miércoles, 31 de mayo de 2017
CAPITULO 13
Pedro procuró no entretenerse demasiado después de llevar a Paula a casa de su abuela. La ayudó a entrar y se aseguró de que había luz. Y, aunque no había nada que le apeteciera más que salir inmediatamente de allí, que poner por lo menos un kilómetro de distancia entre ellos, también se aseguró de encontrar una venda elástica en el botiquín de su abuela.
Antes de irse, dejó a Paula con el pie metido en un viejo barreño y mordisqueando una de las frutas que Jimbo Boyd le había dejado en una cesta en el mostrador de la cocina. El bueno de Jimbo jamás perdía la oportunidad de conseguir un voto o algún posible contribuyente para su campaña.
Paula le agradeció sinceramente todo lo que había hecho por ella, aceptó su ofrecimiento cuando le propuso llevarle el coche, se mostró de acuerdo en que debería marcharse y se despidió de él con la misma distancia con la que se habría despedido de un taxista.
Pero no era de extrañar que erigiera sus defensas. De hecho, el inicio de una conversación sobre su último encuentro había bastado para que se sumiera en un completo silencio.
—La muy cobarde...
Si el ayudante del sheriff hubiera estado cerca, le habría puesto una multa de cien dólares, porque aunque hubiera visto el viejo patrulla, no sabía si habría sido capaz de levantar el pie del acelerador.
Necesitaba poner distancia, alejarse. Necesitaba alejarse de aquellos ojos dorados y de la suavidad de su voz. Cuanto más tiempo pasaba junto a Paula, más ganas le entraban de presionarla, de preguntarle por qué había actuado como lo había hecho.
En primer lugar, le preguntaría por qué le había utilizado como sustituto de su hermano en algo tan importante como el sexo. Después, por qué había huido ese mismo día, cuando tanto había disfrutado del sexo. Y, para terminar, cómo demonios había terminado trabajando en el mundo del cine para adultos.
Sexo, sexo y sexo. Eso era todo. Si se hubiera quedado en su casa un minuto más, habría terminado saliendo el tema. Y el sexo era algo que no podía volver a compartir con Paula Lina Chaves. Por lo menos, no sin sentirse fuertemente tentado a buscar más allá de la superficie, de explorar el significado de aquella palabra en todas las posturas conocidas. Más otra docena que podrían inventar.
Sacudió la cabeza disgustado. Evidentemente, necesitaba acostarse con alguien. Preferiblemente, con alguien en cuyo curriculum profesional no figurara un listado de diferentes posturas coitales.
Soltó un bufido burlón.
—Todo eso son tonterías. Es imposible que Paula sea una actriz porno.
No, seguro que había otra explicación para los rumores que corrían por el pueblo. Tenía que haberla. Y en cuanto consiguiera dominar de nuevo su libido, la averiguaría.
Mientras tanto, tenía que ocuparse de su coche. Sacó el teléfono móvil y marcó un número.
—Virg, ¿podemos quedar en el aparcamiento del supermercado? —preguntó cuando le contestaron.
—Claro —dijo su primo—, ¿pero puedo terminarme antes el perrito caliente que estoy comiendo?
—Un perrito caliente... ¿Minnie trabaja esta noche?
—Sí. Es el tercer fin de semana en un mes. El estúpido de su jefe le dice que si quiere llegar a ser jefa de cocina los domingos, que es cuando él tiene su día libre, tiene que atender la puerta las noches de los viernes y los sábados.
Hacía poco tiempo que Minnie había pasado de ser portera a convertirse en asistente de cocina en la Taberna Junctioville. Después de casarse con Virg, se había plantado y le había dicho a su jefe que no creía que una mujer casada tuviera que dedicarse a sacar a los borrachos del bar. Pero, al parecer, su jefe se las había arreglado para volver a tenerla donde quería.
—Si no tuviera tantas ganas de trabajar de cocinera, la obligaría a renunciar —continuó diciendo Virgil.
La obligaría a renunciar. Sí, genial. Virgil Alfonso podría obligarla a renunciar cuando las ranas criaran pelo.
—Mira, estaré al lado de un descapotable rojo dentro de media hora —le dijo Pedro.
Virg masticaba su cena de manera audible. Pedro sabía sin necesidad de preguntárselo que el perrito caliente iba acompañado de cebolla y mayonesa. La combinación más repugnante que nadie pudiera llegar a imaginar, pero que había sido la comida favorita de Virgil desde niño.
—Un descapotable rojo —dijo Virg por fin—. ¿Te refieres al coche de la actriz porno?
Pedro esbozó una mueca.
—Esa mujer no es... Déjalo, nos veremos allí, Virg.
Cortó la comunicación antes de que su primo pudiera contestar y después se dirigió hacia el centro del pueblo.
Cuando llegó al supermercado, dejó el coche al lado del de Paula y abrió la ventanilla. Se reclinó después en el asiento y observó a los últimos compradores empujando sus carritos. Pronto cerrarían, a la misma hora en la que todos los vecinos de Joyful comenzaban a prepararse para pasar la noche.
—Eh, Pedro —oyó que le llamaba alguien desde fuera del aparcamiento.
Alzó la mirada y vio a Clara Deveaux, la mujer cuya hija había causado el desastre del tobillo de Paula. Caminaba hacia el supermercado con el ceño fruncido.
—Hola, Clara. Antes no pudiste terminar de hacer la compra, ¿verdad?
Clara esbozó una mueca.
—Intenté limpiar a Eva en el cuarto de baño, pero estaba hecha un desastre. He tenido que dejar todo el carro de la compra aquí para llevarla a casa. Y seguro que a esas bobaliconas ni siquiera se les ha ocurrido volver a meter el helado en el congelador.
Pedro soltó un bufido burlón.
—Esperemos que sí, si no quieren tener que pagarlo ellas. ¿Dónde has dejado a la niña?
—Con su padre. Probablemente le estará contando por décima vez que su madre no le ha prestado suficiente atención, así que ha terminado tirándose el zumo encima de su camiseta favorita —suspiró con cansancio, pero divertida—. Padres e hijas...
Pedro no era ningún experto en ninguna de las dos cosas, puesto que ni era padre ni había tenido nunca ninguno con quien hablar.
—He oído decir que al final te llevaste a la estrella del porno en brazos —Clara se mordió ligeramente el labio.
Pedro no era capaz de adivinar si estaba avergonzada, divertida o desilusionada por haberse perdido el espectáculo.
—Ella no es... Mira, Clara, la que se ha caído era Paula Lina.
Clara abrió la boca de tal manera que Pedro habría podido contarle todos y cada uno de sus dientes.
—¿Paula Lina Chaves? Dios mío, ¿y por qué no me ha llamado para decirme que iba a venir? —se asomó al interior del coche, como si esperara ver a Paula allí—. ¿Dónde está ahora?
Pedro recordó entonces que Clara y Paula habían sido amigas íntimas cuando estaban en el instituto.
—La he dejado en casa de su abuela. Se ha torcido el tobillo, pero se pondrá bien.
—Paula Lina —volvió a susurrar Clara y una dulce sonrisa cruzó sus labios—. No nos hemos visto desde hace... diez años.
Pedro asintió y musitó:
—Desde la noche del baile.
Clara se sonrojó ligeramente y abrió los ojos como platos.
Miró fijamente a Pedro, obviamente, recordando lo que había ocurrido.
—Oh, Dios mío, es verdad —y entonces comenzó a sonreír—. Y pensar que esta tarde has vuelto a salvarla... En lo que concierne a Paula Lina, siempre pareces estar en el momento y en el lugar adecuados, ¿no crees, Pedro?
Sí, pero sería mejor que Paula no se acostumbrara a ello. Ya la había cuidado en otro tiempo. Ya había cuidado a demasiadas personas a lo largo de toda su vida. Y lo último que quería era que le necesitara una mujer a la que en otra época había deseado con todas y cada una de las células de su cuerpo.
De momento, Paula Chaves tendría que arreglárselas sola.
—Será mejor que me dé prisa —dijo Clara, mirando el reloj—. El supermercado está a punto de cerrar y tengo una familia a la que alimentar. Supongo que ni tú ni Paula habéis podido terminar de hacer la compra —bajó la mirada, avergonzada—. Siento lo que ha pasado. Si ves a Pau, dile que iré pronto a verla para pedirle disculpas y para que nos pongamos al día de todo lo que hemos hecho durante estos años.
Pedro no volvería a verla. Estaba seguro. Pero se limitó a encogerse de hombros y a despedirse de Clara.
Fiel a su palabra, Virgil llegó al supermercado a la hora que habían quedado. Virgil, dos años menor que Pedro, era uno de los miembros de la familia Bransom-Alfonso. Su madre, una mujer muy querida en la familia Bransom, se había casado con uno de los despreciables Alfonso treinta años atrás. Sus hijos habían sido más respetados que los Smith-Alfonso, es decir, que Pedro y que Nico. La madre de los Bransom no tenía un estatus ni económico ni social mucho más alto que el de su padre, pero Pedro tenía que admitir que era una auténtica santa ante sus ojos.
A Virgil nunca le habían importado los prejuicios contra los Alfonso. Él nunca había aspirado a hacer mucho más que juguetear con un viejo coche de carreras, trabajar haciendo chapuzas y disfrutar de un feliz matrimonio con Minnie, su esposa. Como pertenecía a otra rama de los Alfonso, una rama que parecía haber escapado a la maldición en el amor que parecía afectar a la familia de Pedro, seguramente podría hacer realidad todos sus sueños.
Virg no se parecía demasiado a los Walker, excepto por el pelo negro y los ojos azules. Era mucho más bajo que Pedro y pesaba unos cuantos kilos más. Aun así, para Pedro siempre había sido como un hermano.
—¿Es el coche de la actriz pomo? —preguntó Virgil
Pedro salió del coche y le dirigió una de aquellas miradas con las que conseguía hacer enmudecer hasta al sheriff Brady.
—No es ninguna actriz porno. El coche es de Paula Chaves. Le he dicho que se lo llevaría alguien a casa de su abuela porque se ha torcido el tobillo y no puede conducir.
Virgil soltó un silbido.
—¿Entonces, Paula Lina Chaves es la actriz porno? ¿La mujer que llevaba un tanga y que se ha resbalado hoy en el supermercado es la nieta de la señora Paulina?
—¿Un tanga?
Virg asintió.
—Sí, un tanga negro con estampado de leopardo.
Pedro elevó los ojos al cielo y tragó saliva ante la imagen que apareció en su cerebro.
—Nadie ha visto la ropa interior de Paula, Virg.
—Pues eso es lo que ha dicho Tomas Terry.
—Tomas Terry es un viejo repugnante capaz de pasarse horas mirando a las maniquís de la tienda de ropa ¿Vas a creerle a él, o a mí, que soy de tu propia familia y estaba más cerca que nadie de Paula cuando se ha caído?
Virgil pareció decepcionado.
—Y no es una estrella del porno.
La desilusión de Virgil fue todavía mayor.
—¿Estás seguro?
Pedro asintió.
—Acuérdate de como era, Virg ¿De verdad la crees capaz de dedicarse a hacer películas para adultos?
Virgil fijó la mirada en el vacío y sonrió como un hombre que estuviera recordando una sabrosa comida.
—Sí, claro que podría hacer películas para adultos.
Lo único que le salvó a Virgil de recibir un puñetazo en el estómago fue su parentesco con Pedro.
—No me refiero físicamente —le espetó—. ¿De verdad crees que una chica tan educada, hija de gente rica que vive en el extranjero podría dedicarse a protagonizar películas para hombres?
—No todo son películas para hombres. Algunas son verdadero arte. Y hay alguna que incluso merecería un Óscar.
Pedro ni siquiera le preguntó cuál.
—Virg, ¿te importaría conducir ese maldito coche hasta casa de los Chaves? Te seguiré y después te llevaré a tu casa.
Virgil lo miró como si fuera a protestar, pero al final, se encogió de hombros y se metió en el descapotable.
—Tenía unas piernas larguísimas —dijo, mientras se inclinaba para ajustar el asiento del conductor—. Las actrices porno siempre tienen unas piernas larguísimas.
—Y los idiotas siempre terminan metiendo la pata por hablar demasiado.
Paula Lina no era una estrella del porno y punto.
Su primo sonrió de soslayo.
—Vale, vale.
Pedro no dijo una palabra más mientras le tiraba las llaves. Montó después en su todoterreno y siguió al descapotable hasta casa de Paula. Una vez allí, tocó suavemente el claxon para hacerle saber que habían llegado y esperó mientras Virgil giraba hacia el camino de entrada a la casa.
—¿Has dejado las llaves encima de la visera del coche?
Su primo asintió.
—Sí, pero si quieres puedo dárselas personalmente. A lo mejor incluso puedo hacerle una visita.
—Métete ahora mismo en mi coche, Virg —Pedro frunció el ceño al reconocer la expresión de diversión de su primo.
Se estaba burlando de él. Lo que quería decir que no había sido muy discreto sobre su interés en Paula. Algo a lo que tendría que poner remedio inmediatamente.
Virgil se encogió de hombros y se montó en la furgoneta.
—¿Sigue siendo tan guapa como cuando estábamos en el instituto?
—Más —admitió Pedro.
De adolescente, era la cosa más dulce que Pedro había visto nunca. Tenía el resplandor de un ángel. Pero como mujer, era mucho más seductora y femenina. Mucho más desafiante. Y su cuerpo había madurado, resultando mucho más atractivo. Sus facciones se habían suavizado ligeramente y le hacían parecer menos vulnerable, pero continuaba teniendo un cutis perfecto.
—Y has vuelto a rescatarla, ¿eh? —continuó diciendo Virg—. La has sacado del supermercado como un Príncipe Azul, como hiciste la noche del baile.
Su primo también estudiaba entonces en el instituto y, por supuesto, también había asistido al infausto baile.
—¿Podríamos hablar de otra cosa?
—Claro —contestó Virgil riendo—. Pero me gustaría haberla visto. Seguro que la habría reconocido.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro con recelo.
—Bueno —dijo Virgil, arqueando una ceja de manera que era evidente que iba a decir algo provocador— . Minnie me regaló una suscripción para ese tipo de películas. Si viera a Paula, a lo mejor recordaba haberla visto en alguna.
Pedro se aferró con fuerza al volante. Cuando por fin se consideró suficientemente tranquilo como para hablar, dijo:
—Virg, una palabra más y no podrás darle jamás a tu esposa esos hijos que tanto desea. ¿Me has oído? Como vuelvas a decir una sola palabra sobre Paula Lina Chaves, te juro que te haré comerte los testículos para desayunar
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario