó:
—Sí, exacto, tienes razón.
Paula alzó entonces la mirada, concentrando toda la atención en su rostro. Los ojos de Paula parecían cargados como nubes de tormenta, los labios le temblaban como si hubiera un torbellino en su cabeza y no supiera qué decir.
Así que no dijo nada. Pero, en cambio, actuó.
Antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo, había partido un pedazo de tarta y se lo estaba arrojando a la cara. Le dio en plena barbilla y una parte salpicó sus labios.
Pedro permaneció donde estaba, completamente paralizado, sintiendo cómo resbalaba la tarta por su cuello y por su camisa blanca.
—Toma, aquí tienes tu tarta —le espetó Paula temblando de emoción—. Puedes disfrutarla y después irte al infierno.
Le había tirado un pedazo de tarta. Y todo porque le había dicho exactamente lo que ella quería oír.
O quizá no fuera eso lo que quería oír.
El corazón se le aceleró ligeramente cuando comprendió lo que con su actitud estaba admitiendo Paula. Que había algo entre ellos. Algo más que sexo, algo relacionado con los sentimientos.
Sin saber cómo reaccionar, Pedro comenzó a lamer con la lengua los restos de tarta que quedaban en sus labios.
—Está buena —musitó, y lo decía completamente en serio.
Después se acercó lentamente a ella. Pero cada vez que avanzaba un paso, Paula retrocedía otro con los ojos clavados en él. De pronto, pareció darse cuenta de lo que había hecho y de cómo podía reaccionar Pedro.
Paula se mordió el labio y susurró:
—Ha sido sin querer.
Pedro dio un paso hacia ella, acorralándola definitivamente contra el mostrador.
—Tonterías.
Y después, como en lo relativo a Paula las palabras nunca le habían servido para expresarse tan bien como los hechos, se llevó la mano a la barbilla y se limpió parte de la crema.
Dio un paso hacia Paula y le plantó la crema en el cuello.
Estuvo a punto de soltar una carcajada cuando vio la sorpresa que reflejaba su rostro. Antes de que pudiera reaccionar, inclinó la cabeza y probó la famosa tarta de Paulina en el cuello de su nieta.
—Pedro —gimió Paula mientras Pedro le lamía el cuello—, ¿qué haces?
—¿A ti que te parece? —susurró—. Me estoy comiendo mi tarta. ¿No querías que me la comiera y me fuera después al infierno?
Paula sacudió la cabeza y la inclinó para permitirle un mejor acceso a su cuello.
—No, en realidad no.
Al final, cuando terminó de lamer todos los restos de tarta, Pedro susurró:
—Ya no queda nada.
Paula no dijo una sola palabra. Se limitó a abrir los ojos y lo miró. En silencio, alargó la mano hacia los restos de tarta que todavía manchaban la barbilla de Pedro. Él contuvo la respiración. Se moría de ganas de lamerle los dedos, de succionar la dulzura de cada uno de ellos, pero quería ver lo que Paula pretendía hacer.
Con una sonrisa seductora, Paula se llevó los dedos manchados a la garganta y los deslizó desde allí hasta el inicio de su camiseta.
—¿Puedo repetir? —preguntó Pedro
—Y tripitir si quieres —susurró ella.
Aquello respondió muchas de las preguntas que Pedro no había querido formular y disolvió completamente sus reservas. Lamió el dulce de su cuello y su garganta y descendió después, deteniéndose sólo al llegar al final de su camiseta, que agarró del dobladillo para tirar de ella.
Paula no llevaba nada debajo. Pedro estuvo mirándola, conteniendo la respiración y deseando mucho más que la tarta hasta que, incapaz de resistirse, tomó su seno y atrapó uno de los pezones entre sus dedos para hacerla jadear de placer.
—Pedro...
—Chss —la agarró por la cintura, la sentó en el mostrador de la cocina y se colocó entre sus piernas.
Paula cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. No decía nada, solamente gemía mientras Pedro devoraba los restos de tarta que habían quedado en su piel.
Cuando no quedó resto alguno, alargó la mano hacia la tarta, tomó una nueva dosis de su dulce relleno y la extendió por los senos de Paula. Después se inclinó para liberar de aquella dulce masa a su hermoso pezón.
Paula se estremecía, suspiraba, temblaba mientras Pedro la acariciaba, la tocaba, sin retirar el dulce de donde ella más lo deseaba.
—Se va a endurecer —dijo, refiriéndose a la masa.
—En realidad ya está dura —contestó él.
Paula rió y Pedro buscó el sonido de su risa en su garganta para desde allí continuar lamiéndola, saboreándola, besándola y limpiándola. Llegó hasta el pezón tras haber saboreado concienzudamente cada gota de crema, cerró los labios sobre él y succionó profundamente. La dulzura de la tarta no resistía la comparación con la dulzura de su piel.
Paula gemía y se retorcía bajo sus manos, se estrechaba contra él como si estuviera suplicándole mucho más.
Cuando Pedro la apartó, lo miró a los ojos y susurró:
—Por favor...
Pedro sabía lo que quería, y también él lo deseaba. Lenta, muy lentamente, se inclinó hacia ella con la mirada fija en aquellos ojos dorados que aumentaban su brillo y suavizaban su expresión anticipando un beso. Paula entreabrió los labios dando la bienvenida a los suyos, y ambos respiraron suavemente, disfrutando de aquel sueño.
—Paula...
—Lo sé.
Entonces ya no hubo más suspiros. Pedro no podía esperar. Tenía que devorarla, beber de su lengua, saborear el interior de su boca. Paula era más dulce que todos los postres que hasta entonces Pedro había paladeado.
Cuando Paula se apartó para tomar aire, Pedro le retiró un rizo de la cara.
—En realidad no querías decir lo que dijiste.
Paula negó con la cabeza.
—Y tú tampoco cuando dijiste que estabas de acuerdo.
—No, yo tampoco.
Paula vaciló un instante y añadió:
—Nico sólo ha venido para pedirme disculpas. Sólo ha estado cinco minutos aquí.
Aunque Pedro sospechaba algo parecido, sintió un inmenso alivio al oírla. Conocía a Paula demasiado bien como para pensar que pudiera tener ningún interés en Nico.
Desgraciadamente, el monstruo de los celos había estado dominando sus sentimientos desde que había llegado.
—¿Qué significa eso, Pedro?
Pedro sabía lo que le estaba preguntando, pero no la respuesta. Por lo menos, no sabía qué clase de respuesta podía ofrecerle a Paula sin asustarla. Porque la primera palabra que llegó a su mente fue «todo».
Paula lo significaba todo para él. Siempre había sido así y siempre lo sería. Era como una maldición y una bendición al mismo tiempo.
—Algo —fue la respuesta final—, significa algo.
Paula sonrió con dulzura y contestó:
—Necesito que me beses ahora.
Pedro la miró a los ojos. Y entonces le dijo exactamente lo que realmente guardaba su corazón, lo que su corazón había guardado durante tantos años.
—No quiero que me necesites, Paula —mientras continuaba hablando, se preguntaba si Paula percibiría la intensidad de la emoción que le embargaba—, quiero que me desees.
Paula alzó la mano hasta su mejilla, dejándole sentir su piel fría y sedosa sobre su rostro. Y entonces, pronunció unas palabras que pusieron todo su mundo del revés.
—¿No lo sabes, Pedro? Te deseo desde el día que me robaste mi tobillera.
Pedro se quedó paralizado, intentando asimilar esas palabras y preguntándose al mismo tiempo si podría creerlas. Si sería capaz de permitirse creerlas.
A Paula no parecía importarle que la creyera o no. No esperaba nada. Con un profundo suspiro, se acercó a él e inclinó la cabeza pidiéndole otro beso. Pero justo cuando sus labios estaban a punto de encontrarse, susurró:
—¿Podemos hacerlo en la cama para variar?
Pedro asintió riendo.
—Con una condición.
Los ojos de Paula chispeaban y su expresión era la de un auténtico diablillo.
—¿Que nos llevemos la tarta?
—Exacto, que nos llevemos la tarta.
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