domingo, 4 de junio de 2017
CAPITULO 26
Tras haber decidido que necesitaba hacer algunos cambios en su vida, Clara ya no perdió el tiempo. Estaba emocionada, cargada de energía, se sentía como alguien que acabara de despertarse de una larga siesta.
Tiró a la basura su cargamento secreto de chocolate y pidió hora en la peluquería. Se deshizo de los pantalones de chándal y de las camisetas y buscó sus antiguas prendas para ver cuántos kilos tenía que perder, o qué ropa tenía que comprar.
Fuera las chocolatinas y las patatas fritas. Se habían acabado también las salidas a comprar en chancletas, con cola de caballo y ni una gota de maquillaje en la cara. Y las noches con camisones de algodón blanco, tumbada al lado de su marido, preguntándose si éste iba a apagar las noticias, darle un beso en la frente y quedarse dormido o aquella noche le apetecería recuperar la intimidad del matrimonio.
Pero había llegado el momento de dejar de esperar, de tomar las riendas de su vida.
—¿Qué es «riendas»?
Clara no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta hasta que oyó la voz de Eva en el asiento de atrás del coche.
—Nada, cariño. Estaba hablando sola.
Eva se encogió de hombros, sin hacer un millón de preguntas. Y Clara sabía por qué. Su confiada hija estaba un poco nerviosa aquel día.
—Mamá, ¿está segura de eso de la guardería? —le preguntó Eva por décima vez desde que habían salido de casa.
—Sí, cariño, estoy segura. Sólo son tres mañanas a la semana. Y te divertirás mucho.
Eva frunció el ceño.
—¿Y si también está allí Courtney Foster?
—Bueno, en ese caso —dijo Clara, mirando a su hija con firmeza—, tendrás más oportunidades de intentar hacerte amiga suya.
Se había puesto en contacto con un jardín de infancia del pueblo para ver si podía matricular a Eva en otoño, pero, hasta entonces, había decidido llevarla tres días a la semana a la guardería de la parroquia. Eva ya conocía a muchas de las profesoras y a la mayoría de los niños. Durante esas tres mañanas, Clara podría hacer lo que le apeteciera.
Y no sólo era bueno para ella, sino también para Eva. Por lo menos, así aprendería a tratar con otros niños, y a dejar de pegarles, antes de ir al jardín de infancia.
—No quiero ser su amiga —dijo Eva con una mueca.
—Mmm. Eso parece propio de otra chica que conozco. Una niña que se llama Angélica —dio Clara, sabiendo qué botón estaba tocando.
Su hija comenzó a hacer un puchero.
—Yo no soy como Angélica —se referían a un personaje de una serie de dibujos animados, los Rugrats—. Ella es mala.
Clara le guiñó el ojo a su hija para hacerle entender que estaba bromeando. Eva respondió riendo, pero continuaba habiendo un brillo travieso en su mirada.
Dios santo, su hija podía ser terrible. Pero la amaba con locura. La había querido desde el instante en el que la había sentido revoloteando por su vientre a los cuatro meses de embarazo. Clara iba a echarla de menos, pero sabía que Eva sería mucho más feliz siendo criada por una mujer que no pudiera culparla de no haber podido hacer con su vida nada más que ser madre.
—¿Por qué papá no ha venido con nosotras?
Clara no podía decirle la verdadera razón: porque Mauro no lo sabía. Todavía no se lo había dicho. Pero no tardaría en averiguarlo. Le llevaría como mucho un par de días darse cuenta de que ya no pasaba tanto tiempo en casa. Antes o después, lo descubriría.
Pero Clara no estaba haciendo nada malo. Antes de quedarse embarazada, Mauro y ella habían hablado de que se quedaría en casa durante los dos primeros años de vida de su hija. Pero nunca habían acordado que se convertiría en una mujer con sobrepeso, cuya vida giraría completamente alrededor de su marido y de una hija de cuatro años.
Cuatro años. Ya era más que suficiente. Había llegado la hora de que saliera de su bonita casa.
Había intentado hablar de ello con Mauro en el pasado. Pero cada vez que mencionaba la posibilidad de volver a trabajar, a él se le ocurría alguna razón por la que no debería hacerlo.
Muy bien, era cierto que su trabajo en la Gaceta de Joyful no le proporcionaba mucho dinero. Y, desde luego, tampoco la había convertido en candidata al Pulitzer. Había cubierto todo tipo de noticias, desde partidos de fútbol hasta entrevistas a granjeros que podaban setos con la silueta de Elvis o a políticos que siempre terminaban reclamando el voto para ellos.
Pero le encantaba su trabajo. Al parecer, a Linda Whitaker, su jefa, que la había contratado en cuanto había terminado el instituto, también, porque cuando la había llamado el lunes por la mañana, lo primero que le había preguntado era que si ya estaba dispuesta a incorporarse de nuevo al trabajo.
Y la respuesta había sido sí. De momento, a tiempo parcial, pero, definitivamente, sí.
—¿Mamá?
—Sí, cariño —musitó Clara, sonriendo ante el entusiasmo con el que Linda la había recibido.
—Hagamos un trato —dijo Eva con aquel sonsonete que Clara tan bien conocía.
Oh-oh.
—Si tú no le dices a papá que me he portado como Angélica, yo no le diré que has dicho «riendas».
Clara se mordió el labio y sacudió la cabeza lentamente, intentando no echarse a reír. Eva no conocía el significado de aquella palabra, pero por el tono que su madre había empleado, evidentemente, había deducido que se trataba de una palabra malsonante. Después, asintió.
—Trato hecho.
Definitivamente, la sonrisa de Eva fue de total satisfacción.
Que el cielo la ayudara. Había llegado el momento de volver a trabajar. Y esperaba que eso le sirviera para poder recuperar su antigua capacidad de negociación. Porque, definitivamente, iba a necesitarla con su hija.
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Me encanta esa nena jajajajaja.
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