jueves, 1 de junio de 2017
CAPITULO 16
Pedro no esperaba que Paula fuera sincera sobre lo que había estado haciendo durante los últimos diez años. Por lo menos, en el caso de que se hubiera dedicado a hacer películas porno, cosa que dudaba. Pero no tuvo ninguna duda de que le estaba ocultando algo después de que le hubiera hecho un breve resumen de lo magnífica que había sido su vida durante los últimos diez años.
Había sido extraordinariamente feliz y había tenido un gran éxito.
Y estaba mintiendo como pocas veces debía haberlo hecho a lo largo de su vida.
Paula parecía estresada, cansada y preocupada por algo más que por un esguince en el tobillo. Y, definitivamente, no tenía la expresión feliz de la Paula que él recordaba.
Además, cuando mentía, Paula Lina Chaves se sonrojaba.
—Así que para ti la vida ha sido un camino de rosas y no podías haber sido más feliz. ¿Y para qué has vuelto a Joyful? —curvó la comisura del labio, esbozando una sonrisa completamente carente de humor—. ¿Para reunirte con un puñado de gente a la que mandaste al infierno el día que te fuiste?
Paula lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué sabes tú del día que me marché? Para entonces ya no estabas tú aquí, ¿verdad? Probablemente estarías conduciendo como un loco para llegar cuanto antes a la universidad.
Pedro estuvo a punto de echarse a reír. No, el día que Paula se había marchado, él estaba recorriendo Joyful en su maltrecha furgoneta. Había pasado la mañana posterior al baile intentando dominar las ganas de conducir hasta casa de Paula y tirar la puerta de una patada. Después, le habría obligado a confesar por qué había sentido la necesidad de sacarle las entrañas la noche anterior. Porque, aparte de dejar perfectamente claro que había tenido que conformarse con él cuando en realidad era a su hermano a quien le habría gustado tener entre sus preciosas piernas, eso era esencialmente lo que había hecho.
—Sí —contestó por fin—, mientras tú estabas ocupada haciendo las maletas.
Paula no lo negó, pero permaneció en silencio, como si estuviera pensando en aquella noche.
Pedro no se había presentado con aquel estúpido esmoquin en su casa con intención de acostarse con ella. Lo que él pensaba hacer era llevarla del brazo, ayudarla a entrar al baile con la cabeza bien alta y después dejarla. Lo único que pretendía era arreglar el entuerto de su hermano.
Pero no, ella le había hecho creer que necesitaba algo más.
Diablos, cualquier chico habría cedido si la chica más guapa del instituto hubiera mostrado algún interés en él. Y como Pedro había estado medio enamorado de Paula desde la primera vez que la había visto, no se lo había pensado dos veces.
Sin embargo, Paula no había jugado limpiamente. Porque, maldita sea, era virgen. Y las vírgenes no solían entregar su virginidad al calor del momento. Lo que quería decir que llevaba tiempo planeando perder la virginidad el día del baile.
Con su hermano.
Lo peor de todo era que, en aquella época, Nico y él estaban muy unidos. Eran dos muchachos que se habían criado juntos, con una madre que se pasaba el día trabajando fuera de casa y un padre al que le importaban un comino.
Pedro no se permitía pensar en Nico muy a menudo, a no ser que fuera para lamentar que no hubiera querido involucrarse en la educación de su hijo. Joaquin no tenía la culpa de que Daniela hubiera forzado a Nico a casarse con ella.
Él imaginaba que Nico nunca le había perdonado a Daniela el haber perdido por su culpa a Paula.
Una parte de Pedro había muerto aquella noche, cuando Paula había alzado la mirada hacia él con expresión culpable y se había echado a llorar al ver aquella estúpida gargantilla que se había roto mientras hacían el amor.
Una gargantilla que le había regalado Nico.
Las lágrimas habían continuado fluyendo mientras permanecía entre sus brazos en el cenador. Y la tristeza que reflejaban sus ojos cuando le había contado que Nico le había pedido que llevara esa gargantilla durante su luna de miel había sido más de lo que Pedro había podido soportar.
Por si no hubiera bastado con el sentimiento de culpabilidad que le provocaba el saber que Paula había perdido la virginidad con él, había tenido que sumar el dolor de enterarse de que Nico pensaba casarse con ella. Y lo que realmente le había impactado había sido que, a juzgar por las lágrimas de Paula, ella también pretendía casarse con su hermano. Lo que había dejado a Pedro sintiéndose como un auténtico estúpido.
Había reaccionado como un joven de diecinueve años que acabara de averiguar que la chica de sus sueños estaba enamorada del canalla que la había engañado. Y había dicho cosas de las que no estaba en absoluto orgulloso.
Después la había dejado allí, llorando desnuda, iluminada por los faros de un puñado de coches. Los coches de sus compañeros de instituto, que se habían acercado al parque dispuestos a prolongar la fiesta.
—Caramba, Pedro, ¿te quitaste por lo menos el esmoquin antes de volver a la universidad? —le preguntó Paula, interrumpiendo sus recuerdos.
—¿Estás segura de que quieres que hablemos de eso? —preguntó Pedro, consciente del tono desafiante de su voz—. ¿Crees que estás preparada para hablar de lo que ocurrió aquella noche?
Paula se sonrojó violentamente.
—No, la verdad es que preferiría olvidarlo. Fue uno de los peores momentos de mi adolescencia.
¿Uno de los peores? Mentira, se dijo Pedro. Era cierto que había terminado fatal, pero el sexo del que habían disfrutado había sido inmejorable. En ese aspecto, para Pedro había sido la mejor noche de su vida, aunque le costara admitirlo.
Y, probablemente, aquélla era la única vez que había hecho el amor con alguien, que había compartido con una mujer algo más que el sexo. Con Paula, se había permitido entregarse a sus fantasías y creer que era el héroe que ella pensaba. Había llegado a desear ser un estúpido Príncipe Azul.
Pero después tanto él como ella se habían convertido en ranas. Él por culpa de su genio. Y ella por su silencioso reconocimiento de que había terminado equivocándose de hermano.
—Creo que tienes una memoria muy selectiva, Paula —le reprochó él, inclinándose hacia ella a través de la mesa—. Porque dudo que si hubiera sido la peor noche de tu adolescencia hubieras reaccionado tan apasionadamente como lo hiciste.
La mirada con la que le fulminó no podía disimular el profundo rubor de sus mejillas. No, a la señorita Paula no le gustaba que le recordaran cómo había gritado de placer aquella noche.
—He madurado desde entonces, Pedro, y he aprendido que los orgasmos no son regalos que deban entregarse a sementales capaces de largarse a los cinco minutos de haberse acostado con una mujer.
Pedro echó su silla hacia atrás, se levantó y avanzó hacia ella.
—Sí, supongo que ahora tienes suficiente experiencia como para saberlo.
Experiencia profesional, suponía.
Paula inclinó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente, negándose a dejarse intimidar, aunque sabía que era ésa la intención de Pedro. Se levantó ella también, poniéndose prácticamente a su altura.
—Eso no es asunto suyo.
Sus rostros estaban tan cerca que Pedro sentía el calor de su aliento en la barbilla. Los desordenados rizos de Paula parecían estar suplicándole que hundiera su mano en ellos, parecían estar pidiéndole permiso para extenderse sobre su regazo.
Se inclinó hacia ella.
—Pero he mostrado mucho interés mientras tú estabas ahí, mintiendo como un político al que hubieran atrapado con una becaria.
Evidentemente, Paula decidió hacer como que no le comprendía.
—No miento cuando digo que eso no es asunto tuyo.
Pedro sonrió.
—No, pero mientes al decir que fue una de las peores noches de tu vida. Admítelo, estoy seguro de que es uno de tus mejores recuerdos.
Obstinada hasta el fin, Paula apretó los labios.
—Te estás engañando, Pedro. No fue una noche tan buena como la recuerdas —lo miró con expresión compasiva—. Pero no te culpo. Al fin y al cabo, sólo era un adolescente y no creo que ningún adolescente pueda hacer cosas memorables.
Pedro sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, mostrando su diversión. Por no hablar de su determinación.
—Eres tú la única que se está engañando, y en algún momento te lo demostraré.
Los ojos de Paula brillaron ante aquella amenaza y entreabrió ligeramente los labios para tomar aire. Dios, qué labios. Y qué boca.
Su amenaza no la había asustado. La había excitado. Y aquello acabó con las últimas resistencias de Pedro.
Con la sangre tan caliente, ya no era capaz de atender al sentido común. Como en los viejos tiempos.
Antes de darse cuenta siquiera de lo que iba a hacer, dio un paso hacia ella y musitó:
—Y a lo mejor te lo recuerdo aquí mismo.
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