jueves, 1 de junio de 2017

CAPITULO 17





Pedro sabía que se arrepentiría de lo que estaba a punto de hacer, pero, de todas formas, estaba decidido a seguir adelante. No le dio tiempo de imaginar siquiera lo que pretendía. Prefirió demostrárselo. Antes de que Paula hubiera podido protestar, deslizó la mano por sus rizos, la posó en la parte posterior de su cabeza y acercó la boca a sus labios. Paula tomó aire justo antes de que sus labios se rozaran. Y entonces, volvió a saltar la chispa de antaño. 


Pedro se sintió caer en aquel vacío ardiente en el que dejaba de existir la razón y los sentimientos lo ocupaban todo.


En el que sólo era posible pensar en ella.


Cuando Paula entreabrió los labios, aprovechó aquel movimiento para deslizar la lengua entre ellos y saborear el gusto dulce y cálido de su boca.


En sus recuerdos, Paula sabía a fresa. Pero en aquel momento no llevaba ningún brillo de labios, y tampoco había lágrimas en sus mejillas, que le dieran un gusto salado a su piel. Estaba solamente Paula, que le había vuelto loco de deseo desde la primera vez que había visto en su tobillo el destello de una cadena dorada cuando los dos eran prácticamente unos niños.


Paula inclinó la cabeza, invitándole a hundir la lengua. Él aceptó la invitación. Su cuerpo entero parecía estar en llamas. Y también el de Paula ardía bajo sus manos. Posó la mano en su cadera y deslizó la otra en su espalda. Paula gimió contra sus labios y se presionó con fuerza contra él mientras le rodeaba el cuello con los brazos.


—Vuelve a decirme que me estoy engañando —la desafió Pedro en un susurro.


Pero no esperó respuesta. Inclinó de nuevo la cabeza para saborear su cuello y después aquel rincón vulnerable en el que el cuello se unía con el hombro.


—Te estás engañando —musitó ella, retorciéndose contra él.


—Así que no fue para tanto, ¿eh? —preguntó Pedro, mordisqueándole el cuello y comenzando a sacarle la camiseta de la cintura del pantalón.


—No. No fue en absoluto digno de recordar —respondió mientras comenzaba a acariciarle la cintura.


—Casi hasta desagradable, ¿eh?


—Mmm. Lamento decírtelo, pero sí, fue terrible.


Sí, terrible.


—¿Tan terrible como esto? —continuó Pedro.


Aunque estaba prácticamente loco de deseo, continuaba desafiándola a decir la verdad, a reconocer que le había encantado. Porque en cuanto lo admitiera, podrían seguir profundizando en lo mucho que le deseaba también en aquel momento.


—Exactamente.


Pedro la agarró por la cintura y la sentó en la mesa de la cocina. Le hizo abrir las piernas y se colocó entre ellas.


—Me vuelves loco —confesó—. Y me haces desear besarte hasta borrar todas esas mentiras de tu boca.


—No te atrevas a besarme otra vez —respondió Paula.


Inmediatamente después, se burló de sus propias palabras hundiendo las manos en su pelo y haciéndole acercar la cabeza para besarle otra vez. Fue un beso lento y profundo que le recordaba a Pedro a aquellos que habían compartido haciendo el amor en el cenador.


Sus manos parecían moverse por voluntad propia y terminaron deslizándose bajo la camiseta de Paula. No había ya barrera alguna entre ellos. Fue ascendiendo lentamente hasta que Paula comenzó a temblar y a gemir.


Pedro jamás sabría hasta dónde podrían haber llegado. 


Porque de pronto, se supo a punto de comenzar a desnudarse y a demostrarle el significado de la palabra multiorgasmo, como había hecho diez años atrás. Pero casi inmediatamente, se oyó el sonido de un timbre y Paula se apartó bruscamente de él.


—Oh, Dios mío —exclamó, mirándole avergonzada.


Tenía los ojos brillantes y los labios ligeramente hinchados. 


La camiseta dejaba un hombro al descubierto y Pedro distinguió una marca rosada en su cuello.


—¿Qué ha sido eso? —preguntó Paula por fin.


—Creo que el timbre de la puerta. Y creo que voy a cargarme a quien quiera que haya llamado.


Paula le fulminó con la mirada.


—No me refería al timbre de la puerta. Me refería a... esto —señaló a Pedro y después señaló su propio cuerpo—. O a esto... a nosotros.


El enfado y la vergüenza consiguieron abrirse paso entre la niebla del deseo y el placer. No, Paula todavía no estaba dispuesta a admitir nada. Ni sobre el pasado ni sobre el presente. Continuaba siendo tan cabezota como siempre.


—Creo que ha sido uno de esos terribles momentos de los que hablábamos antes.


Paula se puso roja como la grana.


—Me has besado.


—Y tú me has devuelto el beso.


Abrió la boca para negarlo, pero inmediatamente la cerró, incapaz de mentir.


—Y si lo que pasó la noche del baile fue sólo un «momento», como has dicho antes, creo que este beso lo definirías como algo que ha pasado a la velocidad de la luz —chasqueó la lengua—. O quizá, como algo que ni siquiera ha pasado en absoluto.


—Lo que habría sido infinitamente mejor.


—¿Desde cuándo has aprendido a mentir de esa manera?


—¿Y desde cuándo te has convertido en un hombre de las cavernas?


Se miraban jadeantes y Pedro continuaba deseando besarla. Jamás había sentido un deseo como aquél. Y jamás había sido tan estúpido, por lo menos desde la noche del baile.


—¿Crees que soy un hombre de las cavernas? —preguntó por fin. Quería que Paula admitiera que, aunque había sido él el que había empezado, ella había participado tanto como él de aquellos besos—. ¿Estás insinuando que te he forzado? ¿Que tú no has participado activamente en todo esto?


Paula abrió la boca. Y la cerró. Después se mordisqueó el labio. Y por fin lo admitió.


—A lo mejor también he participado. Pero tú me has besado para demostrar algo y me temo que lo único que has conseguido demostrar es que los dos tenemos una libido hiperactiva y algunos problemas de memoria.


Pedro arqueó la ceja con expresión interrogante.


—Porque si hay dos personas en el mundo que no deberían besarse en la cocina de mi abuela —continuó diciendo Paula—, somos precisamente tú y yo.


Hablaba precipitadamente y sus palabras estaban teñidas de frustración, enfado y, quizá también, un poco de vulnerabilidad.


Y fue su vulnerabilidad, combinada con la marca rojiza que le había dejado en el cuello y el brillo de sus ojos, lo que le hizo intentar restar importancia al que para él había sido el momento más explosivo del año.


—Sólo ha sido un beso, Paula. La cocina de tu abuela tiene más de cien años y estoy seguro de que ha visto cosas mucho más fuertes.


Paula no pareció tranquilizarse. Al contrario, continuó fulminándolo con la mirada hasta que ambos se percataron de la insistencia con la que seguían llamando a la puerta. Por unos segundos, Pedro casi había olvidado el motivo por el que habían interrumpido el beso.


Quien quiera que estuviera llamando a la puerta, comenzaba a impacientarse, porque el ding-dong era incesante.


—Iré a abrir —se ofreció Pedro.


Sin esperar respuesta, se volvió y fue abrir. No quería quedarse allí ni un segundo más, consciente de que el brillo de indignación que hacía resplandecer los ojos de Paula le incitaba a volver a demostrarle lo mucho que le deseaba.


Al oírla cojeando tras él unos segundos después, sintió una punzada de arrepentimiento por haberse olvidado de la lesión del tobillo.


—He dicho que abriría yo, Paula Lina —le dijo—, quédate en la cocina.


Pero Paula le adelantó en el pasillo, ignorando su orden.


Cuando abrió la puerta, a Pedro no le sorprendió ver a Clara Deveaux esperando fuera. A su lado, en el porche, estaba su hija alargando la mano para intentar llamar al timbre una vez más.


—Ya basta, Eva, la puerta está abierta —dijo Clara con un suspiro.


Eva, aquella cosita tan dulce cuyo padre adoraba, iba vestida con un traje de bailarina rosa. Pero tenía aspecto de haber preferido un cinturón de herramientas. La ferocidad con la que miraba a su madre hicieron que Pedro estuviera a punto de decirle lo guapa que estaba. Pero tenía la sensación de que podía terminar recibiendo una patada en la espinilla.


—Oh, ¡Dios mío, Clara! —exclamó Paula.


Tiró el bastón y se arrojó a los brazos de su amiga. Las dos estuvieron abrazadas y parloteando durante casi un minuto.


Y cuanto más ignoraba Clara a su hija, más se profundizaba el ceño de ésta y más se acentuaba el puchero de sus labios. Pedro se agachó para ponerse a su altura.


—Mi madre solía decirme que si ponía la boca así, terminaría acercándose un pájaro para picotearme la nariz.


La niña se mordió entonces los labios, sonrió llorosa y arqueó las cejas.


Pedro le devolvió la sonrisa.


—Así está mejor.


—Oh, Clara. ¿Es hija tuya? —dijo Paula, bajando la mirada hacia Eva con expresión de asombro.


Clara asintió y posó la mano en el hombro de la pequeña.


—Sí, ésta es Eva Y tiene algo que decirte.


Eva arrastró el pie enfundado en la zapatilla de ballet por el suelo del porche y miró a su madre con el ceño fruncido.


—Vamos —la urgió Clara.


— Siento que te cayeras encima de esa cosa azul que tiré en el supermercado —farfulló.


La niña parecía tan dolida por tener que disculparse como si la hubieran obligado a comerse un plato de coles de Bruselas.


Pedro se echó a reír mientras veía la sonrisa que cruzaba el rostro de Paula. Paula se agachó para hablar con Eva.


—No te preocupes. Estoy segura de que no lo tiraste a propósito. Podría haberle pasado a cualquiera.


Eva abrió los ojos como platos. Después fulminó a su madre con la mirada.


—Tú me dijiste que a los mayores no les pasaban esas cosas.


Clara suspiró y sacudió la cabeza.


—Intentamos que no nos pasen.


—Es un encanto —dijo Paula mientras se levantaba—. Todavía no me lo puedo creer. ¡Tú con una niña! —sonrió de oreja a oreja—. Y casada. Me acuerdo que decías que nunca te casarías.


Clara respondió con una sonrisa.


—Yo no he dicho eso jamás —dijo con picardía—. ¿Te acuerdas de aquel artículo que leímos en el Cosmopolitan? Lo que dije fue que sólo me casaría con un hombre capaz de hacer algo así —miró a Pedro de reojo y se sonrojó ligeramente.


Mientras Paula reía a carcajadas, Pedro se frotó la frente.


No quería saber de qué estaban hablando, especialmente porque Mauro, el marido de Clara, era amigo suyo.


—¿Por qué no pasáis un rato?


—Lo siento, pero no podemos —contestó Clara, después de mirar a Pedro con curiosidad—. Tengo que llevar a Eva a clase de ballet. Le toca volver a aterrorizar a las bailarinas esta mañana. Pero quería pasarme antes por aquí para darte la bienvenida y saber si necesitabas algo.


Pedro me ha traído algunas cosas del supermercado esta mañana.


Pedro reconoció inmediatamente la mirada de diversión de la amiga de Paula y se encogió por dentro. Casi podía oírle preguntarle: ¿pero todavía te gusta Paula?


Pero no. Claro que no. Al margen de lo que hubiera sucedido en la cocina, no iba a continuar persiguiendo a la señorita Paula Lina Chaves para que volviera a darle la patada. 


Además, ya era hora de que se fuera también él de allí.


—Tengo que irme —musitó—. Cuídate, Paula —le hizo un gesto amistoso a Clara con la cabeza, le guiñó el ojo a Eva y se dirigió hacia su coche



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