sábado, 3 de junio de 2017

CAPITULO 21





Detenida. Paula Lina Chaves detenida, esposada y trasladada a comisaría en coche patrulla. Era patético. Otro día como aquél y se iría directamente a vivir al peor barrio de Nueva York. La vida en una caravana, teniendo como vecina a una mujer embarazada por el ex marido de su madre era preferible a todo aquello.


Sí, una mujer arruinada, sin trabajo, sin futuro y que había sido encarcelada, encajaría perfectamente en ese ambiente.


No pudo evitar una oleada de lágrimas. Y tuvo que refrenar las ganas de tumbarse y romper a llorar. El camastro que había en la celda estaba asqueroso y probablemente lleno de piojos o algo peor. Y el suelo no estaba en mejores condiciones. Así que permanecía de pie, apoyada contra los barrotes para intentar no cargar demasiado el tobillo, que había comenzado a hinchársele.


—Ya es suficientemente malo que me encierren, ¿pero encima con esta pinta? —musitó disgustada—. He dormido con esta misma ropa.


—Probablemente tu abuela se esté revolviendo en su tumba —añadió Clara sombría.


—Ya que tenía que terminar en una celda, me gustaría haber ido vestida como si no pintara nada en un lugar como éste. ¡Y no como si estuviera en mi propia casa!


—No creo que la ropa sea el principal problema —dijo Clara mientras se sentaba en el borde del camastro—. Tu labio tiene un aspecto horrible.


—Tu hija tiene la cabeza muy dura.


—Por no hablar de la mejilla. La tienes roja e hinchada.


—Y su mamá continúa teniendo un puño inigualable.


Las dos se miraron en silencio y estallaron en carcajadas. Lo del labio había sido un regalo accidental de Eva. Y lo de la mejilla producto de un giro brutal de Clara.


El dolor del tobillo era obra suya. Sin embargo, al recordar el golpe que se había llevado el malhablado capataz de la obra, decidió que había merecido la pena.


No podía creer que las hubiera denunciado. ¡Era ella la persona a la que habían robado! Y cada minuto que pasara en aquella celda era un minuto más que tenían aquellos desaprensivos para acabar con los nogales.


—Me hago caca.


Paula y Clara se miraron horrorizadas ante la idea de que Eva tuviera que utilizar el retrete de la celda. Quizá no hubiera muchos delincuentes en Joyful, pero, evidentemente, los pocos que había no eran conscientes de que había que mantener las cosas limpias para que pudieran utilizarlas las damas. Por no hablar de que el sheriff Brady y sus hombres tampoco parecían saber mucho sobre escobillas y productos de limpieza para el cuarto de baño.


—Pronto saldremos de aquí, cariño, y mamá te pondrá en el orinal. Y después te compraré un helado con almendras.


El carcelero, un tipo con el que habían ido al instituto, se había ofrecido a quedarse con Eva, pero la niña se había negado a permitir que la separaran de su madre. Por supuesto, había aprovechado la ocasión para recorrer cada centímetro de la celda y preguntar sobre lo que tenía que hacer la gente, además de pegar a los hombres malos que estaban en las obras, para que la detuvieran.


Al final de la explicación, Eva había musitado algo sobre Courtney Foster. Courtney, decidió Paula, haría bien en evitar a Eva Deveaux cuando estuvieran cerca de la comisaría. O en un callejón a oscuras.


Eva también disfrutó demostrándoles la facilidad con la que podía escaparse entre las rejas. A Paula le habría encantado que Francisco Willis, con el que había compartido clase en el instituto, hubiera dejado las llaves cerca. Escapar de allí habría sido increíblemente fácil.


—Pero tiene que ser ahora, mamá. ¿No puedo hacerlo aquí?


—¡Por encima de mi cadáver!


Paula no reconoció la voz. Pero sí reconoció el tono. Era el de un padre preocupado.


—Mauro, gracias a Dios —dijo Clara.


Aunque, para ser honesta, Paula tenía que reconocer que, combinado con el de agradecimiento, le había parecido detectar un ligero tono de nerviosismo en el rostro de su amiga. Definitivamente, aquél debía de ser su marido.


—Eh, supongo que te estarás preguntando que qué ha pasado.


Paula estaba a punto de echarse a reír preguntándose si Mauro iría a decirle a Clara que sí, que le gustaría que le diera alguna explicación, cuando se dio cuenta de que no iba solo. Y al ver a la persona que lo acompañaba, la risa murió en sus labios. Era Pedro.


—Oh, mierda —musitó.


—Supongo que es el lenguaje más adecuado, teniendo en cuenta el lugar en el que te encuentras, pero no deberías utilizar ese vocabulario delante de una niña.


Paula hizo una mueca ante aquella regañina. Y otra al ser consciente de que su primer amor estaba allí, mirándola de hito en hito.


—Hola, Pedro —le dijo, esforzándose para que no le temblara la voz—. Qué casualidad que nos hayamos encontrado aquí.


—Oh, me encanta pasar los sábados en la comisaría. Al fin y al cabo, es mi trabajo.


Su trabajo. Oh, Dios santo, su trabajo. Era el fiscal del condado.


—Las acusaciones son falsas.


Clara, que había estado hablando con su marido mientras éste sostenía a la niña en sus brazos, asintió.


—Completamente falsas.


—Sí, falsas —repitió Eva, asintiendo con vehemencia.


Mauro profundizó su ceño.


Pedro, ¿qué tengo que hacer pasa sacar a Clara de aquí?


—Puede salir ahora mismo —musitó Pedro sin vacilar—. A la señorita Chaves le tomaré declaración en la comisaría —le dirigió una mirada con la que parecía estar dejando bien claro que era ella la única que tenía que dar alguna explicación—. Sé dónde encontrarte si necesito hablar con Clara.


Clara y su familia se fueron, pero no antes de que su amiga le dirigiera a Paula un gesto de ánimo.


En cuanto se hubieron ido, Pedro miró a Paula a los ojos, sacudió la cabeza y chasqueó la lengua. Paula habría jurado que había visto chispas de diversión en su mirada. Pero como se le ocurriera reírse de ella, iba a abalanzarse contra él.


—Siéntate.


Paula señaló el camastro.


—No pienso sentarme ahí.


Pedro siguió el curso de su mirada y frunció el ceño.


—Sí, tienes razón. Salgamos de aquí.


Paula sintió crecer la esperanza en su pecho.


—Podemos hacer el interrogatorio en el despacho del sheriff.


Muy bien, así que no la iba a soltar como a Clara. Curioso, puesto que esperaba que imaginara que había sido su amiga la responsable de todo aquel lío, teniendo en cuenta el famoso carácter de su amiga. Pero no. Le había echado las culpas a ella. Y no se había equivocado.


—Supongo que no puedes dejar que me vaya a mi casa.


Pedro negó con la cabeza.


—Vamos, sal de ahí.


Pero Pedro parecía haberse olvidado de su tobillo, que parecía estar aullando de dolor después de que ella hubiera pasado tanto tiempo de pie en los calabozos. Además, le habían confiscado el bastón. Su supuesta arma mortal.


Pedro se volvió para marcharse, esperando que le siguiera. 


Y Paula podría haberlo hecho si hubiera estado dispuesta a saltar a la pata coja. Pero su dignidad, aunque a esas alturas ya estuviera hecha jirones, no se lo permitió. Así que permaneció donde estaba.


—¿Voy a tener que pedirle a Willis que venga a esposarte para obligarte a moverte? —bajó la voz—. ¿O esperas que te saque de aquí como si fueras una princesa ofendida que no puede rebajarse a frecuentar un lugar como éste?


Aquello le dolió. Le dolió como no había conseguido dolerle la detención, o el que la hubieran metido con su amiga Clara en un calabozo.


Intentó mantener la barbilla alta y parpadeó rápidamente. 


Antes se afeitaría la cabeza que permitir que Pedro la viera llorar. Las lágrimas las dejaría para después.


—Ocurre —contestó, deseando que su voz no dejara traslucir la emoción que le atenazaba la garganta—, que me han confiscado el bastón. Y, por si lo has olvidado, no estoy en condiciones de andar.


La repentina expresión de culpabilidad que cruzó el rostro de Pedro le indicó que se había olvidado. Pedro bajó la mirada inmediatamente hacia el tobillo vendado.


—Lo siento —musitó. Después, se acercó a ella y le rodeó la cintura con el brazo—. Apóyate en mí.


Apoyarse en él. En aquel cuerpo que en otro tiempo le había hecho sentirse querida y adorada. Qué tentadora era la idea, y en muchos más sentidos de los que Pedro sería capaz de imaginar.


Hacía mucho tiempo que no se apoyaba en nadie. Había estado sola cuando había perdido su trabajo, su casa y sus ahorros. Nadie la había ayudado a enfrentarse al regreso a Joyful, por no mencionar lo que había pasado cuando había llegado. Había estado sola, completamente sola, protegiéndose por una fachada de supuesta valentía y un nuevo guardarropa que la ayudara a olvidar la pesadilla de las últimas semanas.


Pero como en aquel momento llevaba los vaqueros viejos y la camiseta con los que había dormido, el soporte que le había proporcionado la ropa había desaparecido. Y después del terrible episodio de los nogales, estaba a punto de perder también todo su valor.


—Pau...


—Si pudieras traerme una silla, a lo mejor podemos hablar aquí —farfulló, deseando que se alejara para así poder recobrar la compostura.


Pero incluso mientras lo decía, supo que no quería que se marchara. No quería que la dejara sola en aquel lugar apestoso, con las paredes cubiertas de grafitis. No, en aquel momento, no. No cuando por fin tenía la posibilidad de apoyarse en la fuerza y el calor de un hombre, cuando por fin podía sentirse a salvo después de tanto tiempo.


Sentía a Pedro fuerte y maravillosamente cálido contra ella. 


Tenía el pelo empapado en sudor y llevaba unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas. Evidentemente, se había cambiado de ropa y había practicado algún deporte después de haber dejado su casa, a juzgar por el brillo de sus músculos y la forma en la que el sudor empapaba su cuerpo. 


Todo su cuerpo.


La boca se le secó al pensar en todas las partes de su cuerpo.


La Paula más segura y confiada en sí misma jamás habría admitido, ni siquiera ante sí misma, lo agradable que era poder inclinarse contra Pedro. Pero esa Paula hacía mucho tiempo que había desaparecido. Había huido en el minuto en el que habían cerrado las esposas alrededor de sus muñecas. O, quizá, varias semanas atrás, cuando había averiguado lo que era haber sido engañada y utilizada por su antiguo jefe.


—¿Estás llorando?


Paula sacudió la cabeza.


—Me duele un poco —susurró.


Y era verdad, aunque no era aquél el motivo de sus lágrimas, sino la desgracia en la que se había convertido su vida.


Tomó aire, intentando alejar el enfado, y el dolor, y la inseguridad. Pero no lo consiguió del todo.


—Eh, diablos, Paula —susurró Pedro, volviéndose hacia ella.


Le hizo inclinar la barbilla con un dedo. Paula se mordió el labio. No quería que viera que le temblaba.


Pero no sirvió de nada. A juzgar por la humedad que sentía en las mejillas, y por la ternura de la mirada de Pedro, no había conseguido disimular las lágrimas.


Sin decir una sola palabra, Pedro la envolvió en sus brazos y la estrechó con fuerza.


Y Paula comenzó a llorar



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