jueves, 1 de junio de 2017

CAPITULO 17





Pedro sabía que se arrepentiría de lo que estaba a punto de hacer, pero, de todas formas, estaba decidido a seguir adelante. No le dio tiempo de imaginar siquiera lo que pretendía. Prefirió demostrárselo. Antes de que Paula hubiera podido protestar, deslizó la mano por sus rizos, la posó en la parte posterior de su cabeza y acercó la boca a sus labios. Paula tomó aire justo antes de que sus labios se rozaran. Y entonces, volvió a saltar la chispa de antaño. 


Pedro se sintió caer en aquel vacío ardiente en el que dejaba de existir la razón y los sentimientos lo ocupaban todo.


En el que sólo era posible pensar en ella.


Cuando Paula entreabrió los labios, aprovechó aquel movimiento para deslizar la lengua entre ellos y saborear el gusto dulce y cálido de su boca.


En sus recuerdos, Paula sabía a fresa. Pero en aquel momento no llevaba ningún brillo de labios, y tampoco había lágrimas en sus mejillas, que le dieran un gusto salado a su piel. Estaba solamente Paula, que le había vuelto loco de deseo desde la primera vez que había visto en su tobillo el destello de una cadena dorada cuando los dos eran prácticamente unos niños.


Paula inclinó la cabeza, invitándole a hundir la lengua. Él aceptó la invitación. Su cuerpo entero parecía estar en llamas. Y también el de Paula ardía bajo sus manos. Posó la mano en su cadera y deslizó la otra en su espalda. Paula gimió contra sus labios y se presionó con fuerza contra él mientras le rodeaba el cuello con los brazos.


—Vuelve a decirme que me estoy engañando —la desafió Pedro en un susurro.


Pero no esperó respuesta. Inclinó de nuevo la cabeza para saborear su cuello y después aquel rincón vulnerable en el que el cuello se unía con el hombro.


—Te estás engañando —musitó ella, retorciéndose contra él.


—Así que no fue para tanto, ¿eh? —preguntó Pedro, mordisqueándole el cuello y comenzando a sacarle la camiseta de la cintura del pantalón.


—No. No fue en absoluto digno de recordar —respondió mientras comenzaba a acariciarle la cintura.


—Casi hasta desagradable, ¿eh?


—Mmm. Lamento decírtelo, pero sí, fue terrible.


Sí, terrible.


—¿Tan terrible como esto? —continuó Pedro.


Aunque estaba prácticamente loco de deseo, continuaba desafiándola a decir la verdad, a reconocer que le había encantado. Porque en cuanto lo admitiera, podrían seguir profundizando en lo mucho que le deseaba también en aquel momento.


—Exactamente.


Pedro la agarró por la cintura y la sentó en la mesa de la cocina. Le hizo abrir las piernas y se colocó entre ellas.


—Me vuelves loco —confesó—. Y me haces desear besarte hasta borrar todas esas mentiras de tu boca.


—No te atrevas a besarme otra vez —respondió Paula.


Inmediatamente después, se burló de sus propias palabras hundiendo las manos en su pelo y haciéndole acercar la cabeza para besarle otra vez. Fue un beso lento y profundo que le recordaba a Pedro a aquellos que habían compartido haciendo el amor en el cenador.


Sus manos parecían moverse por voluntad propia y terminaron deslizándose bajo la camiseta de Paula. No había ya barrera alguna entre ellos. Fue ascendiendo lentamente hasta que Paula comenzó a temblar y a gemir.


Pedro jamás sabría hasta dónde podrían haber llegado. 


Porque de pronto, se supo a punto de comenzar a desnudarse y a demostrarle el significado de la palabra multiorgasmo, como había hecho diez años atrás. Pero casi inmediatamente, se oyó el sonido de un timbre y Paula se apartó bruscamente de él.


—Oh, Dios mío —exclamó, mirándole avergonzada.


Tenía los ojos brillantes y los labios ligeramente hinchados. 


La camiseta dejaba un hombro al descubierto y Pedro distinguió una marca rosada en su cuello.


—¿Qué ha sido eso? —preguntó Paula por fin.


—Creo que el timbre de la puerta. Y creo que voy a cargarme a quien quiera que haya llamado.


Paula le fulminó con la mirada.


—No me refería al timbre de la puerta. Me refería a... esto —señaló a Pedro y después señaló su propio cuerpo—. O a esto... a nosotros.


El enfado y la vergüenza consiguieron abrirse paso entre la niebla del deseo y el placer. No, Paula todavía no estaba dispuesta a admitir nada. Ni sobre el pasado ni sobre el presente. Continuaba siendo tan cabezota como siempre.


—Creo que ha sido uno de esos terribles momentos de los que hablábamos antes.


Paula se puso roja como la grana.


—Me has besado.


—Y tú me has devuelto el beso.


Abrió la boca para negarlo, pero inmediatamente la cerró, incapaz de mentir.


—Y si lo que pasó la noche del baile fue sólo un «momento», como has dicho antes, creo que este beso lo definirías como algo que ha pasado a la velocidad de la luz —chasqueó la lengua—. O quizá, como algo que ni siquiera ha pasado en absoluto.


—Lo que habría sido infinitamente mejor.


—¿Desde cuándo has aprendido a mentir de esa manera?


—¿Y desde cuándo te has convertido en un hombre de las cavernas?


Se miraban jadeantes y Pedro continuaba deseando besarla. Jamás había sentido un deseo como aquél. Y jamás había sido tan estúpido, por lo menos desde la noche del baile.


—¿Crees que soy un hombre de las cavernas? —preguntó por fin. Quería que Paula admitiera que, aunque había sido él el que había empezado, ella había participado tanto como él de aquellos besos—. ¿Estás insinuando que te he forzado? ¿Que tú no has participado activamente en todo esto?


Paula abrió la boca. Y la cerró. Después se mordisqueó el labio. Y por fin lo admitió.


—A lo mejor también he participado. Pero tú me has besado para demostrar algo y me temo que lo único que has conseguido demostrar es que los dos tenemos una libido hiperactiva y algunos problemas de memoria.


Pedro arqueó la ceja con expresión interrogante.


—Porque si hay dos personas en el mundo que no deberían besarse en la cocina de mi abuela —continuó diciendo Paula—, somos precisamente tú y yo.


Hablaba precipitadamente y sus palabras estaban teñidas de frustración, enfado y, quizá también, un poco de vulnerabilidad.


Y fue su vulnerabilidad, combinada con la marca rojiza que le había dejado en el cuello y el brillo de sus ojos, lo que le hizo intentar restar importancia al que para él había sido el momento más explosivo del año.


—Sólo ha sido un beso, Paula. La cocina de tu abuela tiene más de cien años y estoy seguro de que ha visto cosas mucho más fuertes.


Paula no pareció tranquilizarse. Al contrario, continuó fulminándolo con la mirada hasta que ambos se percataron de la insistencia con la que seguían llamando a la puerta. Por unos segundos, Pedro casi había olvidado el motivo por el que habían interrumpido el beso.


Quien quiera que estuviera llamando a la puerta, comenzaba a impacientarse, porque el ding-dong era incesante.


—Iré a abrir —se ofreció Pedro.


Sin esperar respuesta, se volvió y fue abrir. No quería quedarse allí ni un segundo más, consciente de que el brillo de indignación que hacía resplandecer los ojos de Paula le incitaba a volver a demostrarle lo mucho que le deseaba.


Al oírla cojeando tras él unos segundos después, sintió una punzada de arrepentimiento por haberse olvidado de la lesión del tobillo.


—He dicho que abriría yo, Paula Lina —le dijo—, quédate en la cocina.


Pero Paula le adelantó en el pasillo, ignorando su orden.


Cuando abrió la puerta, a Pedro no le sorprendió ver a Clara Deveaux esperando fuera. A su lado, en el porche, estaba su hija alargando la mano para intentar llamar al timbre una vez más.


—Ya basta, Eva, la puerta está abierta —dijo Clara con un suspiro.


Eva, aquella cosita tan dulce cuyo padre adoraba, iba vestida con un traje de bailarina rosa. Pero tenía aspecto de haber preferido un cinturón de herramientas. La ferocidad con la que miraba a su madre hicieron que Pedro estuviera a punto de decirle lo guapa que estaba. Pero tenía la sensación de que podía terminar recibiendo una patada en la espinilla.


—Oh, ¡Dios mío, Clara! —exclamó Paula.


Tiró el bastón y se arrojó a los brazos de su amiga. Las dos estuvieron abrazadas y parloteando durante casi un minuto.


Y cuanto más ignoraba Clara a su hija, más se profundizaba el ceño de ésta y más se acentuaba el puchero de sus labios. Pedro se agachó para ponerse a su altura.


—Mi madre solía decirme que si ponía la boca así, terminaría acercándose un pájaro para picotearme la nariz.


La niña se mordió entonces los labios, sonrió llorosa y arqueó las cejas.


Pedro le devolvió la sonrisa.


—Así está mejor.


—Oh, Clara. ¿Es hija tuya? —dijo Paula, bajando la mirada hacia Eva con expresión de asombro.


Clara asintió y posó la mano en el hombro de la pequeña.


—Sí, ésta es Eva Y tiene algo que decirte.


Eva arrastró el pie enfundado en la zapatilla de ballet por el suelo del porche y miró a su madre con el ceño fruncido.


—Vamos —la urgió Clara.


— Siento que te cayeras encima de esa cosa azul que tiré en el supermercado —farfulló.


La niña parecía tan dolida por tener que disculparse como si la hubieran obligado a comerse un plato de coles de Bruselas.


Pedro se echó a reír mientras veía la sonrisa que cruzaba el rostro de Paula. Paula se agachó para hablar con Eva.


—No te preocupes. Estoy segura de que no lo tiraste a propósito. Podría haberle pasado a cualquiera.


Eva abrió los ojos como platos. Después fulminó a su madre con la mirada.


—Tú me dijiste que a los mayores no les pasaban esas cosas.


Clara suspiró y sacudió la cabeza.


—Intentamos que no nos pasen.


—Es un encanto —dijo Paula mientras se levantaba—. Todavía no me lo puedo creer. ¡Tú con una niña! —sonrió de oreja a oreja—. Y casada. Me acuerdo que decías que nunca te casarías.


Clara respondió con una sonrisa.


—Yo no he dicho eso jamás —dijo con picardía—. ¿Te acuerdas de aquel artículo que leímos en el Cosmopolitan? Lo que dije fue que sólo me casaría con un hombre capaz de hacer algo así —miró a Pedro de reojo y se sonrojó ligeramente.


Mientras Paula reía a carcajadas, Pedro se frotó la frente.


No quería saber de qué estaban hablando, especialmente porque Mauro, el marido de Clara, era amigo suyo.


—¿Por qué no pasáis un rato?


—Lo siento, pero no podemos —contestó Clara, después de mirar a Pedro con curiosidad—. Tengo que llevar a Eva a clase de ballet. Le toca volver a aterrorizar a las bailarinas esta mañana. Pero quería pasarme antes por aquí para darte la bienvenida y saber si necesitabas algo.


Pedro me ha traído algunas cosas del supermercado esta mañana.


Pedro reconoció inmediatamente la mirada de diversión de la amiga de Paula y se encogió por dentro. Casi podía oírle preguntarle: ¿pero todavía te gusta Paula?


Pero no. Claro que no. Al margen de lo que hubiera sucedido en la cocina, no iba a continuar persiguiendo a la señorita Paula Lina Chaves para que volviera a darle la patada. 


Además, ya era hora de que se fuera también él de allí.


—Tengo que irme —musitó—. Cuídate, Paula —le hizo un gesto amistoso a Clara con la cabeza, le guiñó el ojo a Eva y se dirigió hacia su coche



CAPITULO 16



Pedro no esperaba que Paula fuera sincera sobre lo que había estado haciendo durante los últimos diez años. Por lo menos, en el caso de que se hubiera dedicado a hacer películas porno, cosa que dudaba. Pero no tuvo ninguna duda de que le estaba ocultando algo después de que le hubiera hecho un breve resumen de lo magnífica que había sido su vida durante los últimos diez años.


Había sido extraordinariamente feliz y había tenido un gran éxito.


Y estaba mintiendo como pocas veces debía haberlo hecho a lo largo de su vida.


Paula parecía estresada, cansada y preocupada por algo más que por un esguince en el tobillo. Y, definitivamente, no tenía la expresión feliz de la Paula que él recordaba. 


Además, cuando mentía, Paula Lina Chaves se sonrojaba.


—Así que para ti la vida ha sido un camino de rosas y no podías haber sido más feliz. ¿Y para qué has vuelto a Joyful? —curvó la comisura del labio, esbozando una sonrisa completamente carente de humor—. ¿Para reunirte con un puñado de gente a la que mandaste al infierno el día que te fuiste?


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué sabes tú del día que me marché? Para entonces ya no estabas tú aquí, ¿verdad? Probablemente estarías conduciendo como un loco para llegar cuanto antes a la universidad.


Pedro estuvo a punto de echarse a reír. No, el día que Paula se había marchado, él estaba recorriendo Joyful en su maltrecha furgoneta. Había pasado la mañana posterior al baile intentando dominar las ganas de conducir hasta casa de Paula y tirar la puerta de una patada. Después, le habría obligado a confesar por qué había sentido la necesidad de sacarle las entrañas la noche anterior. Porque, aparte de dejar perfectamente claro que había tenido que conformarse con él cuando en realidad era a su hermano a quien le habría gustado tener entre sus preciosas piernas, eso era esencialmente lo que había hecho.


—Sí —contestó por fin—, mientras tú estabas ocupada haciendo las maletas.


Paula no lo negó, pero permaneció en silencio, como si estuviera pensando en aquella noche.


Pedro no se había presentado con aquel estúpido esmoquin en su casa con intención de acostarse con ella. Lo que él pensaba hacer era llevarla del brazo, ayudarla a entrar al baile con la cabeza bien alta y después dejarla. Lo único que pretendía era arreglar el entuerto de su hermano.


Pero no, ella le había hecho creer que necesitaba algo más. 


Diablos, cualquier chico habría cedido si la chica más guapa del instituto hubiera mostrado algún interés en él. Y como Pedro había estado medio enamorado de Paula desde la primera vez que la había visto, no se lo había pensado dos veces.


Sin embargo, Paula no había jugado limpiamente. Porque, maldita sea, era virgen. Y las vírgenes no solían entregar su virginidad al calor del momento. Lo que quería decir que llevaba tiempo planeando perder la virginidad el día del baile.


Con su hermano.


Lo peor de todo era que, en aquella época, Nico y él estaban muy unidos. Eran dos muchachos que se habían criado juntos, con una madre que se pasaba el día trabajando fuera de casa y un padre al que le importaban un comino.


Pedro no se permitía pensar en Nico muy a menudo, a no ser que fuera para lamentar que no hubiera querido involucrarse en la educación de su hijo. Joaquin no tenía la culpa de que Daniela hubiera forzado a Nico a casarse con ella.


Él imaginaba que Nico nunca le había perdonado a Daniela el haber perdido por su culpa a Paula.


Una parte de Pedro había muerto aquella noche, cuando Paula había alzado la mirada hacia él con expresión culpable y se había echado a llorar al ver aquella estúpida gargantilla que se había roto mientras hacían el amor.


Una gargantilla que le había regalado Nico.


Las lágrimas habían continuado fluyendo mientras permanecía entre sus brazos en el cenador. Y la tristeza que reflejaban sus ojos cuando le había contado que Nico le había pedido que llevara esa gargantilla durante su luna de miel había sido más de lo que Pedro había podido soportar.


Por si no hubiera bastado con el sentimiento de culpabilidad que le provocaba el saber que Paula había perdido la virginidad con él, había tenido que sumar el dolor de enterarse de que Nico pensaba casarse con ella. Y lo que realmente le había impactado había sido que, a juzgar por las lágrimas de Paula, ella también pretendía casarse con su hermano. Lo que había dejado a Pedro sintiéndose como un auténtico estúpido.


Había reaccionado como un joven de diecinueve años que acabara de averiguar que la chica de sus sueños estaba enamorada del canalla que la había engañado. Y había dicho cosas de las que no estaba en absoluto orgulloso.


Después la había dejado allí, llorando desnuda, iluminada por los faros de un puñado de coches. Los coches de sus compañeros de instituto, que se habían acercado al parque dispuestos a prolongar la fiesta.


—Caramba, Pedro, ¿te quitaste por lo menos el esmoquin antes de volver a la universidad? —le preguntó Paula, interrumpiendo sus recuerdos.


—¿Estás segura de que quieres que hablemos de eso? —preguntó Pedro, consciente del tono desafiante de su voz—. ¿Crees que estás preparada para hablar de lo que ocurrió aquella noche?


Paula se sonrojó violentamente.


—No, la verdad es que preferiría olvidarlo. Fue uno de los peores momentos de mi adolescencia.


¿Uno de los peores? Mentira, se dijo Pedro. Era cierto que había terminado fatal, pero el sexo del que habían disfrutado había sido inmejorable. En ese aspecto, para Pedro había sido la mejor noche de su vida, aunque le costara admitirlo.


Y, probablemente, aquélla era la única vez que había hecho el amor con alguien, que había compartido con una mujer algo más que el sexo. Con Paula, se había permitido entregarse a sus fantasías y creer que era el héroe que ella pensaba. Había llegado a desear ser un estúpido Príncipe Azul.


Pero después tanto él como ella se habían convertido en ranas. Él por culpa de su genio. Y ella por su silencioso reconocimiento de que había terminado equivocándose de hermano.


—Creo que tienes una memoria muy selectiva, Paula —le reprochó él, inclinándose hacia ella a través de la mesa—. Porque dudo que si hubiera sido la peor noche de tu adolescencia hubieras reaccionado tan apasionadamente como lo hiciste.


La mirada con la que le fulminó no podía disimular el profundo rubor de sus mejillas. No, a la señorita Paula no le gustaba que le recordaran cómo había gritado de placer aquella noche.


—He madurado desde entonces, Pedro, y he aprendido que los orgasmos no son regalos que deban entregarse a sementales capaces de largarse a los cinco minutos de haberse acostado con una mujer.


Pedro echó su silla hacia atrás, se levantó y avanzó hacia ella.


—Sí, supongo que ahora tienes suficiente experiencia como para saberlo.


Experiencia profesional, suponía.


Paula inclinó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente, negándose a dejarse intimidar, aunque sabía que era ésa la intención de Pedro. Se levantó ella también, poniéndose prácticamente a su altura.


—Eso no es asunto suyo.


Sus rostros estaban tan cerca que Pedro sentía el calor de su aliento en la barbilla. Los desordenados rizos de Paula parecían estar suplicándole que hundiera su mano en ellos, parecían estar pidiéndole permiso para extenderse sobre su regazo.


Se inclinó hacia ella.


—Pero he mostrado mucho interés mientras tú estabas ahí, mintiendo como un político al que hubieran atrapado con una becaria.


Evidentemente, Paula decidió hacer como que no le comprendía.


—No miento cuando digo que eso no es asunto tuyo.


Pedro sonrió.


—No, pero mientes al decir que fue una de las peores noches de tu vida. Admítelo, estoy seguro de que es uno de tus mejores recuerdos.


Obstinada hasta el fin, Paula apretó los labios.


—Te estás engañando, Pedro. No fue una noche tan buena como la recuerdas —lo miró con expresión compasiva—. Pero no te culpo. Al fin y al cabo, sólo era un adolescente y no creo que ningún adolescente pueda hacer cosas memorables.


Pedro sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, mostrando su diversión. Por no hablar de su determinación.


—Eres tú la única que se está engañando, y en algún momento te lo demostraré.


Los ojos de Paula brillaron ante aquella amenaza y entreabrió ligeramente los labios para tomar aire. Dios, qué labios. Y qué boca.


Su amenaza no la había asustado. La había excitado. Y aquello acabó con las últimas resistencias de Pedro.


Con la sangre tan caliente, ya no era capaz de atender al sentido común. Como en los viejos tiempos.


Antes de darse cuenta siquiera de lo que iba a hacer, dio un paso hacia ella y musitó:
—Y a lo mejor te lo recuerdo aquí mismo.







CAPITULO 15




A Daniela no le gustaban los sábados. Si ya le resultaba difícil conseguir que alguien se quedara con el pequeño Pedro, perdón, con Joaquin, entre semana, durante el fin de semana era prácticamente imposible.


—Vamos, muchachito. Hora de marcharse —gritó, mirando el reloj.


Jimbo comprendía sus limitaciones como madre soltera y normalmente era flexible con ella. Sin embargo, aquel día estaba mostrándose especialmente insistente. Le había llamado la noche anterior pidiéndole que fuera el sábado a la oficina. El desconcierto de Daniela al saber que tendría que trabajar un sábado no había sido menor que su enfado por la brusquedad con la que había interrumpido la conversación telefónica. Daniela había estado hablando con él sobre la insoportablemente arrogante Paula Lina Chaves.


Apenas podía creer lo que se contaba. Todo el pueblo decía que era la propietaria del nuevo club de striptease, Joyful Interludes. Habían llegado a la conclusión de que era ella la misteriosa estrella del porno que aparecía en la valla de la carretera. Había algo relacionado con ella y unas fotografías obscenas que daban sentido a aquellos cotilleos. Habían relacionado una cosa con otra y habían terminado nombrándole estrella del porno.


Daniela no sabía gran cosa sobre esos rumores, pero, sinceramente, no creía que Paula fuera la propietaria del club. Jimbo se había encargado de la venta de aquel terreno, lo sabía porque había ganado una buena cantidad de dinero con aquella operación. Además, él era el representante de los nuevos propietarios en el pueblo.


Si Paula estuviera involucrada en aquel proyecto, su nombre habría aparecido en algún documento.


O quizá no. Jimbo estaba manteniendo aquel asunto en gran secreto, así que quizá fuera posible cualquier cosa. Aun así, al recordar a la correcta y remilgada Paula de la adolescencia, le costaba creer que toda aquella historia fuera cierta.


Pero eso no significaba que no disfrutara alimentando los rumores.


Intentó ignorar la culpa que sintió al recordar cómo le había quitado el novio a Paula cuando estaban en el instituto. Después se encogió de hombros. Paula Lina podría haber tenido a cualquier chico que hubiera querido. No tenía por qué haber salido detrás de Nicolas Alfonso, el chico del que
ella había estado siempre enamorada, en el preciso instante en el que había decidido instalarse en el pueblo.


Aunque al final, ella había terminado quedándose con él. 


Para su propia desgracia, Nico era un gran amante, pero no tan ingenuo como muchos adolescentes, algo que Daniela había aprendido de la forma más dura cuando Nico había comenzado a reflexionar sobre sus meses de embarazo. 


Aquél había sido el principio del fin. Porque aunque Nico fuera un mal estudiante, no tenía ningún problema con las matemáticas más básicas. Era perfectamente capaz de contar hasta nueve, nueve meses. Y entonces había averiguado la verdad.


—Mamá, ¿por qué no puedo ir al parque esta mañana? Algunos de mis amigos van a ir —Joaquin salió de su habitación y se encontró con su madre en la puerta de casa.


La casa que su padre le había ayudado a comprar cuando había decidido regresar al pueblo.


—Ya te lo he dicho. No quiero que te dediques a vagar por el parque como un delincuente juvenil. Aunque te apellides Alfonso, no tienes por qué comportarte como si fueras uno de ellos.


Al verlo fruncir el ceño, maldijo su falta de tacto.


—Lo siento, cariño. Escucha, no me importa que te quedes solo en el parque durante una hora al salir del colegio, pero no me gusta que pases allí toda la mañana del sábado.


—¿Y qué va a pasar cuando empiecen las vacaciones dentro de un par de semanas? —preguntó, sonriendo—. No tienes por qué gastar dinero pagando a una niñera todo el verano. ¿Por qué no decidimos como dos personas maduras, que ya puedo quedarme solo?


Daniela rió mientras se metían en el coche. Joaquin era tan liante como Jimbo.


—¿Y si decidimos que no?


Joaquin elevó los ojos al cielo y no paró de insistir durante todo el trayecto a la oficina. Cuando llegaron allí, a Daniela la sorprendió y alivió al mismo tiempo ver el coche de su padre en la acera, al lado del de Jimbo.


—Mira, el abuelo está aquí. A lo mejor quiere llevarte a la comisaría.


A Joaquin se le iluminó la mirada.


—La última vez me dejó llamar a su ayudante por radio y decirle que había aterrizado una nave espacial en el aparcamiento.


—Eso no me parece nada bien.


Francisco era un nombre decente. Más amable que la mayoría de los hombres del pueblo. Siempre la había tratado como a una dama y era especialmente protector con ella, a pesar de que le había dejado muy claro que no pensaba seguir los consejos de su padre y no tenía la menor intención de volver a salir con él, como había hecho durante una temporada cuando estaba en el instituto.


Su padre. Uf. Si se enterara de lo suyo con Jimbo, se desataría un infierno. Él parecía decidido a seguir viéndola como una niña inocente a la que había engañado uno de los Alfonso.


Pero cualquier día terminaría averiguando la verdad. Toda la verdad. Y Daniela temía aquel momento más que ninguna otra cosa.


Cuando entró en la oficina, Daniela señaló una silla y le hizo un gesto a Joaquin para que se sentara. Se acercó a la puerta del despacho de Jimbo y oyó la voz de su padre.


—Maldita sea, me habías jurado que nunca volvería.


—No la creía capaz —contestó Jimbo sin alterarse—. Pero eso no importa. Todo lo que hemos hecho es completamente legal. ¿Y qué va a poder hacer ella? —Jimbo soltó una de sus risotadas—. Dan, amigo mío, tienes que relajarte. Lo tengo todo bajo control.


Daniela llamó suavemente a la puerta, preguntándose de qué demonios estarían hablando.


—Hola —los saludó, y entró sonriente.


—Aquí está mi niña —dijo su padre, dándole un abrazo de oso. Miró hacia la sala de espera y vio a Joaquin—. Ven aquí, muchachito. El alcalde acaba de decirme que tu madre tiene que trabajar hoy. Así que me gustaría pasar el día contigo.


Joaquin entró tranquilamente en la habitación, como si en realidad no estuviera emocionado ante la perspectiva de pasar más tiempo con su abuelo.


—¿Y vas a dejarme poner la sirena?


—Claro que sí —contestó Daniel entre risas—. ¿Has visto a este niño, Jimbo? Se las sabe todas —posó la mano en el hombro de su nieto—. Saluda a Jimbo, y despídete de él. Porque tenemos mucho trabajo que hacer.


—Sí, hijo, tenemos mucho trabajo —contestó Jimbo, guiñándole el ojo al niño y dirigiéndole una sonrisa. Después miró a Daniela y le dirigió una mirada cargada de intenciones—. No sé lo que haría sin tu mamá.


Daniela apretó los dientes, intentando obligarse a ser fuerte. 


Desgraciadamente, todo su cuerpo estaba reaccionando al calor de sus ojos. Maldijo su propia debilidad.


Bueno, por lo menos podría obligarle a pedirle perdón por su falta de delicadeza. Porque sospechaba que aquella mañana iba a ayudar a Jimbo a algo más que a ocuparse de cuestiones legales.