lunes, 29 de mayo de 2017

CAPITULO 6




Si alguien le hubiera dicho que a los pocos minutos de regresar a Joyful estaría tumbada en el suelo, con las piernas levantadas y con Pedro Alfonso entre ellas, Paula se habría reído en su cara. Particularmente, si le hubieran dicho que prácticamente medio pueblo estaría mirándola.


¿Cómo se llamaba aquella sensación? ¿Un déjá vu? Porque ésa era la misma posición en la que había estado la última noche que había pasado en ese pueblo, diez años atrás.


El destino, decidió, además de ser muy retorcido, tenía un pésimo sentido del humor.


—Pau, ¿estás bien? —le preguntó Pedro, que se había colocado entre sus tobillos para ver cómo se encontraba.


—No, no estoy bien —consiguió responder.


Se había resbalado con algo. Estaba tan pendiente de evitar la lata, y al hombre al que se le había caído, que ni siquiera había reparado en el otro peligro. Y en aquel momento, tenía el tobillo y el pie retorcidos como una serpiente. Y, por cierto, también su estómago andaba revuelto.


Por no hablar de su corazón.


Cerró los ojos, esperando la primera punzada de dolor. 


Quizá así se atreviera a enfrentarse al hecho de que el primer conocido con el que se había encontrado en Joyful era precisamente el único al que esperaba evitar. Y que además estaba guapísimo.


Cuando era adolescente, Pedro ya era un hombre capaz de robar el corazón a cualquier mujer. Era el malo de los malos. Montaba en moto, fumaba, era el típico personaje de las películas de adolescentes que formaba parte de la fantasía secreta de cualquier chica.


Y el tiempo no había tenido la amabilidad de cubrir su atractivo rostro de arrugas, de dibujar ojeras debajo de aquellos fascinantes ojos azules, o de teñir con canas su pelo. Tampoco la gravedad había tenido ningún efecto en su barriga ni en los músculos de su pecho.


No, Pedro Alfonso no se había convertido en lo que algunas veces Paula había esperado que fuera. De hecho, lo que le parecía era un hombre más alto, más fuerte. Más viril, y, sin embargo, seguía conservando parte del joven al que ella había conocido. Definitivamente, no tenía el aspecto de haber pasado los últimos diez años lamentando la pérdida de lo mejor que le había pasado en la vida; la pérdida de Paula.


No, se había convertido en un hombre atractivo, risueño y ligón. Los vaqueros y la cazadora de cuero podían haber desaparecido, al igual que las cadenas y los pendientes de plata, pero aquella expresión de «sí, puedo ofrecerte todo lo que ves en mis ojos», continuaba siendo cien por cien Pedro.


—Déjame ayudarte —insistió—. Diablos, Paula, no podía imaginarme que te caerías de la sorpresa al verme.


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—Porque tengo que admitir que verte también ha sido toda una sorpresa, pero no creo que yo vaya a desmayarme.


Pero Paula no creía que su sorpresa pudiera competir con la suya. Ella estaba convencida de que Pedro se habría ido del pueblo mucho tiempo atrás. En cambio, allí estaba, entre sus piernas, intentando descalzarla, como si hubieran estado viéndose todos los días durante la última década, y no solamente en sus pesadillas.


—No ha sido por la sorpresa. Me he resbalado con algo.


Pedro se encogió de hombros y continuó intentando desabrocharle la sandalia.


Paula mientras tanto, intentó recordar la expresión de Pedro al reconocerla. Y tenía que admitirlo: por aquella expresión casi merecía la pena haberse torcido el tobillo. 


«Sorpresa» no era la palabra más adecuada para definirla. 


Habría que hablar de estupefacción. Y, por un instante, por un brevísimo instante, su expresión había sido de alegría.


A Paula no le importaba mucho lo de la impresión. Pero lo de la alegría compensaba las dieciséis horas de viaje y el haber terminado en el suelo con las piernas retorcidas y el hombre más atractivo que había conocido en su vida entre ellas. Y, nada más y nada menos, que delante de todos los embobados compradores del supermercado de Joyful que, evidentemente, continuaban mirándola boquiabiertos.


Suspiró. Menuda aparición después de diez años. Suponía que era absurdo esperar que ninguna de las personas allí reunidas recordara que la habían descubierto en una posición similar la noche del baile del instituto.


Por lo menos, pensó, en el supermercado no estaba desnuda.


Mientras intentaba ignorar el placer que le había causado comprobar que Pedro se alegraba de verla, comenzó a ser consciente de otras partes de su cuerpo que también habían reaccionado.


Porque sí, aquellas caderas perfectas estaban entre sus piernas y mientras fijaba la mirada en el pelo oscuro y tupido de Pedro, se recordaba a sí misma hundiendo los dedos en él. Y de pronto sintió una humedad en las partes más sureñas de su cuerpo, una humedad que no tenía nada que ver con el líquido que le había hecho resbalar.


Cerró los ojos y tomó aire, intentando reunir el valor que necesitaba para enfrentarse a su situación. Humm. Se había caído delante de todo el mundo y se descubría deseando a un tipo al que debería odiar. Y deseando también que su falda no fuera tan corta y su vida sexual no hubiera sido tan miserable últimamente como para que su propio cuerpo la traicionara a pesar del dolor del tobillo. Y de su corazón.


—Lo siento, Paula Lina, pero se te está hinchando mucho el tobillo.


¿Sentía haber provocado el resbalón? ¿O sentía haberle roto el corazón? Por supuesto, no le dio la satisfacción de formular en voz alta la pregunta. No, Pedro Alfonso no tenía la menor idea de que le había roto el corazón.


—Ya nadie me llama Paula Lina —dijo, haciendo una mueca de dolor cuando Pedro le palpó el tobillo con la yema de los dedos.


Pedro se tensó visiblemente y la miró a los ojos.


—¿Tienes otro nombre? ¿Un nombre para la pantalla?


Sin entender muy bien qué interés podía tener Pedro en el nombre que ella utilizara en Internet, se inclinó hacia delante para desatarse la sandalia.


—Lo que quiero decir es que ahora todo el mundo me llama Paula.


—¿Cómo Cher? ¿O Madonna? —preguntó Pedro en un tono que Paula no acertaba a identificar.


Parecía ligeramente violento, pero era lógico que se sintiera así en la situación en la que se encontraban. Especialmente, teniendo en cuenta a los atentos espectadores que les rodeaban.


—No —le explicó pacientemente—. Me hago llamar Paula Chaves. Lo único que he dejado de utilizar es el Lina. Y ahora, si crees que te ha quedado suficientemente claro todo lo relativo a mi nombre, ¿te importaría dejarme en paz para que pueda acercarme a un hospital para que me hagan una radiografía?


Pedro musitó algo y Paula habría jurado reconocer la palabra «descarada».


—Te llevaré a la clínica —dijo por fin cuando la descubrió mirándolo fijamente.


—Olvídate —respondió ella en un susurro—. Puedo ir sola —miró a su alrededor—. ¿Con qué he resbalado?


Ambos vieron entonces una mancha azul de una sustancia pegajosa.


—Me temo que es detergente. O suavizante. Creo que una niña estaba intentando quitar una mancha de zumo de su camiseta.


—Genial, bienvenida a casa, Paula. Disfruta de tu caída —se dijo Paulaa a sí misma.


Pedro se encogió de hombros.


—Tú siempre has sabido cómo hacer una entrada —la miró con los ojos entrecerrados—. Y una salida.


Paula le fulminó con la mirada, sin apreciar en absoluto ni su humor ni aquella mención velada a la última vez que habían estado juntos.


—¿Estás seguro de que ha sido una niña? A lo mejor eras tú el que necesitaba quitarse alguna mancha, aunque jamás habría pensado que eras uno de esos hombres que podían terminar con los pantalones mojados con solo mirarme.


—Cariño, siento desilusionarte, pero de momento no me has hecho temblar —bajó la voz—, ni tampoco necesitar quitarme los pantalones a toda velocidad —le dirigió una maliciosa sonrisa—, para variar.


Otro recuerdo peligroso. Desde luego, Pedro no había necesitado que le urgiera a quitarse los pantalones la última vez que habían estado juntos. El muy perro...


Antes de que Paula hubiera tenido tiempo de ceder a su primer impulso, que fue soltar una carcajada, o al segundo, que le invitaba a abofetearlo, Pedro continuó:
—Ha sido la hija de los Deveaux. Creo que todavía tiene dificultades para beber con pajita.


—¿Y qué pasa? —preguntó Paula, alzando la voz y mirando a su alrededor—. ¿No hay una fregona en todo el supermercado?


Las jóvenes cajeras, tan cotillas y fascinadas como el resto de sus clientes, intercambiaron una mirada. Paula la interpretó inmediatamente. Se estaban pidiendo en silencio la una a la otra que se ocupara de poner remedio a aquel desastre. Y ninguna estaba dispuesta a hacerlo. Paula casi podía predecir cómo iba a terminar todo aquello: con una partida a «piedra, papel, tijera» para determinar quién era la encargada de limpiar el suelo. En Joyful, había cosas que nunca cambiaban.


—Ojalá hubiera tenido una cámara para sacar una fotografía para el periódico —dijo Tomas con una risotada burlona—. Ya me estoy imaginando el titular. «Estrella resbala en...»


—Ya es suficiente, Tomas —musitó Pedro, dirigiéndole una mirada de advertencia.


¿Estrella? Antes de que Paula tuviera tiempo de preguntarle a ese anciano de qué demonios estaba hablando, una de las cajeras buscó debajo de la caja registradora y sacó una cámara.


Aquello ya fue el colmo para Paula. Sin decir una palabra más, se agarró a la camiseta de Pedro y apoyándose en sus hombros, consiguió incorporarse ligeramente. Ignoró la repentina oleada de calor en el vientre. Seguramente, era producto de la vergüenza. No tenía nada que ver con la claridad con la que sintió el calor de su aliento contra ella.


Y tampoco con sus labios. O con su boca. Definitivamente no.


La risa que se oyó entre los espectadores le hizo enderezarse. El tobillo le dolió, pero se volvió y se dirigió cojeando hacia la puerta. No tenía valor para seguir soportando aquella humillación después de la noche que había pasado. ¡Después del mes que había pasado!


Paula no tenía ningún problema para reírse de sí misma cuando se lo merecía. Pero aquello ya era excesivo. Estaba estresada, sin trabajo y agotada de conducir. Y sin un solo penique. Después, se había visto obligada a enfrentarse al tipo que le había robado la virginidad y le había roto el corazón.


Y por si eso no fuera poco, por si todavía faltara la guinda del desastroso pastel en el que se había convertido su vida, había terminado cayéndose al suelo encima de una sustancia repugnante delante de medio pueblo.


Maldita fuera. Había días en los que no merecía levantarse de la cama. Pero entonces recordó algo: no había podido permitirse el lujo de pagarse ni un motel barato de carretera. 


En realidad, llevaba más de veinticuatro horas sin dormir.


No le extrañaba que estuviera a punto de llorar. Y no de dolor, o por la humillación. Ni siquiera por haber vuelto a ver a Pedro Alfonso. Era el cansancio el que le provocaba aquel escozor en los ojos, y el causante de que tuviera las pestañas sospechosamente húmedas.


Aquel día era candidato a convertirse en uno de los cinco peores de su vida.


Estaba llegando a la puerta del supermercado cuando se dio cuenta de que Pedro la había seguido. Rápidamente, la adelantó, bloqueándole la salida.


—¿Adónde crees que vas? Casi no puedes andar.


—Quiero alejarme de aquí.


—Así que vuelves a huir, ¿eh? Ése es tu modus operandi, ¿verdad? En cuanto te encuentras con una situación embarazosa, sales huyendo —sacudió la cabeza con gesto de disgusto—. Típico de Paula Lina Chaves.


Paula apretó los dientes con tanta fuerza que le dolieron. 


Pero ya había proporcionado suficientes temas de conversación por un día. Así que no iba a regalarles también una discusión a gritos con Pedro intentando dilucidar quién había abandonado a quién.


—Por favor, déjame en paz.


Intentó rodearle. Al final, renunció a aquella estúpida sandalia que hacía que el tobillo le doliera cada vez más. Se inclinó para quitársela y se dirigió hacia la puerta con la cabeza bien alta. O, al menos, todo lo alta que podía, teniendo en cuenta que descendía al menos cinco centímetros cada vez que pasaba de pisar con el pie bueno, en el que todavía llevaba puesta la sandalia, al malo que, por cierto, le hacía retorcer el rostro de dolor cuando apoyaba en él todo el peso de su cuerpo.


Sin embargo, Pedro no parecía dispuesto a permitirle hacer la gran salida. Paula apenas había podido darse un respiro cuando sintió que la levantaba en brazos.


—Serás cabezota —musitó mientras lo hacía.


Por el esfuerzo que le había costado levantarla, bien podría haber sido una muñeca. Paula sólo tuvo tiempo de sujetar con fuerza la sandalia que llevaba en la mano para evitar que se cayera antes de que las puertas del supermercado se abrieran, dejando entrar una ráfaga de aire caliente.


Todavía no habían salido cuando comenzaron a levantarse los murmullos. Paula gimió para sí. Por si no hubiera bastado con la caída, estaba saliendo del supermercado como si fuera la protagonista de una novela romántica. Y el protagonista era, nada más y nada menos, que el primer tipo que le había roto el corazón cuando era una adolescente.


Paula se inclinó hacia él para evitar que pudieran oírles mientras le decía:
—Bájame ahora mismo si no quieres llevarte una patada.


Pedro arqueó una ceja con expresión divertida.


—¿Con un pie roto?


—No tengo el pie roto.


—Pero si me das una patada, terminarás rompiéndotelo.


Pedro, por favor, no me hagas esto.


—Ya lo he hecho. Y ahora, cierra el pico, Paula, y vamos a hacerte una radiografía.


Paula vio por encima del hombro de Pedro que algunos clientes del supermercado se acercaban sin hacer ningún esfuerzo por disimular que estaban intentando oír su conversación. Seguramente, no había vuelto a pasar nada tan emocionante en Joyful desde que... Oh, desde hacía diez años. Es decir, desde la noche en la que aquel canalla la había seducido públicamente y después la había dejado sola, delante de un puñado de curiosos embobados mientras intentaba atarse a toda velocidad los botones del vestido que había llevado al baile.


Antes de que hubieran tenido oportunidad de escapar, una voz femenina gritó:
—Eh, Pedro, ¿no te llevas la salsa?


Paulaa miró a la cajera que acababa de hablar, una joven pelirroja con serios problemas de acné que les miraba con los ojos abiertos como platos.


—Volveré a por ella —le informó Pedro.


—Tendrás que comprarla, porque se ha abollado al caerse.


—Sí, y tu cita se llevará una gran desilusión si no le preparas un plato tan exquisito.


—Además, si tú no la pagas, me la hará pagar mi jefe —continuó diciendo la cajera.


Sí, claro. Como si su jefe no fuera a enterarse de lo ocurrido en menos de cinco minutos. Todas y cada una de las personas que había en la tienda debían estar a punto de salir corriendo para empezar a hacer correr la noticia por todos los rincones del reino de Joyful.


Paula intentó zafarse de los brazos de Pedro.


—Vete a pagar la salsa y yo iré andando a mi coche. Creo que puedo conducir perfectamente hasta la clínica —le dirigió después una maliciosa sonrisa y susurró—. Has abollado la lata. Y no quiero que vuelvan a acusarte de vandalismo...


Un buen golpe. Pedro abrió los ojos de par en par ante aquella ofensa y apretó los labios. Recordaba perfectamente el momento en el que le había contado que le habían acusado de estropear las fuentes del pueblo cuando era niño. Era otro de los recuerdos de aquella noche del baile, de aquellas largas horas de conversación durante las que le había contado lo que había sido crecer en Joyful siendo miembro de una de las familias con peor reputación del pueblo.


Desde luego, algo no muy diferente a lo que había sido crecer siendo una niña rica en un internado extranjero.


Los dos habían soportado la misma soledad.


—Maldita sea, han conseguido malearte durante todo el tiempo que has pasado fuera, ¿verdad?


El anciano que había hecho el comentario de la cámara, y que llevaba los pantalones subidos casi hasta el cuello, soltó una risotada burlona. Sí, probablemente él aprobaría aquellas prácticas propias de un hombre de las cavernas. Paula le fulminó con la mirada y Tomas se volvió inmediatamente y fingió estar examinando con atención un anuncio de papel higiénico.


Una joven madre que estaba al lado de uno de los estantes, le dio a su hijo una bolsa de golosinas para que dejara de llorar. Evidentemente, no quería perderse ni una sola palabra de la discusión entre Paula y Pedro.


—Y tú te has vuelto sordo —contestó Paula por fin, sin hacer ningún esfuerzo por mantener la voz baja. No le importaba que todos la oyeran y tomaran incluso nota de lo que decía—. He dicho que me bajes.


—Muy bien, y yo he dicho que no.


Sin decir una palabra más, cruzó la puerta a grandes zancadas, sosteniéndola todavía entre sus brazos. Paula miró por encima del hombro y vio que la cajera, su compañera de trabajo y todos y cada uno de los clientes, corrían hacia el escaparate y estaban casi a punto de pegar las narices contra el cristal para poder ver mejor.


Pedro ni siquiera se detuvo cuando pasaron por delante del descapotable de Paula. Cuando llegó a su todoterreno negro, la dejó en el suelo. Paula quedó atrapada entre el coche y su propio cuerpo y una nueva oleada de recuerdos invadió su cerebro. Recordaba lo que había sido bailar con él, tanto verticalmente durante el baile como horizontalmente bajo la luz de la luna.


—¿Es que no entiendes el significado de la palabra «no»? —le preguntó Paula, preguntándose a su vez por qué de pronto su voz le parecía tan débil—. ¿O hace tanto tiempo que una mujer no te ha dicho esa palabra que, sencillamente, habías olvidado cómo sonaba?


Pedro arqueó una ceja.


—¿Estás celosa?


—Oh, por favor, no digas tonterías.


—Paula, contéstame a una pregunta. El coche con el que has venido, ¿es automático o de marchas manuales?


Nerviosa por el repentino cambio de tema, por no hablar de su cercanía, admitió:
—Manual.


Pedro asintió.


—Por supuesto, tú jamás te habrías comprado un coche que no chirriara como un murciélago recién escapado del infierno. Tu pobre cambio de marchas debe de estar destrozado.


Paula no podía negarlo. Las marchas automáticas le habían parecido casi un sacrilegio para un coche de ochenta cilindros que podía pasar de cero a noventa kilómetros en el tiempo que tardaba ella en arreglarse el lápiz de labios mirándose en el retrovisor.


—¿Qué tobillo te has torcido?


Paula siguió el curso de su mirada hacia el pie izquierdo, que estaba ya comenzando a hinchársele. Y entonces comprendió adónde quería llegar. Intentar pisar el embrague con el pie en ese estado sería una locura.


—Oh.


—Exacto.


Pedro abrió la puerta del coche y la instaló en el asiento de pasajeros.


—Pero mi coche...


—Aquí no le pasará nada —insistió él.


Su tono daba por zanjada cualquier posible discusión. Había llegado el momento de admitir la verdad. Para su eterna vergüenza, estaba obligada a aceptar la ayuda del último hombre en la faz de la tierra al que habría querido volver a ver.


Aquel día, se corrigió, iba a ser uno de los tres peores de su vida. Quizá incluso ocupara la primera o segunda posición.


—De acuerdo —admitió, advirtiendo ella misma el desconcierto de su voz—. Vamos.



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