sábado, 3 de junio de 2017
CAPITULO 22
Clara observó a su marido abrazar de nuevo a Eva mientras se sentaba en el asiento de pasajeros del coche de Clara, que habían remolcado hasta un aparcamiento cercano a la comisaría. Acurrucaba a su hija contra él, mostrándose como el padre preocupado y cariñoso que era. Sin embargo, todavía no había dado ninguna muestra de ser un marido preocupado y cariñoso.
—Oh, por el amor de Dios. Para ella ha sido... una aventura.
Mauro frunció el ceño.
—Una aventura que una niña de cuatro años no necesita.
Bueno, quizá una niña de cuatro años no. Pero a Clara no le importaba lo que había ocurrido. No se había divertido tanto desde hacía muchos años.
Desde luego, no con Mauro, que, aunque continuara siendo el hombre al que amaba con todo su corazón, había sentado la cabeza casi excesivamente desde que se había convertido en padre de familia. Y, en el proceso, parecía haber perdido la chispa y el espíritu que tanto le habían gustado de él.
—Hablaremos de esto en casa —dijo Mauro mientras sentaba a Eva en su silla.
Cerró la puerta, le dio a su hija un beso y se volvió hacia Clara.
Clara quería abrazarlo, apoyarse en su fuerza, recibir parte del dulce consuelo que le había ofrecido a Eva. Pero Mauro no parecía dispuesto a brindárselo.
—No quiero volver a ver a Eva cerca de esa mujer.
Clara lo miró boquiabierta.
—¿Paula Lina?
—¿Ése es su verdadero nombre?
—Por supuesto. La conozco desde hace años, es mi amiga.
Mauro se limitó a sacudir la cabeza con gesto de desaprobación.
—A lo mejor lo fue en el pasado, pero su profesión la convierte en una persona que no quiero que asocien con Eva. Ni contigo, por cierto.
Clara estuvo a punto de soltar un bufido burlón, comprendiendo que Mauro había oído, y se había creído, esos ridículos rumores sobre el trabajo de Paula.
—Paula no es lo que todo el mundo dice.
—Me da igual. Sea lo que sea, ya te ha traído problemas. No lleva un día en el pueblo y ha conseguido que te detengan.
—No, el que ha conseguido que me detengan ha sido el cerdo del capataz de la obra, porque es un sinvergüenza y le ha gritado a Eva.
Mauro abrió los ojos como platos.
—¿Se ha atrevido a gritarle a Eva?
Clara asintió. Evidentemente, la mención de su hija bastó para que Mauro se pusiera de su bando. Años atrás, también era muy protector con ella. Dios, eso sonaba terrible, era casi como si estuviera celosa de su hija, a la que, en realidad, adoraba. No, no estaba celosa, pero no podía dejar de preguntarse por qué su marido no se había dado cuenta de que tenía suficiente amor como para compartirlo con las dos.
Desde que Eva había nacido, la niña había sido siempre lo primero, dejando a su madre en un relegado segundo puesto. Clara se había adaptado a aquella situación, diciéndose a sí misma que era lógico que antepusiera la niña a todo lo demás, incluso a su matrimonio o al tiempo que antes pasaban juntos como pareja.
Y a su vida sexual.
Lo cual, probablemente explicaba su pasión por las barritas de chocolate.
En aquel momento, sin embargo, comenzaba a sentir que no iba a conformarse con aquel papel. El regreso de Paula había despertado algo en su interior. Le había hecho acordarse de la joven que había sido. Una joven atractiva y ambiciosa. Una joven a la que le gustaba coquetear y reírse, una joven con chispa. Y de pronto, además de la madre de Eva y la mujer de Mauro, quería volver a ser Clara.
Mauro pareció ver que algo cobraba vida en sus ojos, porque mientras rodeaba el coche para sentarse en el asiento del conductor, no dejaba de dirigirle miradas interrogantes.
Cuando se sentó detrás del volante, se volvió inmediatamente hacia Eva, que musitaba algo para sí.
—¿Qué has dicho, cariño?
—He dicho que ojalá tía Paula le hubiera pegado a ese señor con el bastón en la cabeza, en vez de en la pierna.
Clara se mordió el labio para no echarse a reír a carcajadas.
Mauro se sonrojó violentamente y le explicó a su hija que no estaba bien pegar a nadie con un bastón.
—La señorita Chaves no debería haber ido allí. Y, definitivamente, no debería haberos llevado a ti y a mamá a la obra.
—Conducía mamá.
Clara no pudo disimular en aquella ocasión un sonido burlón.
—En cualquier caso, mamá y tú no vais a volver a tener problemas por culpa de la señorita Chaves —dijo Mauro, dirigiéndole a Clara una mirada de acero—. No volverás a verla otra vez.
En cuanto Mauro terminó de hablar y volvió a prestar atención a la carretera, Clara frunció el ceño y se cruzó de brazos. Mauro se había acostumbrado a tener una esposa dulce y tranquila, siempre dispuesta a complacerle. Una esposa que había domeñado la parte más rebelde e inquieta de sí misma, la parte que más problemas le había causado durante su juventud.
Ya iba siendo hora de que volviera a presentarle a esa chica rebelde, a la mujer con la que se había casado, quisiera él o no. Lo único que esperaba era poder encontrarla después de haber pasado tanto tiempo ejerciendo como madre y esposa.
Pero, en cualquier caso, lo ocurrido aquel día le parecía una buena forma de empezar.
Sonrió para sí, se volvió y le dirigió a su hija una mirada cómplice. Eva respondió sonriendo, comprendiendo perfectamente lo que estaba pensando su madre.
Bajo ningún concepto iba a permanecer alejada de Paula Lina Chaves
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