viernes, 9 de junio de 2017

CAPITULO 42




Si había algo que Pedro no quería volver a ver en su vida era a Paula furiosa, triste y asustada en el interior de una celda.


Maldita fuera. Daniel Brady la había encerrado por tercera vez en tres semanas. A Pedro le entraban ganas de abrazarla, de sacarla de allí y de no permitir que nadie pudiera encerrarla en un lugar tan repugnante jamás en su vida. Diablos, no quería que volviera a separarse nunca de su lado.


No se detuvo a analizar aquel pensamiento. Pasara lo que pasara entre Paula y él en el futuro, el futuro tenía que quedarse donde estaba. Por lo menos hasta que hubiera sido capaz de ocuparse de su incierto presente.


En aquel momento, permanecía en la puerta que separaba los despachos de la zona de los calabozos en la comisaría. Esperó un instante antes de anunciarle a Paula su presencia, esperando que la visión de Paula segura e ilesa le ayudara a tranquilizarse.


Pero sólo consiguió aumentar su enfado. Mientras pasaba furioso por delante del sheriff, que permanecía en su mesa hablando con Francisco, tuvo una sensación de déjà vu. Pero en aquella ocasión, Pedro no se reía, ni estaba resignado a ver a Paula en una celda. Estaba furioso. 


Aunque, de alguna manera, consiguió disimularlo.


—Hola, cariño. Creo que deberíamos dejar de encontrarnos en lugares como éste.


—¡Pedro! —Paula corrió hacia los barrotes de la celda—. Menos mal que has venido. Esto es una locura.


Pedro le sonrió con ternura.


—Tranquila, cariño, te sacaré de aquí —y entonces gritó por encima del hombro—. Sácala de aquí inmediatamente, sheriff.


—No, me temo que esta vez va a tener que esperar —replicó el sheriff mientras se acercaba a ellos—. Porque no pienso permitir que vaya a ninguna parte.


Pedro se apartó de su camino para dejar que el sheriff pudiera abrir la celda. Cosa que se iba a asegurar de que hiciera aunque para ello tuviera que agarrarle del cuello.


—Suéltala ahora mismo, Daniel —le ordenó. El sheriff se tensó.


—Estoy interrogándola.


—No, no estás interrogándola.


Sacudió la cabeza disgustado, cansado de esa antigua discusión que, de pronto, le parecía mucho más seria de lo que se lo había parecido en el pasado


—No puedes ignorar las leyes a tu antojo. No tienes ningún derecho a encerrar a alguien en una celda por capricho. Así que sácala inmediatamente si no quieres que sea yo el primero que declare en tu contra cuando Paula te denuncie por abuso de autoridad.


Brady frunció el ceño, pero se acercó a la celda con el enorme llavero que normalmente dejaba encima de su escritorio.


—Pero te advierto que es la primera sospechosa de un asesinato.


Asesinato. Genial. Se habría echado a reír... si no hubiera sido cierto. Porque la verdad era que Joyful acababa de vivir su primer asesinato en ocho años.


Era increíble. Todo aquello era como una pesadilla.


Alguien había entrado en el despacho de Jimbo Body y le había clavado en el corazón una estaca de madera de los carteles que utilizaba para su campaña electoral. Y lo peor de todo era que el sheriff había centrado sus sospechas en Paula, la mujer con la que Pedro había compartido la cama la noche anterior.


Aquello no era una pesadilla, era, directamente, una película de terror.


—Quiero hablar con usted, jovencita —dijo el sheriff, inclinándose sobre Paula—. Antes ha dicho que hablaría en cuanto llegara el fiscal del condado y ahora ya lo tiene aquí.


Paula abrió la boca, pero Pedro alzó la mano para interrumpirla.


—No digas una sola palabra.


—No pasa nada —respondió Paula, que parecía mucho menos asustada que cuando estaba al otro lado de los barrotes.


Se acercó ligeramente a Pedro, sin tocarle, pero como si necesitara sentir el sólido calor de su cuerpo muy cerca de ella. Después, se volvió hacia el sheriff.


—Tengo algo que decir —apretó los dientes y después declaró—: Yo no lo hice.


Brady enrojeció.


—Pero estaba allí.


—¡Y la señora Dillon había llegado antes que yo! Dios mío, pero si incluso tenía el peluquín de ese hombre en la mano cuando yo entré...


Pedro esbozó una mueca. Nadie le había informado de ese detalle.


Al advertir su sorpresa, Paula le explicó.


—Ella dijo que se quedó con el peluquín en la mano cuando intentó levantarle la cabeza del suelo para ver si respiraba. Supongo que estaba tan impactada que ni siquiera lo soltó —miró de nuevo al sheriff— . Ella es la primera que puede decirle que yo llegué después.


—Eso no significa nada —replicó el sheriff con el ceño fruncido—. Es posible que le siguiera desde su casa. Podría haber estado esperándolo durante toda la noche fuera de su casa, seguirle después a su despacho, hacer el trabajo sucio y después regresar más tarde para intentar despistarnos —abrió los ojos como platos— . O a lo mejor decidió regresar porque se había dado cuenta de que se le había caído un pendiente y tenía que volver a buscarlo.


Paula se llevó las manos inmediatamente a las orejas, de las que colgaban sendos aritos de oro.


Oh, qué inteligencia tan aguda. Pedro imaginó que Perry Mason estaría orgulloso de presenciar un momento como aquél.


—No digas tonterías, Daniel. No tienes absolutamente nada contra ella. Ninguna prueba, ningún móvil, nada.


—Anoche le amenazó.


«Anoche». Aquella palabra penetró violentamente en su cerebro. Brady había mencionado por segunda vez la noche anterior.


—Anoche estuvo en mi casa —admitió Pedro entre dientes.


Oyó entonces un suspiro casi imperceptible. Miró a Paula de reojo e inmediatamente reparó en su rubor. Diablos.


—No, a las once ya no estaba allí —respondió Brady—. Yo estaba en el mismo lugar en el que ella amenazó a ese pobre hombre.


—Yo no le amenacé.


—Dijo que le haría desear no haberla conocido.


No, no podía ser. Paula no podía haber ido a enfrentarse a Jimbo después de haber salido de su casa. Furiosa, enfadada y dispuesta a lanzar cualquier tipo de amenaza.


Pero su forma de morderse el labio le indicó que el sheriff no mentía.


Una niñera. Eso era lo que necesitaba. O un par de esposas para evitar que saliera de casa y se buscara problemas.


Paula continuó defendiéndose.


—Le dije que no iba a dejar que se olvidara de mí, y eso no es ninguna amenaza. Y, desde luego, no me he pasado la noche en la avenida Sycamore, esperándole.


Un crujido llamó la atención de los tres. Al mirar en la dirección de aquel ruido, Pedro vio al ayudante Francisco recogiendo una libreta que se le había caído cerca de la puerta. Probablemente le había dado una patada para poder acercarse a la puerta y oír mejor.


Paula también se fijó en él.


—Espere, si no me cree, pregúntele a Francisco. Me lo encontré justo antes de salir del barrio. Acababa de parar a un coche.


La mente analítica de Pedro se puso en funcionamiento. El que Francisco la hubiera visto marcharse o no, en realidad no importaba. A Paula no le habría hecho falta seguir a Jimbo para saber que iría a trabajar al día siguiente.


¿Pero en qué estaba pensando? Sacudió la cabeza, obligándose a dejar de pensar como un fiscal y a pensar como un amante.


—¿Y bien? —preguntó Paula, mirando a Francisco, que abrió y cerró la boca sin decir nada varias veces.


Al final, el hombre, rojo como la grana, se limitó a negar con la cabeza.


—No sé de qué está hablando.


Paula se quedó boquiabierta. El sheriff Brady continuó haciéndole preguntas sobre Jimbo. Y Francisco continuaba allí, con el ceño fruncido y expresión hermética.


Era extraño que Francisco mintiera, como obviamente estaba haciendo, cuando tampoco la verdad serviría mucho. Pedro no podía imaginar por qué un hombre normalmente tan honrado podía estar haciendo una cosa así.


Pero de pronto le parecía muy importante averiguarlo.



***


Paula nunca había visto a Pedro tan furioso. Mientras conducía, tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que se aferraba al volante y apretaba la mandíbula de tal manera que parecía que se le iba a partir. Aunque Paula sabía que su enfado no iba directamente dirigido a ella, la verdad era que impresionaba verlo.


—La mentalidad de este pueblo va a terminar volviéndome loco algún día —musitó entre dientes.


Paula posó la mano en su pierna y le acarició, intentando consolarle.


—Fuiste tú el que decidió que quería volver aquí.


—Para poder enfrentarme al idiota del sheriff y a esta gente de miras tan estrechas durante el resto de mi vida. No sé en qué estaba pensando para tomar una decisión así.


Paula pensó en ello.


—Supongo que en tu madre. Y en tu sobrino —musitó por fin. Después, especulando sobre qué otras opciones podía haber tenido Pedro, continuó—: Y en que ibas a vivir en un lugar en el que no tienes que cerrar la puerta con llave por las noches. Un lugar en el que puedes abrir la ventana en verano y oír a los niños jugando en el parque.


La única respuesta de Pedro fue encogerse de hombros, pero Paula no renunció.


—Supongo que también pensabas en la posibilidad de tener vecinos que siempre están dispuestos a echarte una mano o a invitarte a una cerveza.


Pedro la miró con expresión incrédula.


—¿Quieres decir que las cosas ya no son así? —le preguntó.


—Bueno, supongo que tienes razón.


Paula asintió, alegrándose de que fuera capaz de admitirlo.


—Además, sospecho que también volviste a Joyful porque sabes que aquí hay personas que se merecen contar por lo menos con un funcionario público que sepa cómo hacer su trabajo.


Pedro volvió a apretar los labios. Paula casi se arrepintió de haber mencionado a los funcionarios públicos del pueblo, pues esa mención les llevaba inmediatamente a pensar en el asesinato del alcalde y en el sheriff.


Paula le acarició la mejilla con el dorso de la mano.


—Estoy bien, Pedro, de verdad.


Pedro le dirigió una mirada rápida. Sus ojos expresaban abiertamente sus sentimientos. Y Paula comprendió emocionada que había llegado a la conclusión correcta. 


Tenía miedo por ella. Más aún, estaba furioso por ella.


Pedro nunca había sido un hombre de mucho genio. 


Tardaba en perder la paciencia, a diferencia de Nico, que usaba con frecuencia los puños para resolver problemas. Pedro nunca lo había necesitado. Su irresistible encanto le había evitado muchas peleas. Y en las raras ocasiones en las que se enfadaba, gritaba, se desahogaba y fin de la historia. Nunca le había visto recurrir a la violencia.
Pero en aquel momento parecía dispuesto a hacer pedacitos a cualquiera.


—No me lleves a casa todavía —musitó, consciente de que ambos necesitaban distraerse—. No soporto pensar en todos los pares de ojos de la manzana viéndonos entrar juntos a mi casa. Y probablemente tampoco deberíamos ir a tu casa.


Pedro desvió el coche inmediatamente en otra dirección, sin decirle a donde iban. Durante el silencioso trayecto, Paula intentaba pensar en cualquier cosa que no fuera el peluquín de Jimbo en la mano de Cora Dillon. El estómago se le revolvía cuando lo recordaba. Afortunadamente, ella no había entrado en el despacho y no había visto su cadáver.


No soportaba al alcalde, pero, desde luego, jamás había deseado su muerte. Y no podía imaginar quién podría haberlo hecho.


Le habría gustado hablar sobre ello, pero permaneció en silencio. Y Pedro por fin pareció tranquilizarse. Lo último que quería Paula era volver a reavivar su enfado.


Pero tendrían que hablar. Estaba segura de que Pedro tenía algo que decir sobre el hecho de que hubiera ido a casa de Boyd la noche anterior. Pero no en ese momento. No, en aquel momento lo único que quería era estar a solas con él, buscar el calor de sus brazos, besarlo y olvidarse de todas las cosas desagradables del mundo hasta el día siguiente.


Cuando vio que Pedro detenía el coche frente a una casa solariega, comprendió de pronto a donde la llevaba.


—El cenador.


Pedro no dijo nada. Ni pidió permiso ni se ofreció a llevarla a ningún otro lugar. Para ellos no había ningún lugar mejor.


El cenador estaba cerca de unos columpios, al borde de un pequeño estanque al que Paula recordaba haber ido a dar de comer a los patos cuando era pequeña. Y también se recordaba vagando por aquel parque con sus amigos de instituto hasta última hora de la noche.


Era un lugar tranquilo, alejado de la carretera principal, sin ninguna casa a la vista, salvo la enorme casa solariega. Un lugar aislado y separado del resto del mundo.


En eso no había cambiado, continuaba siendo un lugar apartado del mundo. Pero el estado en el que encontró el parque fue toda una sorpresa.


—Parece abandonado —musitó—, ¿es que ya no viene nadie por aquí?


—En el pueblo han construido un parque nuevo. Hace mucho que la gente se olvidó de éste.


—Se ha convertido en un lugar muy triste —musitó Paula.


—Y solitario.


Sí, desde luego.


Paula salió del todoterreno, lo rodeó y le tendió la mano a Pedro. Cuando éste se la tomó y entrelazó los dedos con los suyos, se sintió inmediatamente a salvo, segura y relajada. Era la primera vez que se sentía así en todo el día.


A juzgar por el estado en el que se encontraba el parque, casi temía que el cenador se hubiera derrumbado. 


Conteniendo la respiración, miró entre dos viejos robles cubiertos de musgo y suspiró aliviada al ver que continuaba en el mismo lugar que una década atrás: cerca del lago y rodeado de una maraña de jazmines. La madera había adquirido un tono blanquecino y algunas de las parras que lo cubrían habían descendido hasta la barandilla, convirtiéndose en una pared vegetal que años atrás no existía. Si hubiera estado allí la noche del baile del instituto, no habría expuesto su desnudez ante toda la clase.


Sin necesidad de decir nada, subieron juntos al cenador.


Paula inhaló profundamente el intenso aroma del jazmín.


—¿Pedro?


Pedro no contestó. No necesitaba hacerlo. Porque era evidente que había notado el deseo en su voz. Le tendió los brazos y ella corrió hacia ellos. Acariciándole la espalda, Pedro le susurraba palabras dulces al oído, borrando así la confusión y el miedo que la perseguían desde que aquella mañana se había encontrado de pronto en medio del escenario de un crimen.


Pronto consiguió Pedro mucho más. Porque la dura fuerza de su cuerpo, la sensación de su respiración contra su cuello y el susurro de su voz pusieron todos sus sentidos alerta. 


Sus cuerpos se tocaban desde la cabeza a los pies y Paula comenzó a ser consciente de que crecía en su interior una clase de tensión muy diferente. El deseo, el hambre que aquel hombre siempre le había inspirado.


Echó la cabeza hacia atrás, lo miró a los ojos y se humedeció los labios entreabiertos. Pedro respondió con un gemido y después le dio lo que en silencio le estaba suplicando. Abrió la boca sobre la suya y él la besó profundamente. Paula le rodeó el cuello con los brazos y hundió los dedos en su pelo.


Fueron muchas las cosas que se dijeron en aquel beso... 


Con él, Paula le estaba dando las gracias y diciéndole que se alegraba de que la hubiera puesto a salvo. Compartieron emoción, dulzura y un lánguido deseo que parecía encajar como ningún otro en aquel lugar y en aquel caluroso día de verano.


Al final, después de haber compartido aquel largo e íntimo beso, Pedro se separó de ella. Paula tomó aire, intentando calmar su pulso acelerado, preguntándose cómo habría conseguido Pedro que desapareciera de su mente cualquier pensamiento excepto uno: lo mucho que lo deseaba. Quería hace el amor en ese mismo instante, en un lugar que había sido muy importante para los dos.


—¿Cómo es posible que siempre tengas ese efecto en mí? —le preguntó.


—¿Qué efecto? —preguntó a su vez Pedro, besándole en la comisura de los labios—. ¿El de hacer que desees desnudarte, estemos donde estemos?


Paula echó la cabeza hacia atrás y casi ronroneó cuando Pedro le cubrió el cuello de besos.


—Exactamente, como la última vez que estuvimos aquí.


Pedro vaciló un instante y Paula deseó haberse mordido la lengua y no haber mencionado aquella noche.


Pedro posó las manos en su cintura, deslizó los dedos por el dobladillo de la camiseta y comenzó a acariciarla. Paula cerró los ojos y se entregó completamente a aquella sensación.


—¿Alguna vez vamos a hablar sobre ello, Paula? —susurró Pedro contra su piel.


¿Hablar? ¿Hablar sobre qué? ¿De qué tenían que hablar? ¿Y cómo iba a saberlo ella si continuaba cubriéndola de besos?


Pedro susurró algo contra su escote.


—¿Mmm?


—He dicho que lo siento.


¿Lo sentía? ¿Qué sentía? Ningún hombre debería disculparse por ser capaz de hacer derretirse a una mujer con solo un beso.


—Siento cómo me comporté aquella noche.


Paula se tensó al darse cuenta de que estaba hablando de la noche del baile del instituto.


Pedro alzó la cabeza y susurró:
—Siento haberte dejado aquí sola, Paula.


Paula no pudo evitarlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y parpadeó rápidamente mientras intentaba hacerlas desaparecer mentalmente. Pero era difícil. Las palabras de Pedro le habían hecho recordar el que había sido el momento más difícil de su vida.


Con diez años más, si alguien la descubría en algún momento desnuda, la situación le resultaría embarazosa, pero seguro que con el tiempo, sería capaz de reírse de lo ocurrido.


Sin embargo, a los dieciocho años y después de haber perdido la virginidad con un hombre al que adoraba, el golpe había sido absolutamente devastador.


—Fuiste un canalla.


Y un príncipe.


—Deseaba matarte.


Y perderse para siempre en él.


—Te odié.


Al tiempo que lo amaba con todas sus fuerzas.


Pedro no se inmutó ante la dureza de sus palabras.


—En cuanto conseguí tranquilizarme, yo también me odié.


Se apartó ligeramente de ella para que ambos tuvieran la distancia que les permitiera continuar la que parecía que iba a ser una conversación importante. La clase de conversación que debían mantener si querían que aquello... lo que fuera que hubiera entre ellos, tuviera alguna posibilidad de prolongarse en el tiempo.


—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Paula suavemente—. ¿Por qué te convertiste de pronto en un extraño?


Pedro se cruzó de brazos y se apoyó contra la barandilla.


—¿Por qué lo hiciste tú? ¿Por qué me dejaste hacer el amor contigo?


Porque lo quería.


—Porque te deseaba —contestó en cambio.


Al recordar algo que Pedro le había dicho, se preguntó si él habría dudado de su deseo durante todos aquellos años. Se acercó a él y posó la mano en su mejilla.


—Te deseaba, no te necesitaba.


Al ver el alivio que reflejaba su rostro, se alegró de haberlo admitido.


—Ahora, explícame por qué te enfadaste tanto. No fue porque yo era virgen, ¿verdad? —se dio cuenta de que se estaba sonrojando como una niña, pero continuó, aunque con voz ligeramente temblorosa—. Cuando te diste cuenta, fuiste maravilloso conmigo.


—Fue por la gargantilla —admitió Pedro con voz tensa—. Cuando empezaste a llorar porque se había roto, me di cuenta de que prácticamente te habías comprometido con mi hermano y yo, bueno...


Paula se quedó boquiabierta.


—¿Comprometida? ¿De qué estás hablando?


—Nico te había pedido que llevaras esa gargantilla durante tu luna de miel, ¿te acuerdas? Y tú te echaste a llorar cuando viste que se había roto.


Sí, era cierto, pero no por los motivos que él pensaba. No había llorado por Nico, ni por la gargantilla, ni por ningún compromiso inexistente.


—De pronto me di cuenta de que habías pensado perder tu virginidad el día del baile del instituto. Y de que yo sólo había sido un sustituto.


Oh. Dios, claro que había pensado que para ella era un simple sustituto. Porque Pedro nunca había sabido que... nunca le había dicho la verdad sobre a cuál de los dos hermanos deseaba de verdad.


Pedro, para empezar, yo nunca pensé en casarme con Nico. Jamás. Tú sabes cómo era yo entonces, me conocías mejor que Nico. Nunca se me habría ocurrido irme de casa.


Pedro permaneció en silencio.


—No sé si serás capaz de comprender lo que estoy a punto de decirte, porque no eres una mujer. Es posible, de hecho, que esto no tenga ningún sentido para ti porque no estás acostumbrado a tener cambios de humor que te hacen llorar al ver un anuncio cuando en realidad estás triste porque te has peleado con tu mejor amiga.


Pedro elevó los ojos al cielo.


—Te aseguro que esa lógica escapa por completo a mi capacidad de comprensión.


—Por supuesto, eres un hombre. Pero intenta comprenderme.


—Lo estoy intentando —contestó Pedro con un suspiro.


Paula le tomó la mano y dio un paso hacia él. Tomó aire y continuó.


—Piensa en ello. Yo era una adolescente que acababa de perder la virginidad con el chico de mis sueños.


Pedro abrió los ojos como platos. Paula posó la mano en su boca para que no le interrumpiera. Tenía miedo de perder el valor para seguir hablando.


—Había pasado en una sola noche de ser una niña buena que salía con un chico con el que nunca había hecho nada más que besarse a convertirme en una mujer, en una verdadera mujer, que había encontrado un amante perfecto, mejor que el que nadie podría soñar.


Pedro permaneció en silencio, mirándola con el semblante completamente inexpresivo.


—Lloré, sí, pero porque me había convertido en una mujer, porque estaba dejando la infancia para adentrarme en el mundo de los adultos. Fue... fue como cuando lloro viendo un anuncio.


Pedro tensó ligeramente la barbilla. Paula deseó entonces que fuera un hombre más fácil, más expresivo, porque en aquel momento era incapaz de decir lo que estaba pensando.


—No lloraba por arrepentimiento —se precipitó a aclarar—. No me arrepentía de lo que había pasado entre nosotros. Había sido perfecto. Tú no fuiste ningún sustituto de nadie, Pedro Alfonso, de eso puedes estar seguro. Y te aseguro que si Nico y yo hubiéramos ido juntos a ese baile, al día siguiente yo habría seguido siendo virgen.


Pedro continuaba callado, escrutando su mirada como si estuviera buscando algo más, como si supiera que quedaba algo por decir.


Y sí, había más. Era mucho más lo que Paula podría haber dicho. Podía haberle dicho que se había enamorado de él el día que le había montado en su coche. Que había estado fantaseando durante semanas con el beso que le había dado. Que había soñado durante años con él y que se sentía culpable por desearle cuando estaba con su hermano.


Pero esas palabras la acercarían demasiado a una verdad que todavía no estaba preparada para admitir. A una verdad que Pedro todavía no estaba preparado para oír.


Si confesaba que lo amaba, Pedro tendría que responder. 


Paula sospechaba que sentía algo por ella, pero también que no le resultaría fácil admitirlo. En las pocas ocasiones en las que habían hablado de su infancia, de sus sentimientos, del amor, había quedado claro que el pasado le había dejado cicatrices profundas. No, no lo resultaría fácil admitir que se había enamorado.


Ni siquiera ante sí mismo.


Lo cual explicaba por qué se había resistido a todas las mujeres de Joyful que habían intentado acercarse a él. Lo sabía. Pedro era un hombre demasiado bueno como para dejar que ninguna mujer se enamorara de él cuando él no se consideraba capaz de amar.


Al final, como si fuera consciente de que Paula no iba a decir nada más, Pedro dejó escapar un lento suspiro. 


Cuando Paula intentó acercar la mano a su rostro, no se lo permitió. Le besó la palma y le hizo posar la mano en su mejilla.


—No lo sabía, Paula.


—No, no tenías forma de saberlo.


—¿Y por qué no me lo dijiste?


—Pensaba que lo había hecho —susurró con la voz ligeramente temblorosa—. Cada vez que te besé y te acaricié esa noche, estaba diciéndote que eras tú el único al que deseaba.


—Pero yo no comprendí el mensaje.


—Evidentemente, no —retrocedió para mirarlo a los ojos—. Pero veamos ahora si puedes entender éste.


Y sin decir una sola palabra, se llevó las manos a la blusa y comenzó a desabrochársela.


Pedro la miró con los ojos entrecerrados. A sus labios asomó una sonrisa.


—Mmm.


Paula no se interrumpió. A la blusa se sumó el sujetador. Pedro apretaba visiblemente la barbilla mientras contemplaba sus senos desnudos.


—¿Me sigues ahora? —dijo con una provocadora sonrisa.


—A cualquier parte a la que me quieras llevar.


—¡Pedro!


—Perdón, señora —contestó, arrastrando las palabras sin apartar la mirada de los pezones que se erguían anticipando sus caricias—. Yo sólo soy un tranquilo muchacho sureño. Es posible que necesite algo más para entenderla.


—De acuerdo —buscó el elástico de la cintura de la falda—. A lo mejor esto te ayuda —y comenzó a bajarse la falda.


Pedro bajó la mirada. Y los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas cuando vio lo que llevaba Paula debajo.


—Vaya, señora, creo que deberían prohibir esos tangas con diseño de leopardo como el que usted lleva.


—No por mucho tiempo —replicó ella.


Y con un rápido movimiento, se desprendió también del tanga. Al tanga le siguieron las sandalias, hasta que quedó completamente desnuda, iluminada solamente por la luz del sol y envuelta en la seguridad que el deseo inagotable
de Pedro le daba.


Se llevó una mano a la cadera, alzó la barbilla y ronroneó:


—¿Ha quedado suficientemente claro lo que quiero, señor fiscal?


—Muy claro, señora —contestó Pedro.


Su voz sonaba ligeramente pastosa, como si tuviera que hacer un esfuerzo para pronunciar cada palabra. Y cuánto le gustaba a Paula aquel tono hambriento, el deseo que reflejaba su mirada y su sonrisa.


—Así que esta vez no quiero malentendidos —le provocó.


Le encantaba ver el brillo de sus ojos, oír su respiración casi jadeante. Paula se llevó la mano a un seno y se acarició el pezón con el dedo.


—¿Eres consciente de que en este cenador sólo estamos tú y yo?


—Estarías en una situación un tanto embarazosa si hubiera alguien más.


Paula lo ignoró y continuó con su estrategia de seducción.


—No hay nadie más que pueda tocarme.


—Pero tú lo estás haciendo condenadamente bien —respondió él, como si quisiera que continuara haciéndolo.


Paula le dirigió una sonrisa traviesa e hizo exactamente eso. Deslizó la mano por su estómago, por su vientre y por su pelvis, sabiendo que Pedro se moría de ganas de tocarla como lo estaba haciendo ella.


Pedro continuó con los ojos fijos en ella hasta que estuvo a punto de perder el control. Pero justo antes de que lo hiciera, Paula le dijo:
—Te deseo, Pedro. Y te elijo a ti. Aquí, ahora, exactamente como lo hice aquella noche.


Fueron las últimas palabras que fue capaz de pronunciar, porque, antes de que hubiera dicho nada más, estaba Pedro sobre ella, hundiendo la mano en su pelo para buscar su boca mientras con la otra la estrechaba contra él. 


Aquél fue un beso húmedo y carnal. Paula gemía de placer mientras se frotaba contra Pedro y sentía la fuerza de su erección.


Sin dejar de besarla, Pedro comenzó a desabrocharse los botones de la camisa. Paula buscó su cinturón con impaciencia hasta que por fin lo tuvo gloriosamente desnudo ante ella, piel contra piel, mientras continuaban besándose con pasión. La dulce fragancia del jazmín pronto se mezcló con el olor almizcleño del deseo.


—Ven aquí —gimió Pedro contra su boca, llevándola hasta un banco tallado en la madera.


Paula no vaciló cuando la hizo sentarse a horcajadas sobre él para deslizarse en su interior con una profunda y lenta embestida.


Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y disfrutó de la penetración. No se movía, apenas respiraba. Se concentraba únicamente en la deliciosa sensación de Pedro enterrado en lo más profundo de ella, llenándola de tal manera que estuvo a punto de perder la razón.


Pedro empujó lentamente, haciéndole gemir.


—¿Y tú me entiendes ahora, Paula? —le preguntó mientras alzaba ligeramente las caderas, haciéndola enloquecer con un nuevo movimiento con el que consiguió transformar toda lógica en el más puro placer.


Paula asintió y consiguió susurrar:
—Definitivamente, lo entiendo —suspiró—. Y quiero seguir entendiéndolo.


—Estupendo —susurró Pedro contra su cuello mientras aceleraba el ritmo—, porque pienso continuar intentando que lo comprendas.