viernes, 2 de junio de 2017

CAPITULO 20




En su anterior trabajo como miembro de la plantilla del abogado del distrito de Atlanta, Pedro rara vez tenía un día libre. Y, normalmente, también tenía que sacrificar los domingos.


Ésa era una de las cosas buenas de vivir en Joyful. Se cometían tan pocos delitos que uno podía morirse de aburrimiento desde el lunes hasta el viernes. Y los fines de semana eran completamente suyos.


—Eh, Alfonso, ¿vas a lanzarla, o piensas seguir acariciándola?


Pedro sacudió la cabeza y miró a Mik Gilmore, que estaba en la base del bateador, con el bate preparado y una sonrisa en el rostro. Estaban en el campo de béisbol del instituto, donde se reunía todos los sábados con algunos amigos para divertirse un rato haciendo unas cuantas entradas.


—¿Quieres decir que eso funciona mejor que escupir la pelota? En fin, tú sabrás —le dio a Mike la posibilidad de averiguar lo que quería decir y cuando lo vio sonreír, tiró con fuerza la pelota.


— ¡Strike tres, Mike! —dijo el arbitro.


—Justo a tiempo para hacer la séptima entrada —dijo Mike sin preocuparse de su fracaso.


Dejó el bate a un lado y se dirigió directamente hacia la nevera portátil que habían dejado en la caseta para tomarse una cerveza.


Para Pedro, a las once y media todavía era demasiado pronto para beber nada que no fuera agua fría. Aquel día, no sólo se había bebido ya dos botellas de agua helada, sino que también había tenido que meter la cabeza bajo el grifo para intentar enfriarse después de su encuentro con Paula.


Dieciocho horas. No llevaba ni dieciocho horas en el pueblo y ya había puesto todo su mundo del revés. ¿Cómo demonios se las iba a arreglar para sobrevivir teniéndola allí durante días o quizá semanas? Tenía la sensación de que iba a necesitar muchas duchas de agua fría. O descargar la tensión todos los sábados en el parque.


—Ahh —dijo Mike mientras abría la botella—. Es justo lo que necesitaba después de anoche.


La mayor parte de los amigos que se reunían para jugar al béisbol preferían el agua fría, como Pedro. Pero Mike era un joven soltero de veintitrés años que estaba de fiesta desde el viernes a las cinco de la tarde hasta el lunes por la mañana.


Los jugadores eran una curiosa mezcla. Once años atrás, cuando Pedro había abandonado Joyful, jamás se habría imaginado que terminaría jugando en el parque con una variedad de tipos como aquélla. Tras su vuelta al pueblo, podía contar entre sus amigos al director de las pompas fúnebres de la ciudad, al ginecólogo y al antiguo delegado de clase, que había llegado a ser censor jurado de cuentas. Entre los jugadores había también una buena representación de los Alfonso, Virg entre ellos.


Pedro, te está sonando el busca —le gritó alguien desde la caseta cuando se dirigía hacia la nevera.


Al pasar por la base, vio a Mauro Deveaux, el marido de Clara, enderezándose y levantándose la máscara. Mauro levantó el pulgar para felicitarle por sus tres aciertos y Pedro le contestó intentando sonreír.


Diablos, apenas se atrevía a mirarle a los ojos aquella mañana. No podía dejar de preguntarse qué sería capaz de hacer Mauro para que Clara hubiera decidido casarse con él. Podía ser cualquier cosa, desde saber cómo provocarle a una mujer un orgasmo en público estando completamente vestida algo que, para ser honestos, también Pedro sabía cómo hacer, hasta ser capaz de ver una película romántica sin quedarse dormido, cosa de la que Pedro era incapaz. 


Algún día, cuando los dos llevaran unas cuantas cervezas encima, se lo preguntaría.


—Eh, yo pensaba que esta mañana la teníamos reservada para nosotros —gritó alguien cuando un teléfono móvil comenzó a sonar desde alguna de las bolsas de deportes que habían dejado apiladas en el banco—. Teléfonos, buscas... Sois unos rajados.


—Siempre estoy de servicio —le explicó Pedro mientras se acercaba al busca.


El teléfono que estaba sonando era el de Mauro.


—Sólo quiero estar seguro de que Clara pueda ponerse en contacto conmigo si surge algún problema con la niña.


Pedro disimuló una carcajada. Era evidente que Eva era la niña de los ojos de su padre.


Después de leer el mensaje que le habían dejado en el busca se quedó boquiabierto:
—¿Agresión con arma mortal? —farfulló sin estar muy seguro de haber oído bien.


Normalmente, cuando le llamaban de comisaría para pedir una orden de arresto el mensaje era algo así como «mostrar el trasero a una dama desde el vestíbulo del bingo». Pedro se presentaba en comisaría, le bailaba las aguas al sheriff, conseguía una declaración de culpabilidad que implicaba una disculpa y una compensación a la parte ofendida y se cerraba el caso.


En los dieciocho meses que llevaba en Joyful, jamás se había producido una agresión en la que no estuvieran involucrados dos borrachos con sus puños como única arma y demasiado alcohol en el cuerpo como para hacerse daño.


—Agresión con arma mortal —musitó otra vez, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. ¿Qué demonios ha podido pasar?


—¿Has dicho agresión con arma mortal?


Al advertir la preocupación en la voz de Mauro Deveaux, Pedro dejo el busca en la bolsa y se volvió hacia él.


—Lo siento, tengo que ir a la comisaría.


La expresión de su amigo mostraba la misma preocupación que su tono de voz.
—Acaba de llamarme Clara. Necesita que vaya ahora mismo a la comisaría. Está allí con la niña, no me ha dicho por qué.


—Estoy seguro de que no les ha pasado nada.


—¿Y si han sido ella o la niña las víctimas de esa agresión? ¿Y si están heridas?


Pedro comprendió que su amigo estaba aterrado. Pero antes de que pudiera seguir imaginando todo tipo de escenarios terribles, posó la mano en su hombro.


—Tranquilízate, estoy seguro de que están bien.


Pero Mauro no parecía muy convencido.


—Pero...


—Si les hubiera pasado algo, habrían llamado desde la clínica, o desde el hospital de Bradenton —forzó una risa—. Probablemente el ayudante Francisco Willis tenía ganas de poner multas esta mañana y, conociendo a Clara, seguro que está en la comisaría montando un escándalo.


Mauro pareció tranquilizarse un poco. La explicación tenía sentido y los dos lo sabían. Teniendo en cuenta la fama de Clara, que siendo adolescente había acusado a todos los miembros del Ayuntamiento de nazis por estar considerando la posibilidad de poner un toque de queda para los adolescentes, no costaba nada imaginársela quejándose ante el sheriff del comportamiento de uno de sus ayudantes.


—Escucha, ¿por qué no vienes conmigo? —le propuso Pedro—. Lo último que necesitas ahora es terminar teniendo un accidente por ir conduciendo como un loco. O que te pongan otra multa por exceso de velocidad.


Mauro frunció el ceño.


—¿Y tú vas a conducir como un loco?


Pedro se echó a reír mientras se dirigían hacia su coche.


—Sí. Cuando me llama la policía, es lo que me toca hacer.


Pedro no cometió ninguna imprudencia mientras recorría los cinco kilómetros que los separaban de la comisaría, pero condujo a velocidad suficiente como para satisfacer a Mauro, que se inclinaba hacia delante en su asiento, con la frente perlada en sudor e iba rezando entre susurros.


Aquello le hizo pensar. En Mauro y en Clara. Y en otras parejas que conocía. Incluso pensar en sí mismo.


Mauro y su esposa parecían el ejemplo de un matrimonio feliz. Estaban locos el uno por el otro, todo el mundo podía darse cuenta de ello. A Pedro le parecía que eso era algo peculiar. Como el matrimonio de Virg y de Minnie. La excepción que confirmaba la regla.


En cualquier caso, el matrimonio siempre le había parecido algo muy arriesgado. Sobre todo para los Alfonso. Era una suerte que nunca le hubiera interesado. Sí, era cierto que en una ocasión había pensado en ello. Diez años atrás. Con la misma chica que le había roto el corazón la misma noche en la que él estaba convencido de que por fin había encontrado algo perfecto. La noche que habían hecho el amor bajo las estrellas. Le oyó susurrar su nombre. Vio su bello rostro bañado por la luz de la luna mientras lo miraba con un sentimiento que él había interpretado de forma equivocada.


No, no era amor. ¿Cómo iba a amarlo cuando estaba tan enamorada de Nico? A Nico no sólo lo amaba, sino que estaba pensando en casarse con él.


—Diablos —musitó, sin querer imaginarse siquiera lo que habría sido tener a Paula de cuñada.


Durante los meses que habían seguido a su marcha, aquella idea se había convertido en una pesadilla para él. No habría podido soportarlo. No, teniendo en cuenta lo que sentía por Paula desde la primera vez que se había sentado en un coche con ella, desde la primera vez que había disfrutado de su afrutado perfume y había oído aquella nota ronca y sensual de su voz que ni toda su dulzura podía esconder.


Desgraciadamente para él, Paula sólo lo veía como un salvador, como alguien en quien apoyarse y que era capaz de cuidarla.


Y en eso no parecía haber cambiado mucho.


—¿Estás bien? —le preguntó Mauro.


Pedro abandonó sobresaltado el pasado para volver a prestar atención al confuso presente. Por lo menos había comenzado a ser confuso desde el día anterior, cuando Paula había decidido regresar a Joyful con una falda minúscula, el pelo corto y acompañada de una ola de rumores sobre el cine porno.


—Sí, lo siento.


Mauro relajó el ceño por primera vez desde que había contestado el teléfono.


—Es por una mujer.


Pedro estuvo a punto de gruñir. Cualquier otro hombre lo habría adivinado. No era difícil, se dijo, pensando en esa expresión estúpida de «¿quién soy y qué estoy haciendo aquí»? que siempre acompañaba a los hombres cuando les gustaba una mujer.


—Si necesitas hablar con alguien...


Por un instante, Pedro pensó en la posibilidad de preguntarle a Mauro por la conversación de Clara y de Paula de aquella mañana, pero imaginó que no era el mejor momento para hacerlo. En realidad, no sabía si habría algún momento para hacerle a un hombre esa clase de pregunta. Por lo menos mientras estuvieran sobrios.


Llegaron a la comisaría y Mauro abrió la puerta del coche antes de que Pedro hubiera tenido oportunidad de aparcar. 


Una vez dentro, el ayudante Francisco Willis, que era el principal contacto de Pedro con la comisaría, dada su mala relación con el propio sheriff, le saludó desde detrás de su escritorio y le tendió un informe policial. Después señaló con el pulgar hacia la zona de las celdas.


—No conozco los detalles. El sheriff se está ocupando de este asunto personalmente.


Típico de él. No habría datos, ni pruebas, sólo el sheriff Brady empleando el peso de la ley para encerrar a alguien. 


Siempre la misma rutina.


—Mi esposa está aquí —dijo Mauro, posando las manos en la mesa—, me ha llamado. ¿Está bien? ¿Dónde está mi hija?


Willis asintió impasible y señaló con el pulgar en la misma dirección. Pedro no comprendía nada. O, por lo menos, no lo comprendió hasta que empujó la puerta y caminó hacia la zona de las celdas. En el interior estaban Clara y Eva Deveaux. Y una furiosa Paula Chaves.




CAPITULO 19




Cuando Paula vio lo que habían hecho con los nogales de su abuela se echó a llorar. Suponía que quienquiera que hubiera cometido aquella atrocidad, pensaba que había hecho bien al dejar algunos nogales en pie alrededor del
solar sobre el que pretendían levantar el edificio. Pero el centro, allí donde Paula recordaba haber comido tantas veces con su abuela, estaba completamente liso.


—¿Pero quién ha podido hacer una cosa así? —susurró.


—No lo sé —contestó Clara, aunque Paula había hablado casi para sí misma—. Paula, ¿de verdad no sabías nada de esto?


Paula negó con la cabeza, completamente desconcertada por lo que estaba viendo.


—Nada.


Estaban las dos sentadas en el coche de Clara, justo al lado de la entrada de la obra que habían iniciado en el antiguo bosquecillo de nogales. Paula le había suplicado a su amiga que la llevara hasta allí para asegurarse de que lo que le estaba diciendo era cierto. Y Eva no parecía estar echando en absoluto de menos la clase de ballet.


—Pero tú vendiste el terreno...


Paula volvió bruscamente la cabeza para mirar a su amiga.


—Yo no he vendido nada, Clara. Lo heredé. Tengo una fotocopia del testamento de mi abuela diciendo que es mío. Jamás lo habría vendido.


Clara se quedó boquiabierta.


—¿Entonces te lo han robado?


Ambas oyeron entonces decir a Eva desde el asiento de atrás:
—¿Qué han robado? ¿Han robado galletas? Seguro que ha sido Courtney Foster. Es una niña muy mala, así que seguro que también es una ladrona.


Paula, cuyas lágrimas de tristeza habían comenzado a secarse para convertirse en un nudo de furia, rió nerviosa.


—No lo sé, Eva —tragó con fuerza y miró a través del parabrisas a los obreros que estaban destrozando como termitas un lugar tan querido para ella.


Abrió la puerta y agarró el bastón de su abuela.


—Pero voy a averiguarlo ahora mismo.



CAPITULO 18





—Cuéntamelo todo.


Paula arqueó las cejas mientras Clara agarraba a su hija de la mano y entraba en la casa.


—Creía que tenías que llevarla a clase de ballet.


Clara se encogió de hombros y se dejó caer en el mullido sofá de la habitación que la abuela siempre llamaba su jardín de invierno.


—Eso lo he dicho porque estabas con Pedro —se volvió hacia su hija—. Cariño, no te importa que hoy lleguemos tarde a clase de ballet, ¿verdad?


Eva negó con la cabeza.


—No quiero ir a clase de ballet —se mordió el labio y frunció el ceño mientras explicaba—: Courtney Foster me dio una patada con un zapato de claqué y me rompió la pierna.


Clara suspiró.


—Eva, eso fue hace un año, el día de tu primera clase.


Pero la niña continuaba frunciendo el ceño. Paula había visto a policías de Nueva York con un aspecto menos fiero.


—Además, no te rompió la pierna —continuó diciendo su madre—. Y fue un accidente —miró a Paula y elevó los ojos al cielo—, algo que no puedo decir del puñetazo que le diste a Courtney en la nariz.


Paula tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada. Al recordar la tendencia de Clara a abofetear a cualquiera que, según su criterio, se lo merecía, imaginó que aquélla era una prueba palpable del antiguo refrán: «de tal palo, tal astilla».


Aunque Paula no podía quejarse de aquel rasgo de Clara. Al fin y al cabo, había sido ella la que le había parado los pies a Daniela Brady durante la primera semana de instituto. Le había dicho a Paula que si ella era demasiado señorita como para ponerle un ojo morado a una chica que la llamaba «roba-hombres», ella no. Al final, la roba-hombres Paula, la camorrista Clara, y la bruja del instituto Daniela, habían recibido un castigo. Menuda manera de comenzar el instituto.


Dios, cuánto había echado de menos a Clara.


—Eh, Eva, hay unos donuts en la mesa —Paula señaló hacia la cocina—. Están allí. Si a tu madre no le importa, puedes ir a buscar uno.


Tenía la sensación de que a Eva no le preocupaba mucho que a su madre le importara o no, porque antes de que Clara hubiera podido asentir siquiera en señal de aprobación, la niña ya estaba corriendo por el pasillo.


—¡Pero no te manches los leotardos de azúcar!


En cuanto estuvieron a solas, Clara palmeó el sofá para que Paula se sentara a su lado.


—Vamos, siéntate y cuéntamelo todo. ¿Qué estaba haciendo Pedro aquí? Oh, Dios mío, tienes los labios rojos, ¿ha pasado algo entre vosotros? Por favor, dime que por lo menos te habías cepillado los dientes esta mañana. ¿Pero por qué no me has escrito en todo este tiempo? ¿Y de verdad has dejado que Pedro entrara en tu casa llevando tú esos pelos? ¿Cuándo te lo cortaste? Me encanta ese color. Pero empieza con lo de Pedro.


Paula estalló en carcajadas. Continuaba siendo la Clara de siempre... No había habido entre ellas ni un instante de vacilación, ninguna vergüenza, ninguna reserva. ¿Había vuelto a tener una amiga como aquélla, capaz de hacer desaparecer diez años de separación con una sonrisa y un abrazo? No, sinceramente, no.


Clara parecía más que dispuesta a recibirla con los brazos abiertos. A diferencia de Pedro, que probablemente sólo había agradecido su vuelta con la bragueta bajada, a juzgar por la loca pasión que se había desatado entre ellos diez minutos antes. La misma vieja historia de siempre.


—Con Pedro no ha pasado nada. Sabía que no tenía nada en casa, así que me ha traído unas cuantas cosas del supermercado.


Clara se cruzó de brazos.


—Sí, preservativos, esposas y ligaduras de seda.


—Oh, por favor.


—Por favor, nada. Recuerda que estás hablando conmigo. Y yo soy la única con la que te desahogabas por carta cuando te fuiste de aquí con el corazón roto.


—Mi corazón nunca tuvo nada que ver con lo que pasó con Pedro —dijo, intentando convencerse a sí misma—. Sólo mi libido.


—Mentirosa. Vamos, Paula Lina, ¿crees que no me acuerdo de cómo hablabas de él cada vez que regresaba de la universidad aquel año? A pesar de que estabas saliendo con Nico, era evidente que no era el Alfonso que en realidad te gustaba.


—Ésa es una historia pasada.


—Una oportunidad sin explorar.


Paula soltó un bufido burlón.


—Oh, claro que la exploré. Acuérdate de la noche del baile.


Clara contestó con una pícara sonrisa.


—¿Y eso es todo?


Paula negó con la cabeza, pero notaba cómo se coloreaban sus mejillas.


—Vaya, Paula, no llevas ni dieciocho horas aquí y ya te has acostado con el soltero más codiciado de Joyful.


—¡No nos hemos acostado! —y entonces reparó en el otro comentario de su amiga—. ¿Pedro es el soltero más codiciado de Joyful?


—Sí, cualquiera diría que las mujeres solteras de este pueblo no habían visto nunca un hombre —dijo Clara con un sonido de disgusto—. Es atractivo, está soltero, trabaja como abogado, trata bien a los pobres y puede hacerlo cinco veces en una noche.


—¿Qué?


Clara la señaló con el dedo índice.


—Ya te tengo.


—Ja, ja —Paula bajó la mirada hacia sus manos, intentando aparentar indiferencia—. ¿Pedro... está saliendo con alguien?


Clara tuvo la deferencia de no contestar con una sonrisa triunfal ante el evidente interés de Paula por la vida sentimental de Pedro.


—Hay algunas mujeres del pueblo que presumen de estar saliendo con él. Pero la verdad es que Pedro sigue solo. Creo que intenta alejarse deliberadamente de las devora-hombres de la zona. A pesar de lo que algunos podrían esperar, se le da bien evitar las trampas que le tienden las mujeres —elevó los ojos al cielo—. Pero te aseguro que se habla mucho de él.


Paula no pudo dejar de comentar:


—Y estoy segura de que también se sigue hablando de lo que ocurrió la noche del baile.


Clara asintió, le palmeó la mano compasiva y se levantó.


—Sí. Y con el tiempo te has convertido en la mujer que ha hecho de Pedro un soltero de por vida —le guiñó el ojo, llamó a Eva y se dirigió hacia la puerta—. Todo el mundo cree que le rompiste el corazón para vengarte de lo que te había hecho Nico y después te marchaste para siempre del pueblo.


Paula pensó sorprendida en las palabras de Clara. Todo el mundo pensaba que había herido a Pedro para vengarse de su hermano. Incluso para un lugar tan dado a los cotilleos, le parecía inusualmente cruel.


—Pero yo no...


—Lo sé, cariño. Aquella noche fui yo la que te llevó a tu casa, ¿recuerdas?


Por supuesto que se acordaba. Clara le había ayudado a ponerse el vestido rosa y la había ocultado de todas las miradas. Después de mandar al infierno a los chicos que la miraban embobados, le había pedido al chico que la había acompañado al baile que le diera las llaves del coche. Había llevado a Paula a casa y después se habían emborrachado con una botella de licor de moras que tenía la abuela Paula Lina en la despensa.


Paula todavía no soportaba el olor de aquel licor. Ni de las moras. Y jamás había dejado de querer a Clara.


—No te preocupes por eso —continuó Clara—. Has llegado en el momento ideal. Joyful tiene otro escándalo mucho más importante del que hablar. Últimamente los temas de conversación son los clubs de striptease y las actrices porno.


—¿Clubs de striptease? ¿Actrices porno?


Después de llamar a Eva otra vez, Clara asintió.


—Sí. Y he pensado en ti cada vez que alguien ha mencionado el club.


Paula arqueó una ceja.


—¿Y crees que me conviene saber por qué me has relacionado con el club?


—No te preocupes, cariño —dijo Clara—. Eres preciosa, pero todavía prefiero seguir jugando con hombres.


Sonriendo después de aquella aclaración, Paula la siguió a la puerta.


—¿Con hombres en plural?


—Muy bien, lo admito. Con un hombre en singular. Con mi marido —frunció ligeramente el ceño y susurró—: O, por lo menos, solía gustarme.


Para asombro de Paula, Clara se sonrojó. No podía recordar la última vez que había visto sonrojarse a su escandalosa amiga.


—¿Qué quieres decir? —le preguntó.


—No importa. Estaba pensando en otra cosa.


A pesar de que sentía curiosidad, Paula tenía la sensación de que Clara no quería continuar la conversación. Y, por primera vez, se preguntó si irían las cosas bien en el matrimonio de su amiga.


—Estoy deseando conocer a tu marido —le dijo.


Cuando Clara apretó los labios, Paula supo que tenían algún problema. Y sabía también que Clara le hablaría de él cuando se sintiera preparada para hacerlo.


—Ahora —dijo—, volvamos a ese asunto del club.


Clara se relajó visiblemente.


—Ah, sí, el club. He pensado en ti por el lugar en el que lo van a construir. Ayer mismo pusieron la valla publicitaria. Hasta entonces, pensábamos que sería un restaurante o algo así —se echó a reír—. Menudo restaurante. No me imagino al alcalde Boyd o a la señora Davenport entrando allí y pidiendo unos pezones en salsa...


Paula suspiró, recordando la tendencia de su amiga a divagar y a salpicar la conversación con rodeos completamente irrelevantes.


—Continúo sin comprender por qué me asociabas con el club.


Clara volvió a llamar a su hija.


—¡Eva, te he dicho que vengas!


Un ruido sordo anunció la llegada de la niña.


—Lo siento —continuó Clara—. Pienso en ti porque lo están construyendo en el terreno que tenía tu abuela. ¿Te acuerdas de que solíamos ir allí por las noches después de los partidos de fútbol a encender hogueras? Dios mío, en una ocasión saltó una chispa que estuvo a punto de alcanzar uno de los nogales.


Paula posó la mano en el brazo de su amiga. No estaba segura de haberla entendido bien.


—¿Qué estás diciendo, Clara? ¿A qué terreno te refieres?


Clara gimió al ver a Eva, que parecía un pollo listo para freír. 


Estaba completamente cubierta de aceite y harina.


—Cariño, ahora tendré que llevarte a casa a cambiarte.


—Clara —insistió Paula—, dime lo que has dicho del terreno de mi abuela.


Clara se volvió hacia Paula, advirtiendo por fin el desconcierto de su voz. Su sonrisa desapareció e inclinó la cabeza confundida.


—Sí, el terreno, donde estaban los nogales —bajó la voz—. Sabía el cariño que le tenías a ese lugar. Así que cuando me enteré de lo que estaba diciendo todo el mundo en el supermercado, supe que tú no podías ser la actr... bueno, la persona que estaba construyendo el club. Aunque tengo que admitir que no entendía por qué habías vendido ese terreno.


¿Vender? ¿Clara pensaba que había vendido lo único que quedaba de la antigua granja de su abuela? Paula tuvo que agarrarse al pomo de la puerta para sostenerse en pie.


—Por favor, Clara, explícame de qué estás hablando, porque no sé a qué te refieres.


Clara agarró a su hija, que parecía dispuesta a salir disparada hacia la cocina. Se la colocó en la cadera y la sujetó con fuerza en una silenciosa batalla de voluntades y codos.


—Bueno —contestó por fin—, ese club, Joyful Interludes se llama, lo están construyendo allí, en el que era el huerto de tu abuela —sacudió la cabeza con un gesto de compasión—. ¿No lo sabías, cariño? Han cortado casi todos los nogales