lunes, 29 de mayo de 2017

CAPITULO 4




—¡La estrella del porno acaba de llegar!


Pedro detuvo la mano sobre la lata de salsa de tomate que estaba a punto de agarrar de una de las estanterías del supermercado. ¿Estrella del porno? Desde luego, no era una expresión que se oyera mencionar muy a menudo en Joyful, Georgia. No, no señor. De hecho, seguramente aquélla era la primera vez que oía decir algo parecido. Aunque, teniendo en cuenta el debate que se había levantado al saber que pretendían construir un club de striptease en las afueras del pueblo, tampoco debería extrañarle.


—¿Me has oído? —continuó diciendo la voz—. Joe Crocker ha estado en el Chat-n-Chews y dice que la estrella del porno que piensa abrir el club de striptease se dirige ahora mismo hacia el pueblo, ¡que viene al supermercado!


Las palabras quedaron flotando en el soleado ambiente del supermercado de Joyful. Pedro tuvo la sensación de que hasta las motas de polvo dejaban de girar ante el anuncio hecho por un adolescente que había entrado en el establecimiento con el rostro sonrojado y los ojos abiertos como platos. Los niños que estaban comprando golosinas también se quedaron petrificados. Las dos cajeras que intercambiaban confidencias y mascaban chicles mientras cobraban a los clientes, se detuvieron.


Y, de pronto, como si fueran todos ellos marionetas movidas por los mismos hilos, se volvieron boquiabiertos hacia las puertas de cristal del supermercado.


Un silencio expectante, tan cargado como el del bingo de la parroquia antes de cada baile, fue de pronto interrumpido por una voz exigente. Tan exigente como sólo podía serlo la voz de una niña de tres o cuatro años.


—¡Me has tirado el zumo, mamá!


Pedro desvió la mirada hacia la niña, cuyo labio inferior sobresalía en un beligerante puchero. La niña tiraba del vestido de su madre. Su madre, Clara Deveaux, antigua periodista convertida en ama de casa, ignoró completamente a la criatura. Estaba tan pendiente de la puerta como todos los demás.


—Mamá...


—Ahora no, Eva —susurró Clara—. Está a punto de llegar alguien importante.


¿Alguien importante? Pedro estuvo a punto de echarse a reír. ¿Cómo se le habría ocurrido a una estrella del porno abrir un club en un pueblo perdido del mundo? ¿Y por qué era él el único que parecía sorprendido por la noticia?


Pedro sacudió la cabeza. Aparentemente, le habían dejado completamente fuera del circuito de cotilleos del pueblo. Y la verdad era que lo prefería. Habiendo crecido en una familia que normalmente era blanco de esos mismos cotilleos, le había dejado un regusto amargo y, normalmente, cerraba los oídos cuando la gente se dedicaba a chismorrear cerca de él.


Pero, al parecer, en aquella ocasión se había perdido algo muy serio, que, probablemente había empezado treinta minutos después de que hubieran colocado la valla publicitaria. Y casi deseó haber pasado por delante del cartel para haber podido leerlo el mismo.


Estrellas del porno y clubs de striptease. Joyful se estaba convirtiendo en un lugar de vicio y perversión.


En realidad, no consideraba a Joe Crocker capaz de diferenciar una estrella del porno de una cantante de ópera. 


Aquel hombre pensaba que a cualquier mujer bendecida con unas curvas voluptuosa le gustaba que le dirigieran miradas lascivas. Y de esa misma opinión era el noventa por ciento restante de la población masculina de Joyful. Compadecía a aquella pobre mujer, que podía ser desde una profesora universitaria hasta una congresista. Estaba convencido de que más de uno de los hombres que estaban en ese mismo supermercado estaban deseando pedirle que les firmara un autógrafo en el trasero.


Sonrió al imaginarse su respuesta si en realidad no era más que una viajera caprichosa o un ama de casa atareada que necesitaba hacer algunas compras.


—Yo tuve una vez una estrella del porno —musitó Tomas Terry para nadie en particular.


Pedro no pudo resistir la tentación de mirar a aquel veterano de guerra cuya mirada parecía perdida en el mundo de los recuerdos.


—La tenía en una caja, debajo de la cama. Y se me rompió el corazón cuando Buddy, mi mejor perro de caza, la encontró y la mordió. Le hizo unos agujeros enormes en la pierna derecha.


Pedro sacudió la cabeza. No serviría de nada intentar cambiar de tema.


—Intenté arreglarla con celo —continuó diciendo el anciano, sin mirar siquiera para ver si alguien le escuchaba—. Pero no funcionó. Maldita sea, pero si incluso estuvo a punto de arrancarme la cabeza cuando se le salió el tapón y comenzó a volar por la habitación.


Pedro cerró los ojos y pensó en su trabajo, en su coche. En cualquier cosa que no fuera la imagen que el señor Terry acababa de hacer aparecer en su cabeza.


—Asustó al pobre Buddy, que salió disparado hacia el porche —continuó Tomas—. Silbaba por el salón como un globo pinchado...


—Señor Terry, por favor —siseó una mujer que estaba a su lado, intentando, sin éxito, taparle los oídos al niño que estaba con ella.


Sí, así era como comenzaban los rumores en Joyful. Muy pronto, la historia de la relación de Tomas con una muñeca hinchable se convertiría en una de las más grandes historias de amor de Georgia.


Y, por mucho que le disgustara admitirlo, la verdad era que aunque los rumores que corrían por Joyful podían no ser del todo ciertos, a menudo encerraban algo de verdad. De modo que no era completamente imposible que estuviera a punto de ver a una estrella del porno.


—¿Qué estrella del porno?


Nadie contestó la pregunta de Pedro. En cuanto Tomas cerró la boca, reanudaron la espera. Continuaban mirando la puerta con la boca abierta y los ojos desorbitados mientras un descapotable rojo aparcaba delante del supermercado.


—Mamá, mi camiseta —volvió a gritar la niña.


En aquella ocasión lo hizo en un tono suficientemente agudo como para irritar a todo el mundo, excepto a su madre, que ni siquiera parecía oírla. Estaba demasiado ocupada observando la acción que se estaba desarrollando frente a ella.


Incluso Pedro estaba observando a pesar de sí mismo, más interesado en la reacción de sus convecinos que en ninguna otra cosa. Por lo menos hasta que vio a la rubia que estaba sentada tras el volante.


Oyó un silbido. Y tardó varios segundos en darse cuenta de que aquel silbido salía de su propia boca.


Todavía no podía ver las facciones, sólo veía una masa de rizos enmarcando un rostro oculto por unas gafas de sol.


Mientras él, bueno, mientras todo el mundo miraba, la mujer se inclinó hacia el asiento de pasajeros, desapareciendo de su vista. Después, se irguió con un pañuelo en la mano. Se pasó la mano por el pelo y se puso el pañuelo en la cabeza, a modo de cinta.


La expectación creció en el interior del supermercado cuando la rubia se inclinó hacia el espejo retrovisor para pintarse los labios. Pedro podía distinguir desde allí que era un lápiz de labios rosa, a juego con el pañuelo. Y el coche estaba aparcado tan cerca del supermercado que pudo verla apretar los labios mientras revisaba su maquillaje.


La ola de calor que descendió desde su cerebro hasta su vientre le dejó estupefacto. Pedro conocía a muchas mujeres atractivas. Había docenas de mujeres a las que podría llamar en aquel momento si necesitara compañía femenina... Y, sin embargo, bueno, no era capaz de apartar la mirada de la recién llegada.


En alguna parte, cerca de él, oyó:
—¡Tendrás que lavarla, mamá! Es mi camiseta favorita.


Reconoció la desesperación cada vez mayor de la niña, pero no era capaz de mirar a nadie, excepto a la recién llegada.


Llevaba una blusa blanca con volantes que dejaba sus hombros al descubierto. Al ver aquella extensión de piel desnuda, Pedro tragó saliva. Aquella mujer tenía que ser del norte. A ninguna mujer de la zona se le ocurriría exponerse de aquella manera al sol de la tarde, y menos todavía conduciendo un descapotable.


Además, por supuesto, ninguna mujer de Joyful se teñiría el pelo de rubio platino, ni llevaría unas gafas de sol de aspecto felino.


Cuando la mujer salió del coche, Pedro estuvo a punto de repetir el gruñido de admiración de Tomas.


—Tiene buenas piernas —dijo el anciano.


La rubia se detuvo al lado del descapotable y un resplandor dorado le indicó a Pedro que llevaba una tobillera. Tomó aire. Tenía debilidad por las tobilleras desde que diez años atrás había visto a la novia de su hermano con una.


Las piernas de la mujer parecían interminables, un efecto acentuado no sólo por las sandalias de tacón, sino también por la minúscula falda que llevaba. Bastaría un golpe de viento para que pudieran verle absolutamente todo.


—Es una pena que no haya viento —se lamentó Tomas con un audible suspiro.


Pedro, que estaba pensando lo mismo, no dijo una sola palabra.


Cuando la rubia se inclinó hacia el interior del coche para tomar el bolso, Pedro, al igual que todos los allí reunidos, contuvo la respiración. Pero, al parecer, la rubia no era una completa exhibicionista, puesto que se sujetó la falda con la mano, evitando mostrar al mundo si el que parecía su color favorito, el rosa, se extendía también a su ropa interior.


En cuanto tomó el bolso, se volvió y comenzó a caminar por la acera. Pedro advirtió que se tambaleaba ligeramente sobre los tacones y, por un instante, temió que se cayera. 


Pero al parecer nadie había advertido aquel momento de inestabilidad. Sin embargo, él supo que no se había equivocado cuando la vio mirar disimuladamente hacia los lados, como si quisiera comprobar si alguien se había dado cuenta de que estaba a punto de caerse. Por alguna razón, asomó a sus labios una sonrisa al advertir aquella fisura en su armadura rosa.


—No os quedéis ahí embobados —dijo una de las cajeras cuando la rubia llegó a la entrada.


Y, casi inmediatamente, doce pares de manos buscaron algo que hacer. Saliendo de la estupefacción creada por la llegada de aquella estrella del porno, o lo que quisiera que fuera, Pedro se acercó a la caja con la lata de tomate en la mano. Tragó saliva y observó que Tomas agarraba algo nervioso y palidecía al darse cuenta de que era una caja de tampones. El hombre dejó caer la caja al suelo y la empujó con una patada bajo la estantería más cercana, donde seguramente permanecería hasta la siguiente Navidad.


Y Tomas acababa de pasar por delante de Clara, que ni siquiera le había saludado, cuando oyó gritar a la joven madre:
—¡Eva! ¿Qué has hecho? Ahora tendré que meterla en la lavadora —la mujer levantó a la niña en brazos para dirigirse hacia el cuarto de baño.


Pedro ni siquiera tuvo tiempo de preguntarle qué había pasado antes de que la mujer del descapotable entrara en el supermercado y estuviera casi a punto de tropezar con él.


—Oh, lo siento —dijo con una voz que le sorprendió.


Él se había imaginado una voz tórrida, dulce y susurrante. 


Sin embargo, la de aquella mujer era una voz controlada y quizá con un ligero acento británico.


—No se preocupe, no me ha hecho nada —respondió Pedro, encogiéndose de hombros.


Por alguna razón, la mujer pareció sobresaltarse y se alejó de él. Aunque todavía no se había quitado aquellas ridículas gafas, Pedro la miró con atención, intentando adivinar por qué parecía tan sorprendida. No podía verle los ojos, pero se fijó en aquella nariz ligeramente pecosa. Aparte del lápiz de labios, su rostro estaba libre de maquillaje y tenía algunas pecas en los pómulos. No tenía precisamente el aspecto de una estrella del porno. Aunque la verdad era que tampoco había visto nunca a una estrella del porno. O, por lo menos, nunca la había visto tan de cerca. De modo que, a lo mejor, no era tan raro que tuviera pecas.


—Tú... tú —dijo ella.


Pedro la miró con curiosidad. ¿Una estrella del porno pecosa que, además, tartamudeaba?


La rubia volvió a balancearse ligeramente sobre los tacones y Pedro alargó el brazo instintivamente para sujetarla. 


Pretendía agarrarla del brazo, pero al final, posó la mano en su hombro. La tela de la blusa se deslizó inmediatamente bajo su mano, de modo que terminó acariciando su piel desnuda.


En aquella ocasión, fue él el que retrocedió o, mejor dicho, el que pensó que debería hacerlo. Su cerebro reaccionó, envió el mensaje, pero él no pudo menos que preguntarse si, de alguna manera, su mano habría perdido la conexión con su cerebro, porque sus dedos continuaban allí, sobre ella, deslizándose sobre la suave piel de su nuca.


Al oír un estallido de risas, Pedro se dio cuenta de que todos los ojos estaban fijos en ellos. Su mano por fin se acordó de quién mandaba allí y obedeció la orden. Pedro retrocedió un paso, vio la débil huella rosada que había dejado su mano sobre la piel de la mujer y después la recorrió de pies a cabeza con la mirada.


En lo primero en lo que se fijó fue en que, bueno, no podía decirse que fuera una plancha, pero tampoco estaba tan... tan bien dotada. Él no había visto a muchas estrellas del porno a lo largo de su vida, la verdad fuera dicha, nunca lo había necesitado. Pero había algo de lo que se acordaba perfectamente: las mujeres que protagonizaban esas películas parecían ser amigas íntimas de algún cirujano plástico. Y aquél no era el caso.


Porque aquella mujer tenía unas bonitas curvas, algunas particularmente bonitas, pero, desde luego, no estaba todo lo bien dotada que se esperaba de una estrella del porno. Así que, definitivamente, no era aquélla la criatura a la que habían fotografiado en la valla publicitaria.


Pero las piernas. Oh, Dios, aquellas piernas y aquella cadena de oro que adornaba su tobillo izquierdo le quitaban la respiración. Seguramente, aquella mujer podría poner a cualquier hombre bajo sus pies.


—¿Eres un fetichista de los pies?


A los labios de Pedro asomó una sonrisa de arrepentimiento mientras alzaba la mirada para encontrarse con la de aquella mujer que ocultaba los ojos tras las gafas. La sonrisa enigmática con la que ella respondió le indicó que le había descubierto mirándola.


—Algo así —como ella no hizo ningún intento de quitarse las gafas de sol, se inclinó hacia ella—. ¿Y tú? ¿Te gusta hacer lo mismo que a Jack Nicholson?


La mujer lo miró confundida.


—Me refiero a viajar de incógnito —le aclaró Pedro, señalando sus gafas de sol.


—¿De verdad funciona? —preguntó ella—. ¿Crees que consigo pasar desapercibida?


Pedro soltó una risa atragantada.


—Sí, como una hormiga en un azucarero.


—¿Estás insinuando que soy dulce o me estás comparando con un insecto?


—Estoy seguro de que eres muy dulce, querida. De hecho, dudo que en este pueblo se haya visto tanto dulce en un solo paquete en mucho tiempo —esperó su respuesta, disfrutando de aquel intercambio con una completa desconocida.


—¿Te gusta el algodón de azúcar?


—Me encanta —respondió él, dirigiéndole una mirada que no había utilizado mucho últimamente—. Se derrite en la lengua y tiene un sabor delicioso.


Ella tragó saliva. Una vez. Después, le sostuvo la mirada desde detrás de las gafas.


—Mentiroso. El algodón de azúcar te repugna, y tú lo sabes.


Había tanta convicción en su voz que Pedro se dio cuenta de que no estaba coqueteando. Y, en aquella ocasión, cuando la miró con los ojos entrecerrados, no fue con un gesto seductor, sino de concentración.


—¿Cómo lo sabes?


—De la misma manera que sé que te gustan las piernas largas. Por no hablar de las tobilleras.


Pedro estuvo a punto de soltar una exclamación. ¿Quién demonios era aquella mujer? Tenía la sensación de que debía conocerla. Había algo en su voz que le resultaba familiar.


—Lo has adivinado por casualidad —le dijo, intentando ponerle a prueba.


Ella negó con la cabeza.


—No.


Alzó la mano y le hizo un gesto con el dedo índice para que se acercara. Pedro se inclinó hacia ella todo lo que pudo. 


Casi sintió que todo el mundo en el supermercado se inclinaba hacia delante también, pero los ignoró.


—¿Cómo lo has sabido?


Sus labios estaban a sólo unos centímetros de su sien e intentaba concentrarse, intentando averiguar a qué se debía la extraña sensación de anticipación que despertaba en él aquella mujer.


Y entonces ella susurró:


—Porque tú mismo me lo dijiste después de robarme mi tobillera favorita.


Y de pronto lo supo. Incluso antes de que ella retrocediera y se pusiera aquellas ridículas gafas de sol en lo alto de la cabeza revelando unos ojos del color de la miel, lo supo.


—Paula...





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