miércoles, 31 de mayo de 2017

CAPITULO 12



Cora no había vacilado ni un segundo desde el instante en el que había accedido a la sala de espera de la inmobiliaria. Se había acercado a la ventana, había levantado ligeramente uno de los listones de la persiana y había estado pendiente de todo lo que ocurría en la calle.


El trío había continuado de palique durante varios minutos. Y no hacía falta ser ninguna experta en lenguaje no verbal para advertir la hostilidad entre las dos mujeres. Eran como dos gatas en una jaula. Cora esbozó una mueca. Daniela Alfonso era una mujer con muchos humos, siempre lo había sido. Suponía que en parte se debía a que su padre, el sheriff Brady, la había mimado excesivamente desde que su madre había muerto quince años atrás. Y últimamente, sus exigencias comenzaban a ser ya intolerables. En alguna ocasión, había insinuado que, como Pedro estaba soltero y los dos eran parientes, cuando Jimbo Boyd se retirara y Pedro fuera elegido como alcalde, ella se convertiría en la primera dama.


—Sí, y a lo mejor vemos volar una vaca cualquier día de éstos —susurró burlona.


Porque estaba segura de que jamás vería el día en el que uno de aquellos Alfonso llegara a ser elegido alcalde de Joyful


Ya era suficientemente malo que hubiera llegado a ser fiscal del condado Pero teniendo en cuenta que tampoco había muchos abogados dispuestos a aceptar un puesto por el que se pagaba un salario tan bajo, suponía que era lo mejor a lo que podía aspirar Pedro. Sabía que al sheriff Brady lo mataba tener que trabajar con el hermano de su ex yerno Sobre todo teniendo en cuenta la fama que tenía Pedro de tener mano blanda con los delincuentes.


Cora intentó sofocar el sentimiento de culpa. Por mucho que odiara admitirlo, Pedro se había portado muy bien con su nieto, Matias. Probablemente el sheriff le habría enviado a un centro de menores por haber volcado uno de los urinarios portátiles de la feria del condado el otoño anterior. Quizá no se hubiera montado tanto alboroto si Willis, el ayudante del sheriff, no hubiera estado dentro de esa maldita cosa justo en ese momento. Pedro Alfonso había arreglado las cosas con el abogado de oficio de manera que el chico se comprometiera a prestar algún servicio a la comunidad y no tuviera que terminar en la cárcel.


En cualquier caso, tampoco le había pasado nada a Willis. O, por lo menos, nada serio. Y hasta el pueblo debería haber agradecido el espectáculo. El ayudante Francisco Willis se había convertido en un auténtico entretenimiento aunque ligeramente apestoso, cuando lo habían rescatado. Desde luego, había sido un espectáculo mucho más divertido que los de los otros puestos de la feria.


—En cualquier caso, seguramente Francisco Willis disfrutó llamando de esa forma la atención —musitó para si, recordando lo callado y tímido que era de niño.


Afuera, vio que Daniela se tensaba de indignación. Por su parte, la altiva nieta de Chaves, que tan mala reputación tenía en el pueblo, parecía sentirse muy segura mientras Pedro y ella se alejaban. Al parecer, aquella buscona había ganado el primer asalto.


A Cora no le gustaban las chicas de ciudad que se dedicaban a vender fotografías obscenas, pero le había dejado buen cuerpo ver a Daniela Alfonso perdiendo en una discusión.


Presintiendo que la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos estaba a punto de terminar, Cora se apartó de la persiana. Dedicó unos minutos a revisar la oficina y miró después en el baño. Y cuando vio un revelador envoltorio de color rojo en el retrete, sonrió para sí.


Tal y como ella sospechaba, Jimbo Boyd estaba clavando algo más que letreros de «EN VENTA» en algunas de las viviendas de Joyful. Porque no creía que Daniela utilizara los preservativos para hacer globos.


Archivó aquella información en su cerebro para futuros usos y se acercó a la puerta del despacho de Jimbo. Oyó su voz, pero al no oír a nadie más, comprendió que estaba hablando por teléfono, discutiendo con alguien.


Cora sonrió. Afortunadamente para ella, cuando Jimbo discutía, lo hacía siempre a gritos. Si hubiera aparecido media hora antes, podría haberle oído suplicar mientras su secretaria le decía que fuera un buen niño si no quería que le azotara en el trasero.


Rió por lo bajo, se inclinó hacia delante y escuchó con atención. Al distinguir parte de lo que estaba diciendo, se preguntó con quién estaría hablando. Y por qué parecía tan interesado en aquel club de striptease que anunciaba la valla publicitaria de la autopista Joyful Interludes.



*****


Paula debería haberse imaginado que Daniela no la dejaría marcharse sin intentar arruinarle de nuevo el día.


—Esperad —dijo antes de que hubieran llegado al coche.


Paula apretó los dientes y Pedro se detuvo.


Daniela caminó entonces hasta ellos, moviéndose como una mujer consciente de su atractivo, y agarró a Pedro del brazo. Echó la cabeza hacia atrás y le sonrió con calor.


—¿Vas a venir a cenar esta noche?


Pedro la miró confundido.


—¿Se suponía que iba a ir?


—Bueno, es viernes.


Pedro arqueó una ceja.


—¿Y?


—Ya sabes. Todos los viernes se terminan con una pizza para el pequeño Pedro y una película.


¿El pequeño Pedro? Paula se tensó. ¿Habría un pequeño Pedro en alguna parte? Dios santo, había estado tan distraída por aquel reencuentro con su primer amor que ni siquiera le había mirado disimuladamente la mano para ver si llevaba o no alianza de matrimonio. Era increíble, Paula Lina Chaves, toda una entendida en hombres solteros, había dejado escapar una gran oportunidad.


Miró en aquel momento. No, no llevaba anillo. La oleada de alivio que sintió la sorprendió. No debería haberse alegrado. 


Al fin y al cabo, odiaba a aquel canalla. Claro que sí, lo odiaba. Y, sin embargo, algo que se parecía sospechosamente a la felicidad comenzó a fluir dentro de ella sin que pudiera hacer nada para impedirlo.


—¿Por qué lo llamas así? —preguntó Pedro, sacudiendo la cabeza con enfado—. Sabes que lo odia. Desde hace nueve años le llaman Joaquin. No comprendo a qué viene eso de comenzar a llamarle de pronto Pedro.


Daniela miró a Paula de reojo.


—¿A qué niño no le gustaría llamarse de la misma forma que el hombre al que considera su padre?


Visiblemente tenso, Pedro no contestó directamente. Clavó la mirada en Daniela y ella al final dejó de mirar a Paula de reojo para enfrentarse al rostro serio de Pedro.


—Joaquin es mi sobrino y lo adoro —dijo él muy tenso—, pero no soy su padre. Soy su tío y él lo sabe. Y también tú. Todo el pueblo lo sabe. Para lo único que te va a servir cambiarle de nombre es para que se enfade contigo.


Paula por fin lo comprendió. El pequeño Pedro, Joaquin, debía ser el niño que Daniela había tenido al poco tiempo de salir del instituto. Era un niño que había concebido con el novio de Paula, Nicolas Alfonso. Un niño del que todo el pueblo había murmurado el día del baile del instituto, cuando había corrido la noticia de que el rey, Nico, había abandonado a la reina, Paula, porque había dejado embarazada a la hija del sheriff.


Y contaban también que el sheriff había comenzado a limpiar su pistola.


Daniela no dijo nada más mientras Pedro ayudaba a Paula a subir al todoterreno, agarrándola del brazo.


Cuando Pedro se sentó tras el volante, Paula no pudo resistir la tentación de bajar la ventanilla y forzar una expresión amable.


—Me alegro de verte, Daniela. Hace diez años no tuve oportunidad de despedirme de ti —rió suavemente—. Te aseguro que te perdiste un baile salvaje.


Daniela comenzó a fruncir el ceño, después, abrió la boca como si acabara de acordarse de algo. Y parecía dispuesta a abrir la puerta del coche en el momento en el que Pedro puso el motor en marcha.


—Ahora sí que la has hecho buena —musitó Pedro mientras abandonaba la acera dejando a una Daniela boquiabierta tras ellos.


—¿Qué he hecho?


—¿Un baile salvaje? ¿De verdad hacía falta que le recordaras lo que pasó entre tú y yo aquella noche?


Paula tardó varios segundos en comprender aquella acusación. Pedro creía que había intentado molestar a Daniela poniéndole celosa.


—Tranquilo, grandullón —le dijo con el ceño fruncido—. Para tu información, en realidad estaba aludiendo a lo que pasó entre tu hermano y esa... persona en el instituto —¿por qué iba a importarle a ella? Pero entonces se acordó de lo del cambio de nombre de su hijo y gimió—. Dios mío, ¿no me digas que has seguido los pasos de tu hermano? ¿Estás saliendo con Daniela? —se estremeció, sinceramente desconcertada—. Caramba, dos hermanos de la misma familia. No sabía que el mal gusto fuera algo genético.


Pedro la miró arqueando una ceja.


—¿A diferencia del buen gusto?


Paula tuvo que pensar un momento antes de comprender lo que le estaba diciendo. No tardó en caer. Al fin y al cabo, ella también había salido con los dos hermanos. Estuvo a punto de darle a Pedro un puñetazo por haberla puesto al mismo nivel que Daniela que era una auténtica bruja cuando Paula la había conocido en el instituto, pero no quería provocar un accidente.


—En cualquier caso —continuó diciendo Pedro—, no estamos saliendo. No hemos estado juntos nunca, y nunca lo estaremos.


Paula resopló con impaciencia. Hombres, qué criaturas tan ingenuas.


—¿Y se lo has dicho?


Pedro se volvió hacia ella cuando se detuvieron delante de un semáforo.


—Sí, se lo he dicho. Se lo dije hace nueve años, justo después de que volviera a Joyful y comenzara a coquetear conmigo.


Imaginarse a Daniela intentando cualquier cosa con Pedro despertó en Paula un enfado que sabía no tenía ningún derecho a sentir. Tragó saliva.


—¿Está enamorada de ti?


Pedro negó con la cabeza.


—Diablos, no. Me conoce demasiado bien.


Aquél sí que era un comentario interesante, teniendo en cuenta que Pedro era un tipo adorable. O, mejor dicho, lo había sido.


—Sabe que sería una pérdida de tiempo, puesto que yo no quiero saber nada ni del amor, ni del matrimonio ni de ninguna de esas tonterías. Los Alfonso no estamos hechos para el matrimonio. Por lo menos los de mi familia —se encogió de hombros, probablemente al darse cuenta de lo duras que habían sonado sus palabras—. Daniela y yo somos amigos, eso es todo.


Paula permaneció en silencio durante varios segundos, percibiendo un deje de resignación, aunque no de amargura, en la voz de Pedro. Evidentemente, éste creía firmemente lo que había dicho sobre los compromisos. A Paula no le extrañaba, teniendo en cuenta su pasado, lo que había hecho su padre. Y lo que al parecer también había hecho Nico. Lo único sorprendente era cómo la habían afectado sus palabras. Porque de pronto se sentía como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago.


—Si tú lo dices, pero Daniela me ha parecido muy posesiva.


—No hay nada entre nosotros y Daniela lo sabe tan bien como yo.


—¿Y todo eso de que eres como el padre de su hijo?


—En realidad, Joaquin nunca ha tenido padre. Nico la dejó y se unió a los marines antes de que Joaquin hubiera nacido —Pedro frunció el ceño disgustado.


—¿Por qué?


—No lo sé. Sólo le he visto una vez desde entonces.


Aquello la sorprendió, teniendo en cuenta lo unidos que estaban los dos hermanos. Pero la tensión que percibía en su rostro le indicó que era preferible no preguntar nada más.
Pedro continuó.


—Daniela se trasladó a vivir aquí cuando Joaquin tenía un mes. Mi madre y yo hicimos todo lo que pudimos para ayudarla —elevó los ojos al cielo y añadió—: Daniela sabe que yo no voy a casarme ni a tener hijos, así que para ella Joaquin es como mi heredero o algo así. Como si yo tuviera mucho dinero.


Así que no iba a casarse nunca y no pensaba tener hijos. 


Volvió a notar aquella punzada en el estómago. Hambre, se dijo. Tenía hambre después de haber pasado un día entero conduciendo y sin comer. Pero, en el fondo, sabía que se estaba engañando.


—Parece creer que su condición de cuñada le da derecho a meterse en mi vida —añadió—. Bueno, ¿podemos hablar de otra cosa?


—¿Como cuál?


—¿Qué te parece si retomamos el tema de lo salvaje que fue aquel baile?


El muy canalla. Paula apenas podía creer que quisiera sacar aquel tema de conversación cuando estaba atrapada y completamente a su merced.


—No. Jamás.


—¿Continúas compadeciéndote?


—¿Y tú continúas enfadado con el mundo? —le espetó inmediatamente.


—No —la miró por el rabillo del ojo—. Sólo contigo.


Paula se hundió en el asiento. ¿Estaba enfadado con ella? 


Era ridículo, teniendo en cuenta que había sido él el que había huido después de que los descubrieran en el cenador.


La mención del baile del instituto despertó en ella cientos de sentimientos. Humillación, por supuesto. Y vergüenza. Y tristeza por la furia que les había hecho decirse cosas terribles.


Pero ya era suficiente.


—No hace falta que hablemos de nada —dijo, intentando distanciarse de Pedro, a pesar de su proximidad.


—Por mí, estupendo.


Paula cerró los ojos, intentando pensar en algún tema. Pero continuaba recordando la discusión que había puesto el broche final a la pasión de aquella noche.


El baile. Debería haber sido un desastre. Todo el pueblo se había pasado el día hablando de la fuga de Nicolas y Daniela. 


Y Paula llorando porque no tenía acompañante para asistir al acontecimiento más importante del instituto.


Pero entonces había aparecido Pedro. Se había presentado en casa de su abuela con el esmoquin que Nico había alquilado. Le quedaba un poco estrecho por los hombros y las mangas ligeramente cortas, pero aun así, continuaba estando guapísimo. Con aquella sonrisa pícara que le caracterizaba, le había tendido un ramo de flores silvestres. 


Le había ordenado que se secara las lágrimas y se vistiera y le había informado de que iba a llevarla al baile, le gustara o no.


Pero, por supuesto, le gustaba. De hecho, teniendo en cuenta que estaba loca por él desde que el verano anterior la había besado, le encantaba.


Y pocas horas después, estaba haciendo el amor con él.


—Estás pensando en esa noche —le dijo Pedro suavemente.


Su susurro la sacó de su ensimismamiento y lo único que pudo hacer fue asentir. Seguramente, la ligera sonrisa que iluminaba su rostro le estaba indicando la parte de la noche de la que se acordaba.


—¿Te acuerdas de cómo nos miraron cuando llegamos al baile?


Pedro se echó a reír.


—Sí, esperaban que tú estuvieras llorando en tu casa y, sin embargo, apareciste del brazo del chico malo del instituto.


El perfume de la magnolia siempre le hacía regresar a aquella noche. Le hacía revivir lo que había sentido al entrar en el baile con él. Y no por la reacción de sus compañeros de instituto, sino por el impacto de sentir su mano en la espalda, acariciándole con una intimidad que su hermano había evitado, obedeciendo siempre los límites que ella ponía.


Pero Pedro la embriagaba física y emocionalmente. Para él no había habido ningún límite.


—Me dijiste algo para hacerme sonreír en la fotografía.


—Te dije que tenía tu tobillera colgada en el cabecero de mi cama.


Sí, eso era. Paula se preguntó estúpidamente qué habría sido de aquella tobillera, pero no dijo nada.


—Bailamos todos y cada uno de los bailes —añadió, mirando por la ventanilla.


Habían pasado la noche abrazados, meciéndose al ritmo de la música. Pedro había coqueteado descaradamente con ella. Se había comportado como si no tuviera ojos para nadie más. Y después se había escapado con ella, pero no sin antes besarla en medio de la pista de baile, mientras Whitney Houston cantaba Siempre te amaré.


Después habían ido al cenador. Había sido una noche increíble.


¿Recordaría Pedro cómo lloraba ella, dándole las gracias por haber ido a buscarla? ¿Y habría sabido alguna vez que no lloraba por su hermano, sino por aquel gesto?


Probablemente no. De la misma manera que seguramente no había vuelto a acordarse nunca de cómo habían bailado bajo las estrellas.


La sombra de una sonrisa cruzó su rostro cuando pensó en cómo habían reído y hablado. La risa había sido el preludio de los besos y de unas dulces caricias que, poco a poco, habían ido haciéndose más íntimas. La ternura se había convertido en pasión. Y después había sentido el maravilloso cuerpo de Pedro encima de ella, dentro de ella...


—Ya basta —susurró para sí.


No entendía cómo se había dejado llevar de aquella manera por los recuerdos. Se retorció en el asiento, intentando poner freno a la marea de deseo inducida por aquellos pensamientos.


—¿Estás bien? ¿Te duele mucho?


—No, estoy bien —respondió Paula, mientras tomaba aire.


Se moriría de vergüenza si Pedro se enterara de en qué estaba pensando, y de cómo había reaccionado su cuerpo. 


Maldita fuera, ¿qué clase de mujer era capaz de excitarse de esa manera pensando en su primera experiencia sexual, teniendo en cuenta que muchas de ellas la compartían con adolescentes inexpertos y hambrientos de sexo?


Pero la suya no había sido así. Tenía que admitirlo: había sido la mejor relación de su vida. No necesariamente por el coito en sí mismo, que al principio había sido incluso ligeramente doloroso, sino por la emoción. Por la ternura. Y, por supuesto, por el orgasmo.


A sus diecinueve años, Pedro sabía exactamente lo que hacía. Con las manos, con la boca, con cada parte de su cuerpo.


—¿Estás segura de que no quieres ir al médico? —preguntó Pedro.


—Sí, estoy segura —respondió ella, tomando aire para intentar concentrarse—. Vaya, hace mucho calor para estar a primeros de junio.


Pedro se encogió de hombros, o bien porque no le impresionaban especialmente sus dotes conversadoras o porque se había dado cuenta de que Paula quería olvidar el tema del baile.


—Bueno, ya hemos llegado.


Paula ni siquiera se había dado cuenta. Sin embargo, al ver la casa familiar y los árboles que la flanqueaban se quedó paralizada.


—La casa de la señorita Ellen —musitó, al ver el olmo que había delante de lo que tiempo atrás había sido un bungalow—. Sus alumnos de piano me despertaban todos los sábados con sus escalas.


La casa estaba pintada de verde y había una moto y un triciclo en el camino de la entrada. Había también una pelota en el jardín, lo que indicaba que la señorita Ellen había cambiado de una u otra forma de residencia.


La casa de al lado, rodeada de un jardín impoluto, la cuidaban el señor y la señora Willoughby, vecinos de su abuela. Y después...


—Ahí está —susurró.


Era la misma casa de color amarillo limón que imaginaba cada vez que cerraba los ojos y pensaba en el que había sido su hogar. En el calor y en los tiempos felices. En los dulces abrazos y en la suavidad de las manos de su abuela. 


En los días interminables del verano, cuando tenía permiso para subirse a los árboles y mancharse la ropa.


Había imaginado lágrimas de emoción cuando volviera a ver aquella casa. Pero, de alguna manera, después de todo lo que había pasado, lo último que sentía era tristeza. De hecho, al mirar aquella casa tan luminosa, sonrió.


Aquélla era la casa de Paulina, el mundo de Paulina, el pueblo de Paulina. Su abuela no estaba allí para darle la bienvenida, pero el calor y la hospitalidad que ella personificaba continuaban vivos en Joyful. Así que podía entregarse al calor y a la hospitalidad de aquel lugar, dejar que le sanaran las heridas mientras averiguaba lo que iba a hacer durante el resto de su vida.


A pesar del dolor del pie, del cansancio y de la penosa situación de su economía, se sentía bien. Y, por primera vez en mucho tiempo, Paula Chaves comenzó a creer que todo se arreglaría.


Porque había vuelto al hogar.





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