domingo, 4 de junio de 2017

CAPITULO 24




El lunes por la mañana, arrestaron a Paula por entrar sin autorización en una propiedad privada.


Por lo menos había mantenido su palabra. No había atacado a nadie. Aunque le habían entrado muchas ganas de hacerlo cuando el estúpido del capataz había insistido en que el sheriff se la llevara y la pusiera bajo arresto por negarse a abandonar la obra.


Se había acercado a la obra, sí, pero sólo con intención de pedir educadamente los permisos de construcción y saber o hablar con la persona responsable de aquella obra. 


Cualquier cosa que le permitiera averiguar quién estaba detrás de aquella pesadilla.


Y, sin embargo, le habían ordenado inmediatamente que se metiera en el coche y se largara.


Había vuelto al coche, por supuesto, pero no se había marchado. Lo había dejado en el centro de la obra, bloqueándole el paso a un camión cargado de escombros y a media docena de furiosos obreros de la construcción.


Por un instante, había pensado que el capataz iba a pedirle al conductor del camión que vaciara su carga sobre el coche de Paula. Ella había contenido la respiración y había resistido las ganas de parpadear.


La policía había llegado ocho minutos después. El sheriff Brady la había detenido personalmente. Había sido muy amable con ella, en realidad, siempre había sido un hombre amable, excepto cuando andaba algún Alfonso cerca. Pero también se había mostrado muy firme. Cuando Paula había intentado defenderse insistiendo en que ella era la parte perjudicada, se había limitado a sacudir la cabeza con un gesto condescendiente y a decirle que, seguramente, no estaba enterada de lo que había pasado.


Paula odiaba que le dijeran que estaba equivocada. 


Especialmente, un tempestuoso anciano sureño que creía saberlo todo. Y que, además, era el padre de la enemiga en el instituto.


—¿Por qué tengo la sensación de que me vas a decir que no has roto ninguna promesa? —le preguntó alguien de pronto.


Paula alzó la mirada desde el borde del catre en el que estaba sentada, en el interior de aquella celda con la que estaba comenzando a familiarizarse. Aquella vez, por lo menos había tenido la precaución de ponerse unos pantalones largos que, por supuesto, lavaría en cuanto llegara a casa.


—Porque no la he roto —le contestó a Pedro.


Había estado esperándolo desde que Francisco Willis la había encerrado.


Tensó los hombros e intentó tensar también los labios. Y mantener la voz firme. Porque, por supuesto, no iba a volver a llorar sobre el hombro de Pedro.


—No he roto ninguna promesa.


Pedro chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.


—¿Crees que serás capaz de pasar cuarenta y ocho horas sin meterte en ningún lío?


—El sábado intenté localizar a Jimbo Boyd y hoy le he dejado media docena de mensajes, pero no me devuelve las llamadas —Paula se levantó y se acercó cojeando a la puerta de la celda. Tampoco en aquella ocasión tenía allí su bastón.


Pedro había cumplido su palabra y le había dejado el bastón en el porche en algún momento del sábado por la noche. Pero Paula había preferido no llevárselo para no tentar al destino. Ni privar al capataz de sus futuros hijos.


Sin apartar la mirada de ella, Pedro abrió la puerta. Y cuando estuvieron el uno enfrente del otro, sin la barrera de las rejas, Paula echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos, deseando que la comprendiera.


—¿Tú te habrías quedado sin hacer nada?


Pedro la miró fijamente y frunció el ceño. Paula supo cuál era la respuesta: no. Si hubiera estado en su lugar, Pedro habría hecho exactamente lo mismo que ella.


—Por lo menos esta vez no le has pegado a nadie —admitió Pedro con una media sonrisa.


—Ya te dije que no iba a atacar a nadie.


—Pero sabías perfectamente lo que pretendía decirte. Te advertí que no volvieras a acercarte a ese lugar, Paula. Ahora, el capataz está hablando de ponerte una orden de alejamiento. Si lo hicieran, no podrías acercarte a quinientos metros de la obra.


Paula se pasó furiosa la mano por el pelo.


—¿Pero podrían impedirme la entrada a mi propiedad?


—Según el registro, no es propiedad tuya.


Sus palabras la dejaron desconcertada durante unos segundos. A juzgar por la sinceridad y la compasión que reflejaba el rostro de Pedro, estaba hablando completamente en serio.


—Pero... pero si heredé ese terreno al mismo tiempo que la casa.


—La propietaria de ese terreno desde el mes de abril del año pasado es una empresa llamada MLH Enterprises. Lo he comprobado esta misma mañana. Si no me crees, puedo conseguirte una copia de ese documento.


Abril. El mes en el que había muerto su abuela. No conseguía entenderlo.


—No puede ser. El testamento de la abuela Paulina...


—¿Tú has leído personalmente el testamento?


Paula sacudió la cabeza con aire ausente y admitió:
—Mis padres se ocuparon de todo. Como ya te dije, yo acababa de salir del hospital. Todavía estaba haciendo la rehabilitación y todo eso. Cuando se legalizó el testamento, invertí todo el dinero y dejé la casa y el terreno en manos de Jimbo Boyd.


Pedro apretó la barbilla, como si no le gustara que le recordara lo del accidente. En los días de lluvia, cuando la humedad le afectaba a los huesos, a Paula le pasaba lo mismo que a él.


—¿Y tus padres te dijeron que el huerto formaba parte de la herencia?


Tenía que admitirlo: no, no se lo habían dicho de manera explícita. Pero siempre lo habían dado por hecho. Su abuela siempre había dejado muy clara cuál era su voluntad. Los padres de Paula no necesitaban ningún vínculo con Joyful. 


Aunque su padre había nacido en Georgia, se había adaptado sin ningún problema al mundo de su madre y, en aquel momento, dirigía en Londres la rama de electrodomésticos de la empresa familiar. No tenía ningún interés en regresar a Georgia y siempre había estado de acuerdo en que la casa de su madre debería pasar a manos de su hija, que era la que realmente la apreciaba.


Una hija que estaba dispuesta a luchar por su herencia, le costara lo que le costara.


—Estoy segura de que el testamento decía que lo había heredado todo.


—Aun así, es posible que vendiera el terreno y no tuviera tiempo de cambiar el testamento.


—No lo vendió —le espetó Paula—. Lo sé. Puedes creerme o no, pero pienso demostrarlo.



****


Daniela le había transmitido a Jimbo los mensajes de Paula Lina cada vez que había encontrado alguna llamada de ella en el contestador. Y en cada ocasión, Jimbo se había limitado a dirigirle una mirada fugaz antes de guardar la nota correspondiente en su mesa.


Era curioso. Estaba evitándola. Daniela lo había visto hacerlo otras veces. Pero normalmente, Jimbo sólo evitaba a mujeres descerebradas con las que había salido y a las que había abandonado en aquellas ocasiones en las que habían interrumpido su relación.


Y había habido unas cuantas durante todos aquellos años.


Jimbo trabajaba rápido, pero, seguramente, no tanto como para haber tenido nada con Paula Lina, que sólo llevaba unos días en la ciudad. Y menos teniendo en cuenta la energía sexual que estaba desplegando con ella últimamente. Así que le intrigaba que no le devolviera las llamadas a Paula.


—¿Es algo de lo que pueda ocuparme yo? —le preguntó después de dejarle el último mensaje el lunes por la tarde.


Jimbo negó con la cabeza.


—No, cariño. Lo que pasa es que es una pesada. Todo lo quiere en el momento.


Humm... como algunos hombres a los que ella conocía.


—He oído decir que ha causado un auténtico revuelo en la obra del club. Y no en una, sino en dos ocasiones.


—Todo fue un malentendido —musitó Jimbo, mirándola desde detrás del escritorio—. Pero hazme un favor, ¿quieres?


Daniela asintió.


—Mantén el oído alerta. Y si oyes algo de ella, coméntamelo.


Daniela supuso que se refería a algo más que la historia sobre su trabajo de actriz porno, algo que era una auténtica tontería. Asintió y se volvió. Pero mientras lo hacía, no pudo menos que preguntarse por qué tenía Jimbo tanto interés en Paula. Lo cual, le llevó a pensar en quién más en el pueblo podría estar también interesado en la presencia de Paula Lina.


Pedro.


Todavía no había podido estar ni un minuto a solas con él desde el viernes. Le había visto el domingo, en casa de su madre, cuando había llevado a Joaquin a visitar a su abuela. 


Pero no había tenido tiempo de sacarle información sobre Paula.


Quería saber por qué había vuelto al pueblo. Cuánto tiempo pensaba quedarse. Si ella podía hacer algo para que precipitara su marcha.


Y qué sentía Pedro al respecto.


Daniela quería que las cosas volvieran a la normalidad, que fuera ella la única mujer del pueblo a la que Pedro le dedicaba algún tiempo. Sabía que sólo lo hacía porque eran familia, pero era preferible a ser ignorada, como el resto de la población femenina de Joyful.


Pedro podría tener a cualquier mujer que quisiera. De hecho, los rumores decían que quería a muchas mujeres. Pero siempre de Bradenton o de Lawoton, jamás había salido con nadie de Joyful.


Hacía mucho que Daniela había dejado de pensar en la posibilidad de atraparle. Pedro había dejado muy claro años atrás que incluso podrían perder la amistad si se sentía presionado. Había sido difícil, teniendo en cuenta que era el hombre más atractivo que había visto jamás, pero lo había conseguido, consciente de que jamás podría ser suyo. Y desde luego, de que jamás se casaría con ella. Era menos probable aquel matrimonio que la posibilidad de arrancarle a Jimbo un compromiso.


Porque Pedro era un solitario. Jamás se enamoraría, nunca sentaría cabeza, nunca se comprometería con una mujer. Él no creía en nada de eso. El matrimonio de sus padres le había afectado y, al menos durante el día, parecía satisfecho de su soledad.


Las noches eran otra historia. Pero siempre y cuando no tuviera que enterarse de que había alguien del pueblo pasando las noches con él, no le importaba tanto no ser ella.




sábado, 3 de junio de 2017

CAPITULO 23




Pedro había intentado sacar a Paula cuanto antes de la celda y llevarla al despacho del sheriff para llegar al fondo de aquel ridículo asunto. Pero apenas acababan de desasirse de aquel abrazo completamente inesperado cuando el ayudante del sheriff les interrumpió.


Se habían retirado los cargos. El capataz de la obra del Joyful Interludes había decidido que todo había sido un malentendido y que el incidente del bastón había sido completamente accidental. Eso significaba que Paula estaba libre.


Pero Paula no se había quedado tranquila. De hecho, apenas parecía prestar atención a Willis, que había entrado en el calabozo pocos segundos después de que Pedro hubiera dejado de abrazarla para que pudiera secarse las lágrimas.


Pero bueno, quizá no fuera sorprendente que estuviera un poco... distraída. Los dos parecían incómodos después de aquel abrazo inesperado durante el que Pedro había estado acariciándole la espalda y susurrando palabras dulces contra su pelo y ella se aferraba a él como si la hubiera rescatado de un edificio en llamas.


Si alguien le hubiera preguntado veinticuatro horas antes que si había considerado siquiera la posibilidad de abrazar a Paula para que ella pudiera desahogarse, habría dicho que antes prefería comerse uno de los perritos calientes de Virg.


Pero se habían abrazado. Paula parecía necesitar consuelo y sus brazos se habían abierto antes de que su cerebro hubiera dado ninguna orden consciente.


Y le había gustado tenerla cerca. Le había gustado demasiado, maldita fuera. La había sentido dulce, voluptuosa y vulnerable. Y había comenzado a dejarse arrastrar otra vez hacia la locura que se apoderaba de él cada vez que Paula estaba suficientemente cerca como para poder tocarla, saborearla u olerla.


Le había hecho falta sentir la humedad de sus lágrimas en su cuello para recordarle que aquel abrazo no era como el que habían compartido aquella mañana. Sí, había atracción, como siempre. Pero también cariño y una dulzura que Pedro no se había permitido sentir con nadie en mucho, mucho tiempo.


¿Pero por qué tenía que ocurrirle siempre lo mismo con ella?


Aunque quizá no fuera del todo cierto. Paula siempre le había recordado a un cachorro abandonado. Y Pedro tenía mucha experiencia en ayudar a cualquiera que lo necesitara. 


Habría hecho lo mismo por cualquier mujer en su situación.
Sí, tenía sentido, se dijo. Pero, en el fondo de su mente, se llamó mentiroso.


A pesar de haber sido liberada, Paula continuaba abatida, cansada.


—¿Sabes que tienes el labio hinchado? —le preguntó Pedro mientras la llevaba a su casa.


No se había molestado en preguntarle que si necesitaba que la llevara. Se había limitado a conducirla hacia su todoterreno en cuanto habían salido de la comisaría.


Paula asintió.


—¿Quieres explicarme lo que ha pasado?


—El capataz se ha inclinado para empezar a gritar a Eva, que había intentado darle una patada. He visto que Clara intentaba pegarle, así que he agarrado a Eva para apartarla de en medio y me he dado un golpe con su cabeza en la boca.


Pedro chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.


—¿Clara ha intentado pegarle?


—Sí, pero yo he conseguido desviar el golpe.


—¿Con tu mejilla?


—Exacto.


Aquello explicaba el golpe en la mejilla, el golpe que Pedro había deseado besar cuando Paula lloraba entre sus brazos.


Pedro sacudió la cabeza al pensar en ello. Tenía que olvidarse de esa clase de impulsos.


—¿Y entonces, de dónde ha salido eso de que le habían golpeado al capataz con un bastón?


Paula suspiró exasperada.


—Cuando Clara me ha dado el golpe en la mejilla, al tener a la niña en brazos, he perdido el equilibrio. Lo del bastón ha sido un accidente —pero añadió con calor—: Si hubiera querido pegar a ese tipo, no le habría pegado en una pierna, sino entre las piernas.


—En ese caso, no creo que hubiera retirado la acusación.


—Y a mí tampoco me habría importado —se enderezó en el asiento, con la espalda erguida, como si estuviera recuperando las fuerzas.


Pedro se alegraba de verla así. Paula nunca había dejado que nadie la hundiera durante mucho tiempo.


—Así que sigues sedienta de sangre, ¿eh? —hablando de sangre, tenía algunas manchas en la ropa, probablemente por culpa del labio—. ¿Qué ha pasado? Supongo que salisteis en cuanto yo me fui de tu casa.


—Casi. Clara me contó lo que estaba pasando en la parcela de mi abuela, así que la convencí de que me llevara allí.


—Supongo que te refieres a la obra.


—Sí. ¿Cómo ha podido pasar una cosa así?


Pedro se encogió de hombros.


—¿Qué pensabas que iban a hacer los nuevos propietarios cuando se la vendiste? ¿Un merendero?


El golpe que dio Paula con la mano en el salpicadero le sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de salirse de la carretera.


—Yo no he vendido esa parcela.


La furia de su tono indicaba que la Paula triste y desolada había desaparecido para ser sustituida por una rubia furiosa con fuego en la mirada.


Pedro desvió el coche hacia el camino de la casa de su abuela, apagó el motor y se volvió hacia ella.


—Pensé que habías vendido la parcela cuando murió tu abuela.


Paula sacudió la cabeza con vigor, lanzando los rizos rubios sobre sus ojos. Incapaz de resistir la tentación, Pedro alargó la mano y se los apartó.


—¿No has podido peinarte siquiera?


—No —replicó Paula, como si eso fuera lo último que le importara en aquel momento—. Y tampoco he vendido esa parcela. La heredé al mismo tiempo que la casa.


Curioso. Parecía completamente sincera. Pero tenía que haber alguna explicación. A lo mejor la habían vendido los padres de Paula, intentando... «ayudar». O a lo mejor su propia abuela.


Sí, tenía que haber ocurrido algo cuando Paula estaba recuperándose del accidente. Sencillamente, ella no sabía qué, o quizá no lo recordaba. Pero no iba a ser él el que se lo dijera. Porque tenía la sensación de que se revolvería contra él. En aquel momento, estaba demasiado indignada como para atender a razones.


—Te creo —musitó—. Pero presentarte en la obra no me parece la mejor manera de resolver este asunto.


—¿Qué sugieres que debería haber hecho?


—A lo mejor, llamar tranquilamente al constructor de la obra.


—No tengo su teléfono —respondió ella, encogiéndose de hombros.


Pedro se echó a reír.


—Bueno, supongo que ahora ellos tienen el tuyo. El de una mujer completamente loca y un pequeño pit bull llamado Eva.


Paula soltó una carcajada.


—Desde luego, no puede negarse que es hija de Clara.


Sospechando que tenía razón, Pedro casi comenzaba a compadecer a Mauro Deveaux.


—¿Tú eres el único abogado del pueblo? —preguntó Paula, poniéndose seria otra vez.


Pedro negó con la cabeza.


—Porque necesito uno.


—Han retirado los cargos.


—Pero necesito un abogado para investigar lo que ha pasado con ese terreno. Quiero llamarle ahora mismo. Y también a Jimbo Boyd que supuestamente, tenía que velar por mis intereses.


—Ahora mismo te daré un par de números —contestó Pedro, alegrándose de que no le pidiera su ayuda.


No quería involucrarse en su vida más de lo necesario. Y, de momento, ya había roto la promesa que se había hecho de no volver a convertirse en el salvador de Paula Lina. No, cuando años atrás había querido ser mucho más.


Paula permitió que la acompañara al interior de la casa. En realidad, tampoco le quedaba otra opción, puesto que apenas podía caminar. Estaba completamente tensa contra él, pero, admitió Pedro, continuaba sintiéndola suave, acogedora y voluptuosa. Lo que despertaba en él pensamientos a los que no tenía ningún derecho.


Paula siempre había encajado con él mejor que cualquier otra mujer de las que había conocido. Y había conocido muchas. Aunque no últimamente. Desde hacía algún tiempo, su vida personal se había convertido en un desierto. Por no hablar de su vida sexual.


Por alguna razón, no era capaz de interesarse en ninguna de las mujeres a las que conocía. Y tampoco mostraba ningún interés por tener nuevos contactos. En el año y medio que había pasado desde que había vuelto a Joyful, había salido con un puñado de mujeres, ninguna del pueblo, por supuesto, no era tan estúpido. Los cotillas de Joyful ya tenían suficientes temas de conversación sin necesidad de que hubiera que añadir la vida sexual de Pedro Alfonso.


Pero, aparentemente, la sequía había terminado, porque si le bastaba rodearle la cintura con el brazo a una rubia manchada de sangre, despeinada y sin duchar para que sintiera que la piel le cosquilleaba, definitivamente, necesitaba acostarse con alguien. Con alguien, por supuesto, que no fuera ella.


Y era una pena, puesto que Paula era la única mujer que deseaba.


Paula continuaba musitando para sí, sin fijarse en cómo se tensaba Pedro contra ella. Por no hablar de cómo se tensaba su bragueta...


Necesitaba pensar en otra cosa, en algo que pudiera ayudarle a controlar la libido. Sí. Pensaría en la señora Dillon. En la Castración. En cualquier cosa, que no fuera en tumbar a Paula en el columpio del porche para que pudieran darse un revolcón.


Una vez dentro de casa, Paula cerró de un portazo y se separó de él para apoyarse contra la pared.


—Me parece increíble que no me hayan devuelto el bastón.


—Yo te lo conseguiré —musitó él, con la garganta tensa. 


Aunque no tanto como sus pantalones.


—¿Cuando ya no lo necesite?


—¿Qué ha sido de aquella chica tan educada que conocíamos?


—Esa chica está harta —replicó Paula—. Cansada, de mal humor, dolorida y preparada para la pelea.


—¿Entonces ya no vas a llorar más?


—Por supuesto, tenías que recordármelo —se acercó al salón y se sentó en un sillón—. Me has pillado en un momento de debilidad. No volverá a ocurrir.


—Últimamente tienes muchos momentos de debilidad —musitó, recordando lo que había pasado aquella mañana en la cocina.


Paula lo miró fijamente y se sonrojó. El calor del enfado se disipó para ser sustituido por el que provocaba un ardiente recuerdo. Lo cual era una espada de doble filo, teniendo en cuenta el intenso estallido que habían compartido. Porque le bastaba pensar en lo ocurrido para que su cuerpo escapara de nuevo a su control. El corazón le latía a toda velocidad y el estómago le daba vueltas al pensar en la locura que les había poseído en la cocina.


En aquel momento, Pedro comenzó a sospechar por qué no había tenido mucho interés en ninguna mujer últimamente. 


Porque nunca, con ninguna otra mujer, se había sentido tan sexualmente hambriento como cuando Paula Lina Chaves estaba cerca de él. Estaban de nuevo a solas, mirándose el uno al otro con una intensidad casi palpable. Los ojos de Paula parecían de oro fundido. Y él se sentía como si fuera del mismo material. Estaba al límite, dispuesto a todo, esperando la chispa que les hiciera arder de nuevo.


Como si no fuera consciente de lo que estaba haciendo, Paula se humedeció los labios. El cuerpo entero de Pedro se tensó. Aquel pequeño gesto podría haber sido la pista. 


Desde luego, lo había sido esa mañana, cuando le había besado como si fuera el aire que necesitaba respirar para sobrevivir.


Pero aquel sentimiento fue acompañado de un ligero estremecimiento cuando Paula se tocó con la lengua el pequeño bulto del labio. Así que, por mucho que deseara levantarla de esa silla para darle otro abrazo, fue capaz de resistirse.


—Ahora mismo vuelvo —musitó.


Necesitaba alejarse de allí, de modo que se dirigió a la cocina para ir a buscar hielo. Quizá podría ponerse unos cuantos cubitos en la parte delantera de los pantalones...


La cocina estaba hecha un desastre. Había restos de donuts por toda la cocina y huellas de harina en las puertas del refrigerador y la despensa. Unas huellas diminutas. Se rió, pensando que el capataz de la obra había tenido suerte de que Eva hubiera equivocado su objetivo. Aquella niña era terrorífica.


Agarró un bolígrafo y un papel y apuntó el nombre y los números de teléfono de un par de abogados de Joyful y Bradenton, la localidad más cercana. Cuando volvió al salón, le tendió la bolsa de hielo a Paula.


—Toma. Te ayudará a detener la inflamación.


Paula tomó el hielo agradecida y se lo llevó a la boca. Siseó ligeramente cuando el hielo rozó su piel. Pero el siseo se transformó rápidamente en un suspiro de alivio.


Cuando apartó la bolsa de hielo de su boca, Pedro cerró los ojos, intentando dominar las ganas de volver a besarla. 


Estaba herida, no sería caballeroso darle un beso. Aunque tampoco le habían acusado nunca de ser un caballero. Desde luego, no era un calificativo que hubieran aplicado nunca a ningún Alfonso.


Aun así, era suficientemente decente como para darse cuenta de cuándo estaba sufriendo una mujer, tanto física como emocionalmente. Y Paula parecía sobrecargada en los dos aspectos. Así que retrocedió un paso, intentando mantener una prudente distancia entre ellos.


Pero el espacio no le impedía intentar recordar si llevaba o no sujetador debajo de la camiseta. Sus manos tenían más memoria que su cerebro. No.


Paula alzó la mirada. Evidentemente, no era consciente del nivel de testosterona que había en la habitación.


Por supuesto, él sí lo había notado. La creciente tensión contra sus pantalones cortos le decía a su cerebro que, en lo relativo a sus genitales, había perdido la batalla. Por lo menos de momento. Y a no ser que hiciera pronto algo, también Paula iba a darse cuenta.


Se dirigió hacia la puerta.


—Voy a darme una ducha, Paula. Vístete y come algo.


Paula musitó algo sobre el bastón. Pero ni siquiera saber que Paula lo iba a pasar mal para moverse por sus propios medios le hizo detenerse.


Tenía que marcharse. Desear a una mujer con el labio hinchado y un esguince en el tobillo ya era malo. Pero el hecho de que esa mujer fuera Paula Lina, lo hacía un millón de veces peor.


El beso de la mañana había hecho saltar chispas entre ellos. 


La clase de chispas que le habían dejado con el trasero chamuscado la última vez que Paula había estado por allí. Y Pedro no sabía si un hombre soportaría que lo quemaran de aquella forma por segunda vez en su vida.


—Tengo que irme.


Pedro—lo llamó Paula, cuando tenía ya la mano en el pomo de la puerta.


Pedro miró por encima del hombro y la descubrió observándole con expresión de curiosidad y la bolsa de hielo contra los labios.


—Gracias —musitó—, por todo.


Pedro se encogió de hombros


—De nada. Te he dejado los nombres y los números de teléfono de algunos abogados en la cocina.


Paula volvió a darle las gracias.


—Tú sólo intenta no buscarte problemas —abrió la puerta, pero antes de irse, tuvo la precaución de advertirle algo—: Y procura mantenerte lejos de esa obra —al verla fruncir el ceño, añadió—: Por lo menos hasta que sepas exactamente lo que ha pasado.


Paula suspiró y el labio le tembló ligeramente, y era probable que no solamente por el hielo.


—Pau —le dijo en tono de advertencia—, no quiero tener que volver a encontrarme contigo en una celda —Paula no respondió, ni siquiera lo miró a los ojos—. Paula...


—Lo sé, lo sé.


Pero no parecía especialmente convencida. Pedro se la quedó mirando fijamente hasta que lo miró a los ojos.


—No vuelvas a atacar a nadie —le pidió.


Pero Pedro no pensaba marcharse hasta que no se hubiera mostrado de acuerdo. Y Paula pareció darse cuenta porque al final suspiró y farfulló:
—No lo haré.


Había dicho lo que él quería que dijera. Pero, de alguna manera, Pedro tenía la sensación de que Paula podía estar cruzando los dedos en la espalda.


—La próxima vez no pagaré tu fianza.


Paula sonrió.


—Esta vez no has tenido que pagarme la fianza. Han retirado las acusaciones.


—Ya sabes lo que quiero decir.


Paula se cruzó de brazos, se recostó contra el respaldo de la silla y frunció el ceño.


—Ya he aprendido la lección. Y pase lo que pase, jamás volverás a verme sentada en una celda.