miércoles, 31 de mayo de 2017
CAPITULO 14
No había nada para desayunar. La cesta de fruta que le había dejado Jimbo Boyd le había servido para merendar, para cenar y para tomar algo antes de irse a la cama. Sin embargo, aquella mañana, después de una reparadora noche de sueño en su antigua cama, se sentía rejuvenecida.
Tenía dinero suficiente para comprar café y algo de comida, y ése era el motivo por el que el día anterior había decidido parar en el supermercado. Pero, evidentemente, le habían interrumpido la compra. Así que estaba desesperada. No era una mujer quisquillosa, y era perfectamente consciente de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a disfrutar del capuchino doble de la tienda de la Quinta Avenida que tanto le gustaba. Sin embargo, en aquel momento, habría dado cualquier cosa por una taza de café de Maxwell. De café instantáneo, incluso.
Una búsqueda rápida en la despensa de su abuela le descubrió varias latas de verduras, pero nada que pudiera sustituir a la cafeína. Necesitaba algo fuerte para tomarse la aspirina con la que pretendía aliviar el dolor del tobillo.
Afortunadamente, no tardó en localizar una lata de café en la estantería más alta, escondida entre los botes de las especias. Rezando en silencio para que estuviera bien cerrada, se puso de puntillas sobre un pie, apoyándose en el bastón de su abuela que había encontrado en el vestíbulo.
Hasta entonces, había evitado concentrarse en la suavidad del tacto del bastón contra su mano. Le dolía demasiado pensar en la mano de su abuela rodeando su empuñadura con firmeza.
—Oh, por favor, que la lata no esté abierta —susurró—. O por lo menos que el café no se haya enmohecido.
Pero cuando al final tuvo la lata entre sus manos, no supo si reír o llorar. Era evidente que había algo en su interior pero, a juzgar por el débil tintineo, no contenía café.
Así que quitó la tapa de plástico y empezó a reír, y también a llorar.
La lata estaba llena de dinero que su abuela iba guardando para gastos imprevistos. Para Paula fue como un auténtico regalo de los dioses. La lata contenía montones de billetes, la mayor parte de ellos de uno y cinco dólares. Suficiente dinero como para mantenerse hasta que encontrara un trabajo.
Dos trabajos, en realidad. Porque necesitaba un trabajo para poder sobrevivir los próximos dos meses, hasta que hubiera remitido el escándalo. En aquel momento, tanto ella como sus antiguos compañeros de trabajo eran personas indeseables en el mundo de las finanzas. De hecho, tenía más posibilidades de llegar a ser Miss Universo que de poder trabajar como corredora de bolsa.
Así que se quedaría en Joyful una temporada y buscaría un trabajo que le permitiera pagar sus cuentas, que, por cierto, no serían muchas, puesto que la casa era suya. Podía dedicar el verano a recuperarse, a enviar currículums y a planificar su nuevo futuro. Con un poco de suerte, sin necesidad de pedirles nada a sus padres.
Se pondrían furiosos cuando se enteraran. Si llegaban a enterarse. Pero merecía la pena correr el riesgo. Paula no podía soportar siquiera imaginárselos intentando ayudarla.
Mejor dicho, intentando controlar su vida, como habían intentado hacer después del accidente.
Paula quería a sus padres. Pero eran la pareja más avasalladora y asfixiante que había conocido nunca. Y al ser su única hija, durante muchos años había sido la única persona a la que habían podido asfixiar. Por lo menos hasta que la abuela Paulina había decidido apoyar a Paula cuando a los diecisiete años había pedido que le permitieran elegir dónde quería estudiar.
—Gracias, abuela, por haber vuelto a ayudarme —susurró con una sonrisa y la mirada fija en el dinero—. Ahora, si hubiera en Joyful algún restaurante al que pudiera encargar unos cereales, ya estaría todo arreglado.
Desgraciadamente, sospechaba que en Joyful no había nada parecido. Así que si quería desayunar, tendría que conducir hasta alguna cafetería.
Pero antes de que hubiera podido volver a su dormitorio para vestirse, oyó que llamaban a la puerta. No podía imaginarse quién podía ser un sábado a las ocho de la mañana. Y entonces recordó lo que era vivir en un lugar en el que todo el mundo se conocía. Muchos sábados, los vecinos de su abuela se presentaban en casa con un cesto de magdalenas y un alegre «buenos días». Sonrió conmovida al pensar que alguien se había enterado de su vuelta y había ido a darle la bienvenida.
Pero no era ninguno de los vecinos de su abuela.
—Oh, no —dijo cuando, al abrir la puerta, encontró a Pedro en el porche.
—Qué forma tan amable de recibir a una persona que viene a traerte comida.
Al ver la bolsa de papel que sostenía en el hueco del brazo, arqueó una ceja.
—Y café —añadió Pedro.
Casi cantando de alivio, Paula alargó la mano hacia la bolsa más pequeña que sostenía Pedro en la otra mano. Pedro fijó la mirada en el bastón.
—Ya la llevo yo.
Paula retrocedió para dejarle pasar y aspiró la fragancia del café. Estaba tan contenta que casi se olvidó de la camiseta vieja y los pantalones cortos que se había puesto para dormir. Un atuendo que acompañaba con unos rizos todavía sin cepillar.
—Humm, parece que no eres una persona muy madrugadora —Pedro ni siquiera intentó disimular su diversión.
Consciente de que todavía tenía los ojos medio cerrados, Paula comprendió que no podía tomarse sus palabras como una ofensa mientras le conducía hacia la cocina.
—Por el café, estoy dispuesta a olvidar que no estoy en mi mejor momento —se sentó a la mesa de la cocina y lo vio sacar dos vasos de café y después el azúcar y la crema de la bolsa—. De todas formas, ¿qué estás haciendo aquí?
Pedro agarró un puñado de servilletas y continuó sacando la compra. Al final, sonrió y le enseñó una caja de donuts azucarados.
—He supuesto que ayer pretendías comprar algo de comida en el supermercado. Así que he decidido traerte algunas cosas para ayudarte a matar el hambre.
Paula suponía que no debería haberle sorprendido que se presentara en su casa llevando exactamente lo que necesitaba. Pedro parecía especialmente dotado para ello.
Flores el día del baile y café y papel higiénico diez años después. Conmovida por aquel gesto, sonrió.
—Muchas gracias, Pedro. Estaba a punto de acercarme en coche al supermercado.
—Así podrás retrasar la salida hasta mañana, o hasta que tengas bien el pie —bajó la mirada hacia su tobillo.
—No estoy tan mal —insistió ella. Echó crema en el café, bebió un sorbo y suspiró de placer—. Café de cafetería, ¿hay algo mejor?
—Una tarta de cafetería. La mujer de mi primo Virgil hace la mejor tarta de albaricoque del mundo.
Paula apretó los labios y negó con la cabeza.
—No creo que pudiera competir con la de mi abuela. Todos los años, cuando veníamos a verla el día de Acción de Gracias, nos acercábamos a la antigua granja de mi bisabuelo. Mi padre ataba unas cuerdas a las ramas de un árbol y lo sacudíamos para recoger las nueces. Después, la abuela las llevaba a casa y las utilizaba durante el resto del año.
Pensó durante unos segundos en las tardes que pasaban en aquel lugar. Su abuela hablaba siempre de los viejos tiempos y del último pedazo que quedaba de la antigua granja, aquel huerto rodeado de nogales de Macadamia que le había prometido dejarle algún día en herencia. Paula tomó aire, oliendo casi la fragancia de las tartas de Paulina.
—Siempre tenía una tarta recién hecha cuando llegábamos en verano. Cualquier día de éstos empezaré a buscar el escondite en el que guardaba sus recetas y haré una de sus tartas.
—Me encantaría probar una tarta hecha por ti.
Evidentemente, no había olvidado que era un desastre en la cocina.
—A lo mejor no soy tan creativa como mi abuela, pero durante estos años he aprendido unas cuantas recetas. Cocino bien.
—En ese caso, a lo mejor me arriesgo algún día a que cocines para mí
—Si alguien me hubiera dicho hace un mes que podría terminar preparándote una tarta en la cocina de mi abuela este mismo verano, habría pensado que había estado bebiendo ese whisky casero que los veteranos destilaban en las montañas —musitó.
—Y continúan haciéndolo.
Paula arqueó una ceja con curiosidad.
—Mi tío Rafa y sus hijos viven allí.
Más Alfonso. La verdad fue que no la sorprendió.
Pedro se tomó el café y se levantó después para guardar las compras. Paula lo observó en silencio, descubriendo en su firme perfil rasgos del adolescente que había sido en otro tiempo.
El día anterior le había parecido un hombre con poder, un hombre maduro. Por no decir atractivo.
Pero aquel día, con los vaqueros y una camiseta blanca que marcaba peligrosamente las curvas de sus músculos, estaba devastador. Sin afeitar, con la camiseta ligeramente arrugada, resultaba absolutamente viril. Y encajaba perfectamente en aquella cocina mientras guardaba la leche, el zumo y los huevos en el refrigerador y se ocupaba de ella como un buen amigo.
El problema era que no eran exactamente amigos, ¿o sí?
No, no podía describirse como amistad lo que les había unido. Era algo más, algo instintivo y profundo. Algo que había surgido desde el primer instante, a pesar de que ella estaba saliendo con su hermano y él se ocupaba de representar el papel del chico rebelde del pueblo.
No había sido sólo atracción física. Era algo que había comprendido al mirar al pasado con ojos de adulta. Diablos, si incluso entonces, siendo prácticamente una niña, sospechaba que la química que había entre ellos era mucho más profunda que la que se debía a sus hormonas adolescentes.
Cuando Pedro terminó de ordenarlo todo, se miraron el uno al otro, conscientes de que lo que en otro tiempo había habido entre ellos, podría resurgir.
Pero, por alguna razón, Paula no quería que la tregua que se habían concedido terminara tan pronto. Así que después de haberse comido un donuts y haber bebido otro trago de café, se reclinó en su silla.
—¿Sabes? Ayer me quedé con ganas de preguntarte por qué sigues aquí. Siempre pensé que odiabas este lugar y que habrías terminado marchándote.
—Ah, así que has pensado mucho en mí, ¿eh? —pregunto Pedro en tono burlón. Se reclinó contra el mostrador y se cruzó de brazos, flexionando los músculos contra la camiseta de algodón—. Creía que no habías dedicado un solo segundo a pensar en mí.
Paula bebió un sorbo de café y ordenó a su corazón que se tranquilizara.
—Y la verdad es que no he pensado mucho en ti —mintió—. Ha pasado tanto tiempo que apenas me acuerdo de aquella época —volvió a mentir.
Pedro sonrió, dándole a entender que sabía que no estaba siendo sincera
Y Paula decidió que era preferible no protestar.
—¿A qué te has dedicado desde entonces? No he visto tu fotografía en la portada de ninguna revista de deportes, así que es evidente que no te dedicaste al fútbol profesional al terminar los estudios.
—No, gracias a un jugador de Carolina del Norte que me lesionó la rodilla el primer año de universidad.
Paula tragó saliva.
—¿Y perdiste la beca?
—¿Puedes creerte que para entonces ya me la merecía gracias a mis notas?
—Sí, claro que me lo creo —contestó. Ella sabía que Pedro siempre había sido mucho más inteligente que ninguna otra persona de aquel pueblo—. Así que terminaste los estudios.
—Peor todavía. A mis profesores parecía gustarles ese pobre desgraciado de Georgia, así que me ayudaron a ingresar en la Facultad de Derecho.
Paula se quedó boquiabierta. Pedro, el adolescente más suspendido de la historia había llegado a ser abogado.
Estaba completamente alucinada.
Pedro debió darse cuenta porque se echó a reír, haciéndole recordar cómo le había hecho sentirse siempre su risa.
Como si acabara de beber algo dulce y exquisito y todo su cuerpo estuviera disfrutando de aquel placer. Cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, lo descubrió mirándola.
—Cuesta imaginárselo, ¿eh? —continuó él—. Y todavía falta lo mejor: volví a Joyful y trabajo como fiscal del condado.
Paula no daba crédito a lo que estaba oyendo. Porque a Pedro le gustaba la autoridad menos que a ella ir al ginecólogo.
—Eres un mentiroso —elevó los ojos al cielo—. No me creo nada de lo que has dicho. No me digas nada más, déjame imaginar. Estás metido en el negocio de tu tío y te dedicas a destilar alcohol.
—Es verdad, Paula, te lo juro —se llevó la mano al corazón.
Paula no tenía mucha fe en los juramentos. La última vez que Lydia, su mejor amiga, le había jurado algo, había sido que no tenía que preocuparse, que podía invertir tranquilamente todo su dinero en la empresa.
Y las cosas habían acabado como habían acabado: con Lydia disfrutando en Buenos Aires con un hombre tan rico como corrupto y ella arruinada, viviendo de los pequeños ahorros de su abuela.
Sin embargo, la expresión de Pedro le hizo dudar.
—¿Estás hablando en serio? ¿De verdad no estás bromeando?
—Claro que no. Ya llevo dieciocho meses trabajando de fiscal.
—Así que eres el fiscal del condado. Dios mío, Pedro. Me acuerdo de cómo odiabas al sheriff. De hecho, a cualquier figura de autoridad. Así que, por favor, intenta explicarme con un lenguaje sencillo algo tan incomprensible.
Pedro se cruzó de brazos, se sentó a la mesa y alargó la mano hacia otro donuts. Después de darle un bocado, se limpió con la punta de la lengua el azúcar de la comisura de los labios.
Paula sintió que la habitación giraba ligeramente mientras lo observaba. Algunas partes de su cuerpo parecieron cobrar vida mientras se regodeaban en el recuerdo de lo que aquella lengua les había hecho sentir.
Pedro la había adorado, había explorado cada centímetro de su piel dándole a conocer partes de su cuerpo en las que ella jamás había reparado.
Jamás había vuelto a tener un amante como él. No había habido nadie antes que él y después, no demasiados, probablemente por esa misma razón. Después de haber probado algo tan maravilloso, no se conformaba con nada que no fuera perfecto. Desgraciadamente, con ningún otro hombre había podido alcanzar aquella perfección.
Se obligó a concentrarse en el dolor del tobillo para disipar aquel instante de calenturienta locura.
—Estuve trabajando en la oficina de un abogado de Atlanta durante un año, después de terminar la pasantía —le explicó—. Después me enteré de que estaba vacante este puesto. Mi madre todavía estaba aquí…
Paula no le preguntó por su padre. Sabía lo que Pedro y su hermano sentían por él.
—Mi madre ya no es joven. Además, como ya te dije ayer, Daniela se había venido a vivir al pueblo con Joaquin. Pensé que al niño le vendría bien tener gente que se ocupara de él —apretó los dientes—. Cosa que, evidentemente, no hace mi hermano.
Paula también prefirió dejar pasar aquel tema.
—¿Y qué fue del señor Early? Siempre había sido el fiscal del condado.
—Se cansó y decidió que le apetecía pasar a la defensa durante una temporada —sonrió divertido—. Entre los dos, conseguimos evitar que el sheriff haga demasiado daño.
Ah, ahí estaba la clave. Pedro continuaba haciendo lo que realmente le gustaba: ayudar a la gente que lo necesitaba, desbaratando los planes del sheriff.
—Apuesto a que tu madre está encantada —le dijo.
No había frecuentado a la madre de Nico y de Pedro, pero le había impresionado la bondad de aquella mujer y el amor que derrochaba hacia sus hijos.
Pedro asintió.
—Sí, sólo por eso ya merece la pena. Mi padre murió cuando yo estaba en el segundo año de universidad.
—Lo siento mucho —musitó.
No conocía al padre de Pedro. Ninguno de los dos hermanos hablaba mucho de él, y Nico siempre había insistido en que no se acercara a la granja situada a las afueras del pueblo en la que vivían. Pero cualquiera que viviera en Joyful había oído rumores sobre aquel hombre, tan famoso por su afición a la bebida como por su carácter mezquino.
—Y yo lo siento por la mujer con la que chocó yendo borracho —replicó Pedro con dureza—. Estaba embarazada y perdió a su bebé.
Paula sacudió la cabeza, sin saber qué decir. Pedro no parecía amargado, solamente distante. Volvió a preguntarse por lo que habría sido crecer siendo el hijo de un hombre al que todo el pueblo consideraba el más inútil y miserable de la familia Alfonso.
—Y ahora, Pau —dijo Johnny, reclinándose en la silla y fijando la mirada en su rostro—, ¿por qué no me explicas qué has hecho durante todos estos años y por qué has vuelto a Joyful?
CAPITULO 13
Pedro procuró no entretenerse demasiado después de llevar a Paula a casa de su abuela. La ayudó a entrar y se aseguró de que había luz. Y, aunque no había nada que le apeteciera más que salir inmediatamente de allí, que poner por lo menos un kilómetro de distancia entre ellos, también se aseguró de encontrar una venda elástica en el botiquín de su abuela.
Antes de irse, dejó a Paula con el pie metido en un viejo barreño y mordisqueando una de las frutas que Jimbo Boyd le había dejado en una cesta en el mostrador de la cocina. El bueno de Jimbo jamás perdía la oportunidad de conseguir un voto o algún posible contribuyente para su campaña.
Paula le agradeció sinceramente todo lo que había hecho por ella, aceptó su ofrecimiento cuando le propuso llevarle el coche, se mostró de acuerdo en que debería marcharse y se despidió de él con la misma distancia con la que se habría despedido de un taxista.
Pero no era de extrañar que erigiera sus defensas. De hecho, el inicio de una conversación sobre su último encuentro había bastado para que se sumiera en un completo silencio.
—La muy cobarde...
Si el ayudante del sheriff hubiera estado cerca, le habría puesto una multa de cien dólares, porque aunque hubiera visto el viejo patrulla, no sabía si habría sido capaz de levantar el pie del acelerador.
Necesitaba poner distancia, alejarse. Necesitaba alejarse de aquellos ojos dorados y de la suavidad de su voz. Cuanto más tiempo pasaba junto a Paula, más ganas le entraban de presionarla, de preguntarle por qué había actuado como lo había hecho.
En primer lugar, le preguntaría por qué le había utilizado como sustituto de su hermano en algo tan importante como el sexo. Después, por qué había huido ese mismo día, cuando tanto había disfrutado del sexo. Y, para terminar, cómo demonios había terminado trabajando en el mundo del cine para adultos.
Sexo, sexo y sexo. Eso era todo. Si se hubiera quedado en su casa un minuto más, habría terminado saliendo el tema. Y el sexo era algo que no podía volver a compartir con Paula Lina Chaves. Por lo menos, no sin sentirse fuertemente tentado a buscar más allá de la superficie, de explorar el significado de aquella palabra en todas las posturas conocidas. Más otra docena que podrían inventar.
Sacudió la cabeza disgustado. Evidentemente, necesitaba acostarse con alguien. Preferiblemente, con alguien en cuyo curriculum profesional no figurara un listado de diferentes posturas coitales.
Soltó un bufido burlón.
—Todo eso son tonterías. Es imposible que Paula sea una actriz porno.
No, seguro que había otra explicación para los rumores que corrían por el pueblo. Tenía que haberla. Y en cuanto consiguiera dominar de nuevo su libido, la averiguaría.
Mientras tanto, tenía que ocuparse de su coche. Sacó el teléfono móvil y marcó un número.
—Virg, ¿podemos quedar en el aparcamiento del supermercado? —preguntó cuando le contestaron.
—Claro —dijo su primo—, ¿pero puedo terminarme antes el perrito caliente que estoy comiendo?
—Un perrito caliente... ¿Minnie trabaja esta noche?
—Sí. Es el tercer fin de semana en un mes. El estúpido de su jefe le dice que si quiere llegar a ser jefa de cocina los domingos, que es cuando él tiene su día libre, tiene que atender la puerta las noches de los viernes y los sábados.
Hacía poco tiempo que Minnie había pasado de ser portera a convertirse en asistente de cocina en la Taberna Junctioville. Después de casarse con Virg, se había plantado y le había dicho a su jefe que no creía que una mujer casada tuviera que dedicarse a sacar a los borrachos del bar. Pero, al parecer, su jefe se las había arreglado para volver a tenerla donde quería.
—Si no tuviera tantas ganas de trabajar de cocinera, la obligaría a renunciar —continuó diciendo Virgil.
La obligaría a renunciar. Sí, genial. Virgil Alfonso podría obligarla a renunciar cuando las ranas criaran pelo.
—Mira, estaré al lado de un descapotable rojo dentro de media hora —le dijo Pedro.
Virg masticaba su cena de manera audible. Pedro sabía sin necesidad de preguntárselo que el perrito caliente iba acompañado de cebolla y mayonesa. La combinación más repugnante que nadie pudiera llegar a imaginar, pero que había sido la comida favorita de Virgil desde niño.
—Un descapotable rojo —dijo Virg por fin—. ¿Te refieres al coche de la actriz porno?
Pedro esbozó una mueca.
—Esa mujer no es... Déjalo, nos veremos allí, Virg.
Cortó la comunicación antes de que su primo pudiera contestar y después se dirigió hacia el centro del pueblo.
Cuando llegó al supermercado, dejó el coche al lado del de Paula y abrió la ventanilla. Se reclinó después en el asiento y observó a los últimos compradores empujando sus carritos. Pronto cerrarían, a la misma hora en la que todos los vecinos de Joyful comenzaban a prepararse para pasar la noche.
—Eh, Pedro —oyó que le llamaba alguien desde fuera del aparcamiento.
Alzó la mirada y vio a Clara Deveaux, la mujer cuya hija había causado el desastre del tobillo de Paula. Caminaba hacia el supermercado con el ceño fruncido.
—Hola, Clara. Antes no pudiste terminar de hacer la compra, ¿verdad?
Clara esbozó una mueca.
—Intenté limpiar a Eva en el cuarto de baño, pero estaba hecha un desastre. He tenido que dejar todo el carro de la compra aquí para llevarla a casa. Y seguro que a esas bobaliconas ni siquiera se les ha ocurrido volver a meter el helado en el congelador.
Pedro soltó un bufido burlón.
—Esperemos que sí, si no quieren tener que pagarlo ellas. ¿Dónde has dejado a la niña?
—Con su padre. Probablemente le estará contando por décima vez que su madre no le ha prestado suficiente atención, así que ha terminado tirándose el zumo encima de su camiseta favorita —suspiró con cansancio, pero divertida—. Padres e hijas...
Pedro no era ningún experto en ninguna de las dos cosas, puesto que ni era padre ni había tenido nunca ninguno con quien hablar.
—He oído decir que al final te llevaste a la estrella del porno en brazos —Clara se mordió ligeramente el labio.
Pedro no era capaz de adivinar si estaba avergonzada, divertida o desilusionada por haberse perdido el espectáculo.
—Ella no es... Mira, Clara, la que se ha caído era Paula Lina.
Clara abrió la boca de tal manera que Pedro habría podido contarle todos y cada uno de sus dientes.
—¿Paula Lina Chaves? Dios mío, ¿y por qué no me ha llamado para decirme que iba a venir? —se asomó al interior del coche, como si esperara ver a Paula allí—. ¿Dónde está ahora?
Pedro recordó entonces que Clara y Paula habían sido amigas íntimas cuando estaban en el instituto.
—La he dejado en casa de su abuela. Se ha torcido el tobillo, pero se pondrá bien.
—Paula Lina —volvió a susurrar Clara y una dulce sonrisa cruzó sus labios—. No nos hemos visto desde hace... diez años.
Pedro asintió y musitó:
—Desde la noche del baile.
Clara se sonrojó ligeramente y abrió los ojos como platos.
Miró fijamente a Pedro, obviamente, recordando lo que había ocurrido.
—Oh, Dios mío, es verdad —y entonces comenzó a sonreír—. Y pensar que esta tarde has vuelto a salvarla... En lo que concierne a Paula Lina, siempre pareces estar en el momento y en el lugar adecuados, ¿no crees, Pedro?
Sí, pero sería mejor que Paula no se acostumbrara a ello. Ya la había cuidado en otro tiempo. Ya había cuidado a demasiadas personas a lo largo de toda su vida. Y lo último que quería era que le necesitara una mujer a la que en otra época había deseado con todas y cada una de las células de su cuerpo.
De momento, Paula Chaves tendría que arreglárselas sola.
—Será mejor que me dé prisa —dijo Clara, mirando el reloj—. El supermercado está a punto de cerrar y tengo una familia a la que alimentar. Supongo que ni tú ni Paula habéis podido terminar de hacer la compra —bajó la mirada, avergonzada—. Siento lo que ha pasado. Si ves a Pau, dile que iré pronto a verla para pedirle disculpas y para que nos pongamos al día de todo lo que hemos hecho durante estos años.
Pedro no volvería a verla. Estaba seguro. Pero se limitó a encogerse de hombros y a despedirse de Clara.
Fiel a su palabra, Virgil llegó al supermercado a la hora que habían quedado. Virgil, dos años menor que Pedro, era uno de los miembros de la familia Bransom-Alfonso. Su madre, una mujer muy querida en la familia Bransom, se había casado con uno de los despreciables Alfonso treinta años atrás. Sus hijos habían sido más respetados que los Smith-Alfonso, es decir, que Pedro y que Nico. La madre de los Bransom no tenía un estatus ni económico ni social mucho más alto que el de su padre, pero Pedro tenía que admitir que era una auténtica santa ante sus ojos.
A Virgil nunca le habían importado los prejuicios contra los Alfonso. Él nunca había aspirado a hacer mucho más que juguetear con un viejo coche de carreras, trabajar haciendo chapuzas y disfrutar de un feliz matrimonio con Minnie, su esposa. Como pertenecía a otra rama de los Alfonso, una rama que parecía haber escapado a la maldición en el amor que parecía afectar a la familia de Pedro, seguramente podría hacer realidad todos sus sueños.
Virg no se parecía demasiado a los Walker, excepto por el pelo negro y los ojos azules. Era mucho más bajo que Pedro y pesaba unos cuantos kilos más. Aun así, para Pedro siempre había sido como un hermano.
—¿Es el coche de la actriz pomo? —preguntó Virgil
Pedro salió del coche y le dirigió una de aquellas miradas con las que conseguía hacer enmudecer hasta al sheriff Brady.
—No es ninguna actriz porno. El coche es de Paula Chaves. Le he dicho que se lo llevaría alguien a casa de su abuela porque se ha torcido el tobillo y no puede conducir.
Virgil soltó un silbido.
—¿Entonces, Paula Lina Chaves es la actriz porno? ¿La mujer que llevaba un tanga y que se ha resbalado hoy en el supermercado es la nieta de la señora Paulina?
—¿Un tanga?
Virg asintió.
—Sí, un tanga negro con estampado de leopardo.
Pedro elevó los ojos al cielo y tragó saliva ante la imagen que apareció en su cerebro.
—Nadie ha visto la ropa interior de Paula, Virg.
—Pues eso es lo que ha dicho Tomas Terry.
—Tomas Terry es un viejo repugnante capaz de pasarse horas mirando a las maniquís de la tienda de ropa ¿Vas a creerle a él, o a mí, que soy de tu propia familia y estaba más cerca que nadie de Paula cuando se ha caído?
Virgil pareció decepcionado.
—Y no es una estrella del porno.
La desilusión de Virgil fue todavía mayor.
—¿Estás seguro?
Pedro asintió.
—Acuérdate de como era, Virg ¿De verdad la crees capaz de dedicarse a hacer películas para adultos?
Virgil fijó la mirada en el vacío y sonrió como un hombre que estuviera recordando una sabrosa comida.
—Sí, claro que podría hacer películas para adultos.
Lo único que le salvó a Virgil de recibir un puñetazo en el estómago fue su parentesco con Pedro.
—No me refiero físicamente —le espetó—. ¿De verdad crees que una chica tan educada, hija de gente rica que vive en el extranjero podría dedicarse a protagonizar películas para hombres?
—No todo son películas para hombres. Algunas son verdadero arte. Y hay alguna que incluso merecería un Óscar.
Pedro ni siquiera le preguntó cuál.
—Virg, ¿te importaría conducir ese maldito coche hasta casa de los Chaves? Te seguiré y después te llevaré a tu casa.
Virgil lo miró como si fuera a protestar, pero al final, se encogió de hombros y se metió en el descapotable.
—Tenía unas piernas larguísimas —dijo, mientras se inclinaba para ajustar el asiento del conductor—. Las actrices porno siempre tienen unas piernas larguísimas.
—Y los idiotas siempre terminan metiendo la pata por hablar demasiado.
Paula Lina no era una estrella del porno y punto.
Su primo sonrió de soslayo.
—Vale, vale.
Pedro no dijo una palabra más mientras le tiraba las llaves. Montó después en su todoterreno y siguió al descapotable hasta casa de Paula. Una vez allí, tocó suavemente el claxon para hacerle saber que habían llegado y esperó mientras Virgil giraba hacia el camino de entrada a la casa.
—¿Has dejado las llaves encima de la visera del coche?
Su primo asintió.
—Sí, pero si quieres puedo dárselas personalmente. A lo mejor incluso puedo hacerle una visita.
—Métete ahora mismo en mi coche, Virg —Pedro frunció el ceño al reconocer la expresión de diversión de su primo.
Se estaba burlando de él. Lo que quería decir que no había sido muy discreto sobre su interés en Paula. Algo a lo que tendría que poner remedio inmediatamente.
Virgil se encogió de hombros y se montó en la furgoneta.
—¿Sigue siendo tan guapa como cuando estábamos en el instituto?
—Más —admitió Pedro.
De adolescente, era la cosa más dulce que Pedro había visto nunca. Tenía el resplandor de un ángel. Pero como mujer, era mucho más seductora y femenina. Mucho más desafiante. Y su cuerpo había madurado, resultando mucho más atractivo. Sus facciones se habían suavizado ligeramente y le hacían parecer menos vulnerable, pero continuaba teniendo un cutis perfecto.
—Y has vuelto a rescatarla, ¿eh? —continuó diciendo Virg—. La has sacado del supermercado como un Príncipe Azul, como hiciste la noche del baile.
Su primo también estudiaba entonces en el instituto y, por supuesto, también había asistido al infausto baile.
—¿Podríamos hablar de otra cosa?
—Claro —contestó Virgil riendo—. Pero me gustaría haberla visto. Seguro que la habría reconocido.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro con recelo.
—Bueno —dijo Virgil, arqueando una ceja de manera que era evidente que iba a decir algo provocador— . Minnie me regaló una suscripción para ese tipo de películas. Si viera a Paula, a lo mejor recordaba haberla visto en alguna.
Pedro se aferró con fuerza al volante. Cuando por fin se consideró suficientemente tranquilo como para hablar, dijo:
—Virg, una palabra más y no podrás darle jamás a tu esposa esos hijos que tanto desea. ¿Me has oído? Como vuelvas a decir una sola palabra sobre Paula Lina Chaves, te juro que te haré comerte los testículos para desayunar
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