Dos días después de que Francisco Willis fuera acusado del asesinato de Jimbo, en Joyful todavía no se hablaba de otra cosa.
Había sido él, sí, había confesado casi inmediatamente, cuando le había interrogado Pedro Alfonso en presencia de la policía del estado.
Había matado a Jimbo a las siete y media de la mañana, en cuanto éste había aparecido por su oficina, y lo había hecho por Daniela, que tenía una aventura con el alcalde y a la que Francisco había amado durante la mayor parte de su vida. Y lo había hecho con una estaca de madera.
Paula se alegró cuando los rumores comenzaron a aplacarse, por lo menos en la peluquería. Al fin y al cabo, tenían otras muchas cosas de las que hablar. Otros planes que hacer.
Hablando de planes... ya era hora de que le informara a Pedro de lo que se proponía, decidió el martes por la tarde.
Desde el viernes, había estado pendiente de la investigación. Él había sido el contacto con la policía del estado que se estaba ocupando del caso, puesto que el sheriff Brady había renunciado a su cargo.
La renuncia del sheriff había añadido más fuego al escándalo. De momento, las mujeres de la peluquería eran las únicas que conocían los motivos de aquella renuncia.
Pedro la llamó el martes a la hora del almuerzo para decirle que por fin iba a poder salir a una hora razonable y Paula estaba deseando estar con él. Tenía preparada una tarta y la confesión que pensaba hacer.
Porque había decidido contarle la verdad. Aquellos momentos de pánico durante los que había llegado a pensar que Pedro estaba solo con una posible asesina, le habían hecho darse cuenta de algo: tanto si Pedro quería oírlo como si no, necesitaba explicarle lo que sentía.
Lo amaba loca y apasionadamente, y siempre lo amaría.
Una sombra de duda hizo disminuir su resolución al recordar lo que Pedro pensaba del amor, de las relaciones y los compromisos.
—De todas formas —le dijo a su reflejo en el espejo—, tienes que decírselo.
—¿Decirle qué?
Paula se giró y descubrió sorprendida a Pedro en el marco de la puerta del baño, con una sonrisa lasciva. Aunque lo de la sonrisa no le extrañó mucho, teniendo en cuenta que ella sólo llevaba una toalla encima.
—Me has asustado. Has llegado muy pronto.
—¿Quieres que me vaya?
Paula le agarró del brazo.
—Ni se te ocurra —se puso de puntillas, sosteniendo la toalla con una mano mientras posaba la otra en su rostro para darle un beso.
Le besó sin reservas, dejándole sentir las emociones que durante tanto tiempo había silenciado.
Cuando por fin se separaron, Pedro la miró fijamente a los ojos.
—Paula, ¿estás bien?
Paula asintió
—Sí, pero ahora, déjame vestirme, ¿de acuerdo?
—Por mí no hace falta.
Paula se mordió el labio y desvió la mirada.
—Sí, sí hace falta. Tenemos que hablar.
****
«Tenemos que hablar».
Dios, aquellas eran las tres palabras que todo hombre temía oír de labios de la mujer que amaba. Normalmente, iban seguidas de un «no eres tú, soy yo», o «necesito mi espacio».
Por lo menos, eso había oído. No estaba del todo seguro, puesto que nunca había mantenido una relación suficientemente larga como para que una mujer quisiera dejarle.
—¿De qué quieres que hablemos? —se atrevió a preguntar por fin, sin cambiar el tono de voz.
Paula sacudió la cabeza y salió del cuarto de baño. Pedro la siguió hasta su dormitorio, la vio desaparecer en el vestidor y salir con una bata de color rosa.
Llevaba el pelo envuelto en una toalla y ni una sola gota de maquillaje en la cara, y estaba bellísima.
Si le decía que habían terminado antes de que él tuviera oportunidad de decirle que la amaba, se moriría de dolor.
—Paula...
—¿Ha habido noticias nuevas? —preguntó Paula.
Parecía nerviosa, como si no tuviera más ganas que él de tener una conversación seria.
Y de pronto, Pedro comenzó a sospechar por qué. Habían vuelto a llamarla de Nueva York. Se apostaría cualquier cosa: estaba a punto de marcharse.
—Pedro, ¿se sabe algo nuevo?
Pedro negó con la cabeza con expresión distante.
—En realidad no. Sólo lo que te he contado antes por teléfono. Daniela y Joaquin se van a ir a Atlanta, a casa de una prima suya.
—Necesita empezar de cero —dijo Paula frunciendo ligeramente el ceño—. Y, desde luego, alejarse de los rumores.
Paula pasó por delante de él para dirigirse hacia la cómoda, seguramente con intención de sacar algo de ropa, pero Pedro no podía esperar ni un segundo más.
—Dime lo que tengas que decirme.
Paula bajó la mirada hacia las uñas pintadas de sus pies. La desvió después hacia la pared y hacia la cama. Y al final, su rostro adquirió un tono muy parecido al de sus uñas mientras desviaba la mirada de la cama.
Definitivamente, aquél era el único lugar en el que ninguno de los dos tenía problemas para comunicarse.
—¿Qué te pasa?
Paula se encogió de hombros con gesto de resignación.
—Para mí esto es muy difícil.
Pedro podía hacérselo difícil, podía obligarla a decir lo que sabía que estaba a punto de oír, pero no quería verla sufrir más.
—Sé lo que vas a decirme.
—¿De verdad?
—Lo esperaba, Paula. Llevo esperándolo casi desde el día que llegaste.
Paula elevó los ojos al cielo.
—Vaya, pues si lo hubiera sabido desde el día que llegué, te aseguro que nos habríamos ahorrado muchos problemas.
Problemas. Las semanas que habían pasado juntos para ella habían sido un problema.
—En ese caso, imagino que no vas a cambiar de opinión.
—¿Cómo voy a cambiar de opinión cuando la cabeza no manda nada?
—Entonces, supongo que la que manda es tu cartera —admitió.
—¿Eh?
Pedro sacudió la cabeza y tomó aire. Estaba a punto de sumergirse en aguas muy profundas, en las que hasta entonces nunca se había atrevido a nadar. Pero por Paula merecía la pena arriesgarse. Por lo que habían compartido, merecía la pena arriesgarlo todo.
No le iba a pedir que se quedara, pero tampoco se iba a quedar sentado viéndola marchar.
—No soy un mal abogado.
Paula pareció sorprendida por aquel repentino cambio de tema.
—Llevo aquí dieciocho meses sin hacer prácticamente nada, pero cuando estaba en Atlanta, era muy bueno en mi trabajo.
—¿Pero te gustaba?
Pedro se encogió de hombros y desvió la mirada.
—En determinadas circunstancias, puede llegar a gustarme cualquier trabajo.
—¿Y cuáles son esas circunstancias?
En aquella ocasión, Pedro no vaciló.
—Que tú estés cerca.
Paula abrió los ojos como platos al comprender por fin lo que estaba intentando decirle.
—Pedro, tú...
—Chss —la silenció posando un dedo en sus labios—. No tienes por qué decir nada todavía. Pero sé que hay algo entre nosotros. Siempre lo ha habido. Y si tengo que seguirte a cualquier ciudad del Norte para que podamos tener una oportunidad, estoy dispuesto a hacerlo.
—Oh, Dios mío —susurró Paula—. ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—Tú me deseas —continuó Pedro, sin dejar que su evidente desconcierto le afectara—. Admitiste que siempre me habías deseado. Y yo también te deseo.
En aquella ocasión, fue Paula la que acercó la mano a sus labios.
—Te equivocas, Pedro —dijo suavemente.
Una parte de Pedro murió en ese instante.
—No te he deseado siempre, Pedro Alfonso.
Pedro estuvo a punto de llamarla mentirosa, pero Paula se lo impidió antes de que pudiera hacerlo.
—Siempre te he amado.
Amado. ¿Amado?
—Te he querido siempre. Empezaste a gustarme el día que se rompió tu camioneta y yo te llevé en mi coche. Y mis sentimientos se hicieron más intensos cuando te fuiste a estudiar a la universidad, y cuando te veía defender a Nico o a Virg, o trabajar para ayudar a tu madre.
La palabra «amor» continuaba rebotando en el cerebro de Pedro, impidiéndole concentrarse en lo que Paula decía.
¿Paula lo amaba? ¿Le había querido siempre?
—Y me robaste para siempre el corazón cuando abrí la puerta de mi casa y te vi vestido de traje, con un ramo de flores silvestres.
Sus ojos ambarinos brillaban de emoción. La suavidad de su voz no dejaba ningún género de dudas.
—Sé que no crees en el amor, que no te crees capaz de querer a nadie, de tener una verdadera relación. Pero yo quiero ordenarte que lo intentes.
—¿Ordenarme? —consiguió graznar Pedro.
—Sí, te ordeno que te des una oportunidad de amarme, Pedro Alfonso. Y si no... no volveré a hacerte una sola tarta mientras viva. Y me aseguraré además de que no puedas compartir ninguna tarta con otra mujer en tu vida.
Incapaz de evitarlo, Pedro soltó una carcajada. La abrazó y la estrechó contra él hasta que sus rostros quedaron pegados. Entonces la besó, saboreó por primera vez en su vida la dulzura de una boca que acababa de decir «te amo».
Las palabras que se comunicaron en sus besos en aquella ocasión fueron más profundas. Más significativas. Pedro le dijo con los labios lo que todavía no se había atrevido a pronunciar en voz alta: «te amo, Paula Lina».
Cuando se separaron, Paula lo miró con los ojos abiertos y la respiración jadeante, esperando una respuesta.
Pedro retrocedió un paso. La vio fruncir el ceño preocupada, pero necesitaba espacio para poder meterse la mano en el bolsillo. Sacó la cartera, la abrió y sacó su objeto más preciado.
En una diminuta funda de plástico, llevaba una cadena de oro. Oyó una exclamación sorda de Paula cuando dejó que el frío metal se deslizara entre sus dedos. Después, levantó la cadena, de modo que Paula pudiera ver la mariposa.
—Dios mío, es mi tobillera.
—La tuve colgada del poste de mi cama durante mucho tiempo —admitió con voz ronca—, pero desde la noche del baile del instituto, la llevo en la cartera. La he llevado conmigo durante diez años.
Paula lo supo entonces. Por supuesto que lo supo, a juzgar por el temblor de sus labios y el brillo de sus ojos. Pero Pedro le ofreció el regalo de sus palabras.
—Te amo, Paula Lina Chaves. Eres la única mujer a la que he amado desde que puedo recordar.
La humedad de los ojos de Paula se transformó en un torrente de lágrimas, aunque su rostro casi resplandecía por la enorme sonrisa de sus labios. Ya no había nada más que decir. Paula entrelazó los dedos con los de Pedro, dejando que la cadena envolviera sus manos. Después, le besó otra vez como si le necesitara para respirar.
Que era como la necesitaba Pedro a ella. Necesitaba sus besos para respirar. Su sonrisa para existir. Su amor para sobrevivir.
Aquel largo y dulce abrazo los llevó hasta la cama, donde continuaron besándose lentamente mientras los últimos rayos del sol se deslizaban entre las rendijas de la persiana.
Aquellos rayos cubrieron el cuerpo desnudo de Paula de luz y de sombras mientras Pedro le quitaba la bata y la besaba como si aquella fuera la primera vez.
Pero antes de que Pedro hubiera podido desnudarse para hacer el amor en el pleno sentido de la palabra, Paula frunció el ceño.
—¿Qué ocurre?
—¿De verdad has dicho que estabas dispuesto a venir conmigo a Nueva York?
—No pienso perderte otra vez, Paula.
Paula asintió, pensando en ello.
—¿Puedo reservarme el derecho a recordártelo en el futuro?
Sin estar muy seguro de lo que pretendía, pero deseando retomar la mucho más interesante tarea de terminar desnudo con ella, Pedro asintió con aire ausente.
—Claro.
—Estupendo.
Definitivamente, terminar desnudo era mucho más interesante. Pero acababa de dejar caer la camisa al suelo cuando le preguntó.
—¿Por qué necesitas reservarte ese derecho?
Paula se encogió de hombros mientras deslizaba las manos sobre el pecho de Pedro como si estuviera examinando las curvas y los contornos de su cuerpo. Bajo la delicada caricia de sus manos, Pedro casi se olvidó de lo que acababa de preguntarle.
—Bueno, tu madre me matará si se me ocurre llevarte ahora a Nueva York —susurró por fin, jadeando ligeramente por la excitación.
—Mi madre puede venir a visitarme a cualquier parte —farfulló él.
En aquel momento, cuando Paula estaba haciendo cosas tan notables con sus manos y sus labios, no quería pensar en ninguna otra cosa, y mucho menos en su madre.
Paula rió y continuó bajando por su cuerpo. Utilizó la lengua para desabrocharle los pantalones y después tiró de ellos para apartarlos de su camino.
Se colocó encima de él con los ojos rebosantes de deseo.
Pedro posó las manos sobre los rizos húmedos que enmarcaban su rostro y palpó suavemente su cuero cabelludo, dando gracias a Dios por haberle permitido sobrevivir al accidente.
—De todas formas, me mataría por haberte apartado de su lado —admitió mientras se curvaba sobre él como un gato, deslizando su cuerpo contra el suyo y tentándolo con su suavidad y su calor—. Y no creo que le hiciera mucha gracia que su socia en un negocio la abandonara.
—¿En un negocio?
—Ya te lo explicaré más tarde —susurró, inclinándose para mordisquearle la comisura de los labios.
Inclinó entonces las caderas y comenzó a moverse de tal manera que Pedro terminó olvidándose de donde estaba.
—Te lo contaré todo más tarde —le prometió mientras lamía sus labios—. Ahora mismo, lo único que quiero es que me digas una y otra vez que me amas mientras hacemos el amor.
Y Pedro estuvo más que dispuesto a obedecer
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