miércoles, 31 de mayo de 2017

CAPITULO 14




No había nada para desayunar. La cesta de fruta que le había dejado Jimbo Boyd le había servido para merendar, para cenar y para tomar algo antes de irse a la cama. Sin embargo, aquella mañana, después de una reparadora noche de sueño en su antigua cama, se sentía rejuvenecida.


Tenía dinero suficiente para comprar café y algo de comida, y ése era el motivo por el que el día anterior había decidido parar en el supermercado. Pero, evidentemente, le habían interrumpido la compra. Así que estaba desesperada. No era una mujer quisquillosa, y era perfectamente consciente de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a disfrutar del capuchino doble de la tienda de la Quinta Avenida que tanto le gustaba. Sin embargo, en aquel momento, habría dado cualquier cosa por una taza de café de Maxwell. De café instantáneo, incluso.


Una búsqueda rápida en la despensa de su abuela le descubrió varias latas de verduras, pero nada que pudiera sustituir a la cafeína. Necesitaba algo fuerte para tomarse la aspirina con la que pretendía aliviar el dolor del tobillo.


Afortunadamente, no tardó en localizar una lata de café en la estantería más alta, escondida entre los botes de las especias. Rezando en silencio para que estuviera bien cerrada, se puso de puntillas sobre un pie, apoyándose en el bastón de su abuela que había encontrado en el vestíbulo. 


Hasta entonces, había evitado concentrarse en la suavidad del tacto del bastón contra su mano. Le dolía demasiado pensar en la mano de su abuela rodeando su empuñadura con firmeza.


—Oh, por favor, que la lata no esté abierta —susurró—. O por lo menos que el café no se haya enmohecido.


Pero cuando al final tuvo la lata entre sus manos, no supo si reír o llorar. Era evidente que había algo en su interior pero, a juzgar por el débil tintineo, no contenía café.


Así que quitó la tapa de plástico y empezó a reír, y también a llorar.


La lata estaba llena de dinero que su abuela iba guardando para gastos imprevistos. Para Paula fue como un auténtico regalo de los dioses. La lata contenía montones de billetes, la mayor parte de ellos de uno y cinco dólares. Suficiente dinero como para mantenerse hasta que encontrara un trabajo.


Dos trabajos, en realidad. Porque necesitaba un trabajo para poder sobrevivir los próximos dos meses, hasta que hubiera remitido el escándalo. En aquel momento, tanto ella como sus antiguos compañeros de trabajo eran personas indeseables en el mundo de las finanzas. De hecho, tenía más posibilidades de llegar a ser Miss Universo que de poder trabajar como corredora de bolsa.


Así que se quedaría en Joyful una temporada y buscaría un trabajo que le permitiera pagar sus cuentas, que, por cierto, no serían muchas, puesto que la casa era suya. Podía dedicar el verano a recuperarse, a enviar currículums y a planificar su nuevo futuro. Con un poco de suerte, sin necesidad de pedirles nada a sus padres.


Se pondrían furiosos cuando se enteraran. Si llegaban a enterarse. Pero merecía la pena correr el riesgo. Paula no podía soportar siquiera imaginárselos intentando ayudarla. 


Mejor dicho, intentando controlar su vida, como habían intentado hacer después del accidente.


Paula quería a sus padres. Pero eran la pareja más avasalladora y asfixiante que había conocido nunca. Y al ser su única hija, durante muchos años había sido la única persona a la que habían podido asfixiar. Por lo menos hasta que la abuela Paulina había decidido apoyar a Paula cuando a los diecisiete años había pedido que le permitieran elegir dónde quería estudiar.


—Gracias, abuela, por haber vuelto a ayudarme —susurró con una sonrisa y la mirada fija en el dinero—. Ahora, si hubiera en Joyful algún restaurante al que pudiera encargar unos cereales, ya estaría todo arreglado.


Desgraciadamente, sospechaba que en Joyful no había nada parecido. Así que si quería desayunar, tendría que conducir hasta alguna cafetería.


Pero antes de que hubiera podido volver a su dormitorio para vestirse, oyó que llamaban a la puerta. No podía imaginarse quién podía ser un sábado a las ocho de la mañana. Y entonces recordó lo que era vivir en un lugar en el que todo el mundo se conocía. Muchos sábados, los vecinos de su abuela se presentaban en casa con un cesto de magdalenas y un alegre «buenos días». Sonrió conmovida al pensar que alguien se había enterado de su vuelta y había ido a darle la bienvenida.


Pero no era ninguno de los vecinos de su abuela.


—Oh, no —dijo cuando, al abrir la puerta, encontró a Pedro en el porche.


—Qué forma tan amable de recibir a una persona que viene a traerte comida.


Al ver la bolsa de papel que sostenía en el hueco del brazo, arqueó una ceja.


—Y café —añadió Pedro.


Casi cantando de alivio, Paula alargó la mano hacia la bolsa más pequeña que sostenía Pedro en la otra mano. Pedro fijó la mirada en el bastón.


—Ya la llevo yo.


Paula retrocedió para dejarle pasar y aspiró la fragancia del café. Estaba tan contenta que casi se olvidó de la camiseta vieja y los pantalones cortos que se había puesto para dormir. Un atuendo que acompañaba con unos rizos todavía sin cepillar.


—Humm, parece que no eres una persona muy madrugadora —Pedro ni siquiera intentó disimular su diversión.


Consciente de que todavía tenía los ojos medio cerrados, Paula comprendió que no podía tomarse sus palabras como una ofensa mientras le conducía hacia la cocina.


—Por el café, estoy dispuesta a olvidar que no estoy en mi mejor momento —se sentó a la mesa de la cocina y lo vio sacar dos vasos de café y después el azúcar y la crema de la bolsa—. De todas formas, ¿qué estás haciendo aquí?


Pedro agarró un puñado de servilletas y continuó sacando la compra. Al final, sonrió y le enseñó una caja de donuts azucarados.


—He supuesto que ayer pretendías comprar algo de comida en el supermercado. Así que he decidido traerte algunas cosas para ayudarte a matar el hambre.


Paula suponía que no debería haberle sorprendido que se presentara en su casa llevando exactamente lo que necesitaba. Pedro parecía especialmente dotado para ello. 


Flores el día del baile y café y papel higiénico diez años después. Conmovida por aquel gesto, sonrió.


—Muchas gracias, Pedro. Estaba a punto de acercarme en coche al supermercado.


—Así podrás retrasar la salida hasta mañana, o hasta que tengas bien el pie —bajó la mirada hacia su tobillo.


—No estoy tan mal —insistió ella. Echó crema en el café, bebió un sorbo y suspiró de placer—. Café de cafetería, ¿hay algo mejor?


—Una tarta de cafetería. La mujer de mi primo Virgil hace la mejor tarta de albaricoque del mundo.


Paula apretó los labios y negó con la cabeza.


—No creo que pudiera competir con la de mi abuela. Todos los años, cuando veníamos a verla el día de Acción de Gracias, nos acercábamos a la antigua granja de mi bisabuelo. Mi padre ataba unas cuerdas a las ramas de un árbol y lo sacudíamos para recoger las nueces. Después, la abuela las llevaba a casa y las utilizaba durante el resto del año.


Pensó durante unos segundos en las tardes que pasaban en aquel lugar. Su abuela hablaba siempre de los viejos tiempos y del último pedazo que quedaba de la antigua granja, aquel huerto rodeado de nogales de Macadamia que le había prometido dejarle algún día en herencia. Paula tomó aire, oliendo casi la fragancia de las tartas de Paulina.


—Siempre tenía una tarta recién hecha cuando llegábamos en verano. Cualquier día de éstos empezaré a buscar el escondite en el que guardaba sus recetas y haré una de sus tartas.


—Me encantaría probar una tarta hecha por ti.


Evidentemente, no había olvidado que era un desastre en la cocina.


—A lo mejor no soy tan creativa como mi abuela, pero durante estos años he aprendido unas cuantas recetas. Cocino bien.


—En ese caso, a lo mejor me arriesgo algún día a que cocines para mí


—Si alguien me hubiera dicho hace un mes que podría terminar preparándote una tarta en la cocina de mi abuela este mismo verano, habría pensado que había estado bebiendo ese whisky casero que los veteranos destilaban en las montañas —musitó.


—Y continúan haciéndolo.


Paula arqueó una ceja con curiosidad.


—Mi tío Rafa y sus hijos viven allí.


Más Alfonso. La verdad fue que no la sorprendió.


Pedro se tomó el café y se levantó después para guardar las compras. Paula lo observó en silencio, descubriendo en su firme perfil rasgos del adolescente que había sido en otro tiempo.


El día anterior le había parecido un hombre con poder, un hombre maduro. Por no decir atractivo.


Pero aquel día, con los vaqueros y una camiseta blanca que marcaba peligrosamente las curvas de sus músculos, estaba devastador. Sin afeitar, con la camiseta ligeramente arrugada, resultaba absolutamente viril. Y encajaba perfectamente en aquella cocina mientras guardaba la leche, el zumo y los huevos en el refrigerador y se ocupaba de ella como un buen amigo.


El problema era que no eran exactamente amigos, ¿o sí? 


No, no podía describirse como amistad lo que les había unido. Era algo más, algo instintivo y profundo. Algo que había surgido desde el primer instante, a pesar de que ella estaba saliendo con su hermano y él se ocupaba de representar el papel del chico rebelde del pueblo.


No había sido sólo atracción física. Era algo que había comprendido al mirar al pasado con ojos de adulta. Diablos, si incluso entonces, siendo prácticamente una niña, sospechaba que la química que había entre ellos era mucho más profunda que la que se debía a sus hormonas adolescentes.


Cuando Pedro terminó de ordenarlo todo, se miraron el uno al otro, conscientes de que lo que en otro tiempo había habido entre ellos, podría resurgir.


Pero, por alguna razón, Paula no quería que la tregua que se habían concedido terminara tan pronto. Así que después de haberse comido un donuts y haber bebido otro trago de café, se reclinó en su silla.


—¿Sabes? Ayer me quedé con ganas de preguntarte por qué sigues aquí. Siempre pensé que odiabas este lugar y que habrías terminado marchándote.


—Ah, así que has pensado mucho en mí, ¿eh? —pregunto Pedro en tono burlón. Se reclinó contra el mostrador y se cruzó de brazos, flexionando los músculos contra la camiseta de algodón—. Creía que no habías dedicado un solo segundo a pensar en mí.


Paula bebió un sorbo de café y ordenó a su corazón que se tranquilizara.


—Y la verdad es que no he pensado mucho en ti —mintió—. Ha pasado tanto tiempo que apenas me acuerdo de aquella época —volvió a mentir.


Pedro sonrió, dándole a entender que sabía que no estaba siendo sincera


Y Paula decidió que era preferible no protestar.


—¿A qué te has dedicado desde entonces? No he visto tu fotografía en la portada de ninguna revista de deportes, así que es evidente que no te dedicaste al fútbol profesional al terminar los estudios.


—No, gracias a un jugador de Carolina del Norte que me lesionó la rodilla el primer año de universidad.


Paula tragó saliva.


—¿Y perdiste la beca?


—¿Puedes creerte que para entonces ya me la merecía gracias a mis notas?


—Sí, claro que me lo creo —contestó. Ella sabía que Pedro siempre había sido mucho más inteligente que ninguna otra persona de aquel pueblo—. Así que terminaste los estudios.


—Peor todavía. A mis profesores parecía gustarles ese pobre desgraciado de Georgia, así que me ayudaron a ingresar en la Facultad de Derecho.


Paula se quedó boquiabierta. Pedro, el adolescente más suspendido de la historia había llegado a ser abogado. 


Estaba completamente alucinada.


Pedro debió darse cuenta porque se echó a reír, haciéndole recordar cómo le había hecho sentirse siempre su risa. 


Como si acabara de beber algo dulce y exquisito y todo su cuerpo estuviera disfrutando de aquel placer. Cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, lo descubrió mirándola.


—Cuesta imaginárselo, ¿eh? —continuó él—. Y todavía falta lo mejor: volví a Joyful y trabajo como fiscal del condado.


Paula no daba crédito a lo que estaba oyendo. Porque a Pedro le gustaba la autoridad menos que a ella ir al ginecólogo.


—Eres un mentiroso —elevó los ojos al cielo—. No me creo nada de lo que has dicho. No me digas nada más, déjame imaginar. Estás metido en el negocio de tu tío y te dedicas a destilar alcohol.


—Es verdad, Paula, te lo juro —se llevó la mano al corazón.


Paula no tenía mucha fe en los juramentos. La última vez que Lydia, su mejor amiga, le había jurado algo, había sido que no tenía que preocuparse, que podía invertir tranquilamente todo su dinero en la empresa.


Y las cosas habían acabado como habían acabado: con Lydia disfrutando en Buenos Aires con un hombre tan rico como corrupto y ella arruinada, viviendo de los pequeños ahorros de su abuela.


Sin embargo, la expresión de Pedro le hizo dudar.


—¿Estás hablando en serio? ¿De verdad no estás bromeando?


—Claro que no. Ya llevo dieciocho meses trabajando de fiscal.


—Así que eres el fiscal del condado. Dios mío, Pedro. Me acuerdo de cómo odiabas al sheriff. De hecho, a cualquier figura de autoridad. Así que, por favor, intenta explicarme con un lenguaje sencillo algo tan incomprensible.


Pedro se cruzó de brazos, se sentó a la mesa y alargó la mano hacia otro donuts. Después de darle un bocado, se limpió con la punta de la lengua el azúcar de la comisura de los labios.


Paula sintió que la habitación giraba ligeramente mientras lo observaba. Algunas partes de su cuerpo parecieron cobrar vida mientras se regodeaban en el recuerdo de lo que aquella lengua les había hecho sentir.


Pedro la había adorado, había explorado cada centímetro de su piel dándole a conocer partes de su cuerpo en las que ella jamás había reparado.


Jamás había vuelto a tener un amante como él. No había habido nadie antes que él y después, no demasiados, probablemente por esa misma razón. Después de haber probado algo tan maravilloso, no se conformaba con nada que no fuera perfecto. Desgraciadamente, con ningún otro hombre había podido alcanzar aquella perfección.


Se obligó a concentrarse en el dolor del tobillo para disipar aquel instante de calenturienta locura.


—Estuve trabajando en la oficina de un abogado de Atlanta durante un año, después de terminar la pasantía —le explicó—. Después me enteré de que estaba vacante este puesto. Mi madre todavía estaba aquí…


Paula no le preguntó por su padre. Sabía lo que Pedro y su hermano sentían por él.


—Mi madre ya no es joven. Además, como ya te dije ayer, Daniela se había venido a vivir al pueblo con Joaquin. Pensé que al niño le vendría bien tener gente que se ocupara de él —apretó los dientes—. Cosa que, evidentemente, no hace mi hermano.


Paula también prefirió dejar pasar aquel tema.


—¿Y qué fue del señor Early? Siempre había sido el fiscal del condado.


—Se cansó y decidió que le apetecía pasar a la defensa durante una temporada —sonrió divertido—. Entre los dos, conseguimos evitar que el sheriff haga demasiado daño.


Ah, ahí estaba la clave. Pedro continuaba haciendo lo que realmente le gustaba: ayudar a la gente que lo necesitaba, desbaratando los planes del sheriff.


—Apuesto a que tu madre está encantada —le dijo.


No había frecuentado a la madre de Nico y de Pedro, pero le había impresionado la bondad de aquella mujer y el amor que derrochaba hacia sus hijos.


Pedro asintió.


—Sí, sólo por eso ya merece la pena. Mi padre murió cuando yo estaba en el segundo año de universidad.


—Lo siento mucho —musitó.


No conocía al padre de Pedro. Ninguno de los dos hermanos hablaba mucho de él, y Nico siempre había insistido en que no se acercara a la granja situada a las afueras del pueblo en la que vivían. Pero cualquiera que viviera en Joyful había oído rumores sobre aquel hombre, tan famoso por su afición a la bebida como por su carácter mezquino.


—Y yo lo siento por la mujer con la que chocó yendo borracho —replicó Pedro con dureza—. Estaba embarazada y perdió a su bebé.


Paula sacudió la cabeza, sin saber qué decir. Pedro no parecía amargado, solamente distante. Volvió a preguntarse por lo que habría sido crecer siendo el hijo de un hombre al que todo el pueblo consideraba el más inútil y miserable de la familia Alfonso.


—Y ahora, Pau —dijo Johnny, reclinándose en la silla y fijando la mirada en su rostro—, ¿por qué no me explicas qué has hecho durante todos estos años y por qué has vuelto a Joyful?








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