jueves, 1 de junio de 2017

CAPITULO 16



Pedro no esperaba que Paula fuera sincera sobre lo que había estado haciendo durante los últimos diez años. Por lo menos, en el caso de que se hubiera dedicado a hacer películas porno, cosa que dudaba. Pero no tuvo ninguna duda de que le estaba ocultando algo después de que le hubiera hecho un breve resumen de lo magnífica que había sido su vida durante los últimos diez años.


Había sido extraordinariamente feliz y había tenido un gran éxito.


Y estaba mintiendo como pocas veces debía haberlo hecho a lo largo de su vida.


Paula parecía estresada, cansada y preocupada por algo más que por un esguince en el tobillo. Y, definitivamente, no tenía la expresión feliz de la Paula que él recordaba. 


Además, cuando mentía, Paula Lina Chaves se sonrojaba.


—Así que para ti la vida ha sido un camino de rosas y no podías haber sido más feliz. ¿Y para qué has vuelto a Joyful? —curvó la comisura del labio, esbozando una sonrisa completamente carente de humor—. ¿Para reunirte con un puñado de gente a la que mandaste al infierno el día que te fuiste?


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué sabes tú del día que me marché? Para entonces ya no estabas tú aquí, ¿verdad? Probablemente estarías conduciendo como un loco para llegar cuanto antes a la universidad.


Pedro estuvo a punto de echarse a reír. No, el día que Paula se había marchado, él estaba recorriendo Joyful en su maltrecha furgoneta. Había pasado la mañana posterior al baile intentando dominar las ganas de conducir hasta casa de Paula y tirar la puerta de una patada. Después, le habría obligado a confesar por qué había sentido la necesidad de sacarle las entrañas la noche anterior. Porque, aparte de dejar perfectamente claro que había tenido que conformarse con él cuando en realidad era a su hermano a quien le habría gustado tener entre sus preciosas piernas, eso era esencialmente lo que había hecho.


—Sí —contestó por fin—, mientras tú estabas ocupada haciendo las maletas.


Paula no lo negó, pero permaneció en silencio, como si estuviera pensando en aquella noche.


Pedro no se había presentado con aquel estúpido esmoquin en su casa con intención de acostarse con ella. Lo que él pensaba hacer era llevarla del brazo, ayudarla a entrar al baile con la cabeza bien alta y después dejarla. Lo único que pretendía era arreglar el entuerto de su hermano.


Pero no, ella le había hecho creer que necesitaba algo más. 


Diablos, cualquier chico habría cedido si la chica más guapa del instituto hubiera mostrado algún interés en él. Y como Pedro había estado medio enamorado de Paula desde la primera vez que la había visto, no se lo había pensado dos veces.


Sin embargo, Paula no había jugado limpiamente. Porque, maldita sea, era virgen. Y las vírgenes no solían entregar su virginidad al calor del momento. Lo que quería decir que llevaba tiempo planeando perder la virginidad el día del baile.


Con su hermano.


Lo peor de todo era que, en aquella época, Nico y él estaban muy unidos. Eran dos muchachos que se habían criado juntos, con una madre que se pasaba el día trabajando fuera de casa y un padre al que le importaban un comino.


Pedro no se permitía pensar en Nico muy a menudo, a no ser que fuera para lamentar que no hubiera querido involucrarse en la educación de su hijo. Joaquin no tenía la culpa de que Daniela hubiera forzado a Nico a casarse con ella.


Él imaginaba que Nico nunca le había perdonado a Daniela el haber perdido por su culpa a Paula.


Una parte de Pedro había muerto aquella noche, cuando Paula había alzado la mirada hacia él con expresión culpable y se había echado a llorar al ver aquella estúpida gargantilla que se había roto mientras hacían el amor.


Una gargantilla que le había regalado Nico.


Las lágrimas habían continuado fluyendo mientras permanecía entre sus brazos en el cenador. Y la tristeza que reflejaban sus ojos cuando le había contado que Nico le había pedido que llevara esa gargantilla durante su luna de miel había sido más de lo que Pedro había podido soportar.


Por si no hubiera bastado con el sentimiento de culpabilidad que le provocaba el saber que Paula había perdido la virginidad con él, había tenido que sumar el dolor de enterarse de que Nico pensaba casarse con ella. Y lo que realmente le había impactado había sido que, a juzgar por las lágrimas de Paula, ella también pretendía casarse con su hermano. Lo que había dejado a Pedro sintiéndose como un auténtico estúpido.


Había reaccionado como un joven de diecinueve años que acabara de averiguar que la chica de sus sueños estaba enamorada del canalla que la había engañado. Y había dicho cosas de las que no estaba en absoluto orgulloso.


Después la había dejado allí, llorando desnuda, iluminada por los faros de un puñado de coches. Los coches de sus compañeros de instituto, que se habían acercado al parque dispuestos a prolongar la fiesta.


—Caramba, Pedro, ¿te quitaste por lo menos el esmoquin antes de volver a la universidad? —le preguntó Paula, interrumpiendo sus recuerdos.


—¿Estás segura de que quieres que hablemos de eso? —preguntó Pedro, consciente del tono desafiante de su voz—. ¿Crees que estás preparada para hablar de lo que ocurrió aquella noche?


Paula se sonrojó violentamente.


—No, la verdad es que preferiría olvidarlo. Fue uno de los peores momentos de mi adolescencia.


¿Uno de los peores? Mentira, se dijo Pedro. Era cierto que había terminado fatal, pero el sexo del que habían disfrutado había sido inmejorable. En ese aspecto, para Pedro había sido la mejor noche de su vida, aunque le costara admitirlo.


Y, probablemente, aquélla era la única vez que había hecho el amor con alguien, que había compartido con una mujer algo más que el sexo. Con Paula, se había permitido entregarse a sus fantasías y creer que era el héroe que ella pensaba. Había llegado a desear ser un estúpido Príncipe Azul.


Pero después tanto él como ella se habían convertido en ranas. Él por culpa de su genio. Y ella por su silencioso reconocimiento de que había terminado equivocándose de hermano.


—Creo que tienes una memoria muy selectiva, Paula —le reprochó él, inclinándose hacia ella a través de la mesa—. Porque dudo que si hubiera sido la peor noche de tu adolescencia hubieras reaccionado tan apasionadamente como lo hiciste.


La mirada con la que le fulminó no podía disimular el profundo rubor de sus mejillas. No, a la señorita Paula no le gustaba que le recordaran cómo había gritado de placer aquella noche.


—He madurado desde entonces, Pedro, y he aprendido que los orgasmos no son regalos que deban entregarse a sementales capaces de largarse a los cinco minutos de haberse acostado con una mujer.


Pedro echó su silla hacia atrás, se levantó y avanzó hacia ella.


—Sí, supongo que ahora tienes suficiente experiencia como para saberlo.


Experiencia profesional, suponía.


Paula inclinó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente, negándose a dejarse intimidar, aunque sabía que era ésa la intención de Pedro. Se levantó ella también, poniéndose prácticamente a su altura.


—Eso no es asunto suyo.


Sus rostros estaban tan cerca que Pedro sentía el calor de su aliento en la barbilla. Los desordenados rizos de Paula parecían estar suplicándole que hundiera su mano en ellos, parecían estar pidiéndole permiso para extenderse sobre su regazo.


Se inclinó hacia ella.


—Pero he mostrado mucho interés mientras tú estabas ahí, mintiendo como un político al que hubieran atrapado con una becaria.


Evidentemente, Paula decidió hacer como que no le comprendía.


—No miento cuando digo que eso no es asunto tuyo.


Pedro sonrió.


—No, pero mientes al decir que fue una de las peores noches de tu vida. Admítelo, estoy seguro de que es uno de tus mejores recuerdos.


Obstinada hasta el fin, Paula apretó los labios.


—Te estás engañando, Pedro. No fue una noche tan buena como la recuerdas —lo miró con expresión compasiva—. Pero no te culpo. Al fin y al cabo, sólo era un adolescente y no creo que ningún adolescente pueda hacer cosas memorables.


Pedro sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, mostrando su diversión. Por no hablar de su determinación.


—Eres tú la única que se está engañando, y en algún momento te lo demostraré.


Los ojos de Paula brillaron ante aquella amenaza y entreabrió ligeramente los labios para tomar aire. Dios, qué labios. Y qué boca.


Su amenaza no la había asustado. La había excitado. Y aquello acabó con las últimas resistencias de Pedro.


Con la sangre tan caliente, ya no era capaz de atender al sentido común. Como en los viejos tiempos.


Antes de darse cuenta siquiera de lo que iba a hacer, dio un paso hacia ella y musitó:
—Y a lo mejor te lo recuerdo aquí mismo.







CAPITULO 15




A Daniela no le gustaban los sábados. Si ya le resultaba difícil conseguir que alguien se quedara con el pequeño Pedro, perdón, con Joaquin, entre semana, durante el fin de semana era prácticamente imposible.


—Vamos, muchachito. Hora de marcharse —gritó, mirando el reloj.


Jimbo comprendía sus limitaciones como madre soltera y normalmente era flexible con ella. Sin embargo, aquel día estaba mostrándose especialmente insistente. Le había llamado la noche anterior pidiéndole que fuera el sábado a la oficina. El desconcierto de Daniela al saber que tendría que trabajar un sábado no había sido menor que su enfado por la brusquedad con la que había interrumpido la conversación telefónica. Daniela había estado hablando con él sobre la insoportablemente arrogante Paula Lina Chaves.


Apenas podía creer lo que se contaba. Todo el pueblo decía que era la propietaria del nuevo club de striptease, Joyful Interludes. Habían llegado a la conclusión de que era ella la misteriosa estrella del porno que aparecía en la valla de la carretera. Había algo relacionado con ella y unas fotografías obscenas que daban sentido a aquellos cotilleos. Habían relacionado una cosa con otra y habían terminado nombrándole estrella del porno.


Daniela no sabía gran cosa sobre esos rumores, pero, sinceramente, no creía que Paula fuera la propietaria del club. Jimbo se había encargado de la venta de aquel terreno, lo sabía porque había ganado una buena cantidad de dinero con aquella operación. Además, él era el representante de los nuevos propietarios en el pueblo.


Si Paula estuviera involucrada en aquel proyecto, su nombre habría aparecido en algún documento.


O quizá no. Jimbo estaba manteniendo aquel asunto en gran secreto, así que quizá fuera posible cualquier cosa. Aun así, al recordar a la correcta y remilgada Paula de la adolescencia, le costaba creer que toda aquella historia fuera cierta.


Pero eso no significaba que no disfrutara alimentando los rumores.


Intentó ignorar la culpa que sintió al recordar cómo le había quitado el novio a Paula cuando estaban en el instituto. Después se encogió de hombros. Paula Lina podría haber tenido a cualquier chico que hubiera querido. No tenía por qué haber salido detrás de Nicolas Alfonso, el chico del que
ella había estado siempre enamorada, en el preciso instante en el que había decidido instalarse en el pueblo.


Aunque al final, ella había terminado quedándose con él. 


Para su propia desgracia, Nico era un gran amante, pero no tan ingenuo como muchos adolescentes, algo que Daniela había aprendido de la forma más dura cuando Nico había comenzado a reflexionar sobre sus meses de embarazo. 


Aquél había sido el principio del fin. Porque aunque Nico fuera un mal estudiante, no tenía ningún problema con las matemáticas más básicas. Era perfectamente capaz de contar hasta nueve, nueve meses. Y entonces había averiguado la verdad.


—Mamá, ¿por qué no puedo ir al parque esta mañana? Algunos de mis amigos van a ir —Joaquin salió de su habitación y se encontró con su madre en la puerta de casa.


La casa que su padre le había ayudado a comprar cuando había decidido regresar al pueblo.


—Ya te lo he dicho. No quiero que te dediques a vagar por el parque como un delincuente juvenil. Aunque te apellides Alfonso, no tienes por qué comportarte como si fueras uno de ellos.


Al verlo fruncir el ceño, maldijo su falta de tacto.


—Lo siento, cariño. Escucha, no me importa que te quedes solo en el parque durante una hora al salir del colegio, pero no me gusta que pases allí toda la mañana del sábado.


—¿Y qué va a pasar cuando empiecen las vacaciones dentro de un par de semanas? —preguntó, sonriendo—. No tienes por qué gastar dinero pagando a una niñera todo el verano. ¿Por qué no decidimos como dos personas maduras, que ya puedo quedarme solo?


Daniela rió mientras se metían en el coche. Joaquin era tan liante como Jimbo.


—¿Y si decidimos que no?


Joaquin elevó los ojos al cielo y no paró de insistir durante todo el trayecto a la oficina. Cuando llegaron allí, a Daniela la sorprendió y alivió al mismo tiempo ver el coche de su padre en la acera, al lado del de Jimbo.


—Mira, el abuelo está aquí. A lo mejor quiere llevarte a la comisaría.


A Joaquin se le iluminó la mirada.


—La última vez me dejó llamar a su ayudante por radio y decirle que había aterrizado una nave espacial en el aparcamiento.


—Eso no me parece nada bien.


Francisco era un nombre decente. Más amable que la mayoría de los hombres del pueblo. Siempre la había tratado como a una dama y era especialmente protector con ella, a pesar de que le había dejado muy claro que no pensaba seguir los consejos de su padre y no tenía la menor intención de volver a salir con él, como había hecho durante una temporada cuando estaba en el instituto.


Su padre. Uf. Si se enterara de lo suyo con Jimbo, se desataría un infierno. Él parecía decidido a seguir viéndola como una niña inocente a la que había engañado uno de los Alfonso.


Pero cualquier día terminaría averiguando la verdad. Toda la verdad. Y Daniela temía aquel momento más que ninguna otra cosa.


Cuando entró en la oficina, Daniela señaló una silla y le hizo un gesto a Joaquin para que se sentara. Se acercó a la puerta del despacho de Jimbo y oyó la voz de su padre.


—Maldita sea, me habías jurado que nunca volvería.


—No la creía capaz —contestó Jimbo sin alterarse—. Pero eso no importa. Todo lo que hemos hecho es completamente legal. ¿Y qué va a poder hacer ella? —Jimbo soltó una de sus risotadas—. Dan, amigo mío, tienes que relajarte. Lo tengo todo bajo control.


Daniela llamó suavemente a la puerta, preguntándose de qué demonios estarían hablando.


—Hola —los saludó, y entró sonriente.


—Aquí está mi niña —dijo su padre, dándole un abrazo de oso. Miró hacia la sala de espera y vio a Joaquin—. Ven aquí, muchachito. El alcalde acaba de decirme que tu madre tiene que trabajar hoy. Así que me gustaría pasar el día contigo.


Joaquin entró tranquilamente en la habitación, como si en realidad no estuviera emocionado ante la perspectiva de pasar más tiempo con su abuelo.


—¿Y vas a dejarme poner la sirena?


—Claro que sí —contestó Daniel entre risas—. ¿Has visto a este niño, Jimbo? Se las sabe todas —posó la mano en el hombro de su nieto—. Saluda a Jimbo, y despídete de él. Porque tenemos mucho trabajo que hacer.


—Sí, hijo, tenemos mucho trabajo —contestó Jimbo, guiñándole el ojo al niño y dirigiéndole una sonrisa. Después miró a Daniela y le dirigió una mirada cargada de intenciones—. No sé lo que haría sin tu mamá.


Daniela apretó los dientes, intentando obligarse a ser fuerte. 


Desgraciadamente, todo su cuerpo estaba reaccionando al calor de sus ojos. Maldijo su propia debilidad.


Bueno, por lo menos podría obligarle a pedirle perdón por su falta de delicadeza. Porque sospechaba que aquella mañana iba a ayudar a Jimbo a algo más que a ocuparse de cuestiones legales.




miércoles, 31 de mayo de 2017

CAPITULO 14




No había nada para desayunar. La cesta de fruta que le había dejado Jimbo Boyd le había servido para merendar, para cenar y para tomar algo antes de irse a la cama. Sin embargo, aquella mañana, después de una reparadora noche de sueño en su antigua cama, se sentía rejuvenecida.


Tenía dinero suficiente para comprar café y algo de comida, y ése era el motivo por el que el día anterior había decidido parar en el supermercado. Pero, evidentemente, le habían interrumpido la compra. Así que estaba desesperada. No era una mujer quisquillosa, y era perfectamente consciente de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a disfrutar del capuchino doble de la tienda de la Quinta Avenida que tanto le gustaba. Sin embargo, en aquel momento, habría dado cualquier cosa por una taza de café de Maxwell. De café instantáneo, incluso.


Una búsqueda rápida en la despensa de su abuela le descubrió varias latas de verduras, pero nada que pudiera sustituir a la cafeína. Necesitaba algo fuerte para tomarse la aspirina con la que pretendía aliviar el dolor del tobillo.


Afortunadamente, no tardó en localizar una lata de café en la estantería más alta, escondida entre los botes de las especias. Rezando en silencio para que estuviera bien cerrada, se puso de puntillas sobre un pie, apoyándose en el bastón de su abuela que había encontrado en el vestíbulo. 


Hasta entonces, había evitado concentrarse en la suavidad del tacto del bastón contra su mano. Le dolía demasiado pensar en la mano de su abuela rodeando su empuñadura con firmeza.


—Oh, por favor, que la lata no esté abierta —susurró—. O por lo menos que el café no se haya enmohecido.


Pero cuando al final tuvo la lata entre sus manos, no supo si reír o llorar. Era evidente que había algo en su interior pero, a juzgar por el débil tintineo, no contenía café.


Así que quitó la tapa de plástico y empezó a reír, y también a llorar.


La lata estaba llena de dinero que su abuela iba guardando para gastos imprevistos. Para Paula fue como un auténtico regalo de los dioses. La lata contenía montones de billetes, la mayor parte de ellos de uno y cinco dólares. Suficiente dinero como para mantenerse hasta que encontrara un trabajo.


Dos trabajos, en realidad. Porque necesitaba un trabajo para poder sobrevivir los próximos dos meses, hasta que hubiera remitido el escándalo. En aquel momento, tanto ella como sus antiguos compañeros de trabajo eran personas indeseables en el mundo de las finanzas. De hecho, tenía más posibilidades de llegar a ser Miss Universo que de poder trabajar como corredora de bolsa.


Así que se quedaría en Joyful una temporada y buscaría un trabajo que le permitiera pagar sus cuentas, que, por cierto, no serían muchas, puesto que la casa era suya. Podía dedicar el verano a recuperarse, a enviar currículums y a planificar su nuevo futuro. Con un poco de suerte, sin necesidad de pedirles nada a sus padres.


Se pondrían furiosos cuando se enteraran. Si llegaban a enterarse. Pero merecía la pena correr el riesgo. Paula no podía soportar siquiera imaginárselos intentando ayudarla. 


Mejor dicho, intentando controlar su vida, como habían intentado hacer después del accidente.


Paula quería a sus padres. Pero eran la pareja más avasalladora y asfixiante que había conocido nunca. Y al ser su única hija, durante muchos años había sido la única persona a la que habían podido asfixiar. Por lo menos hasta que la abuela Paulina había decidido apoyar a Paula cuando a los diecisiete años había pedido que le permitieran elegir dónde quería estudiar.


—Gracias, abuela, por haber vuelto a ayudarme —susurró con una sonrisa y la mirada fija en el dinero—. Ahora, si hubiera en Joyful algún restaurante al que pudiera encargar unos cereales, ya estaría todo arreglado.


Desgraciadamente, sospechaba que en Joyful no había nada parecido. Así que si quería desayunar, tendría que conducir hasta alguna cafetería.


Pero antes de que hubiera podido volver a su dormitorio para vestirse, oyó que llamaban a la puerta. No podía imaginarse quién podía ser un sábado a las ocho de la mañana. Y entonces recordó lo que era vivir en un lugar en el que todo el mundo se conocía. Muchos sábados, los vecinos de su abuela se presentaban en casa con un cesto de magdalenas y un alegre «buenos días». Sonrió conmovida al pensar que alguien se había enterado de su vuelta y había ido a darle la bienvenida.


Pero no era ninguno de los vecinos de su abuela.


—Oh, no —dijo cuando, al abrir la puerta, encontró a Pedro en el porche.


—Qué forma tan amable de recibir a una persona que viene a traerte comida.


Al ver la bolsa de papel que sostenía en el hueco del brazo, arqueó una ceja.


—Y café —añadió Pedro.


Casi cantando de alivio, Paula alargó la mano hacia la bolsa más pequeña que sostenía Pedro en la otra mano. Pedro fijó la mirada en el bastón.


—Ya la llevo yo.


Paula retrocedió para dejarle pasar y aspiró la fragancia del café. Estaba tan contenta que casi se olvidó de la camiseta vieja y los pantalones cortos que se había puesto para dormir. Un atuendo que acompañaba con unos rizos todavía sin cepillar.


—Humm, parece que no eres una persona muy madrugadora —Pedro ni siquiera intentó disimular su diversión.


Consciente de que todavía tenía los ojos medio cerrados, Paula comprendió que no podía tomarse sus palabras como una ofensa mientras le conducía hacia la cocina.


—Por el café, estoy dispuesta a olvidar que no estoy en mi mejor momento —se sentó a la mesa de la cocina y lo vio sacar dos vasos de café y después el azúcar y la crema de la bolsa—. De todas formas, ¿qué estás haciendo aquí?


Pedro agarró un puñado de servilletas y continuó sacando la compra. Al final, sonrió y le enseñó una caja de donuts azucarados.


—He supuesto que ayer pretendías comprar algo de comida en el supermercado. Así que he decidido traerte algunas cosas para ayudarte a matar el hambre.


Paula suponía que no debería haberle sorprendido que se presentara en su casa llevando exactamente lo que necesitaba. Pedro parecía especialmente dotado para ello. 


Flores el día del baile y café y papel higiénico diez años después. Conmovida por aquel gesto, sonrió.


—Muchas gracias, Pedro. Estaba a punto de acercarme en coche al supermercado.


—Así podrás retrasar la salida hasta mañana, o hasta que tengas bien el pie —bajó la mirada hacia su tobillo.


—No estoy tan mal —insistió ella. Echó crema en el café, bebió un sorbo y suspiró de placer—. Café de cafetería, ¿hay algo mejor?


—Una tarta de cafetería. La mujer de mi primo Virgil hace la mejor tarta de albaricoque del mundo.


Paula apretó los labios y negó con la cabeza.


—No creo que pudiera competir con la de mi abuela. Todos los años, cuando veníamos a verla el día de Acción de Gracias, nos acercábamos a la antigua granja de mi bisabuelo. Mi padre ataba unas cuerdas a las ramas de un árbol y lo sacudíamos para recoger las nueces. Después, la abuela las llevaba a casa y las utilizaba durante el resto del año.


Pensó durante unos segundos en las tardes que pasaban en aquel lugar. Su abuela hablaba siempre de los viejos tiempos y del último pedazo que quedaba de la antigua granja, aquel huerto rodeado de nogales de Macadamia que le había prometido dejarle algún día en herencia. Paula tomó aire, oliendo casi la fragancia de las tartas de Paulina.


—Siempre tenía una tarta recién hecha cuando llegábamos en verano. Cualquier día de éstos empezaré a buscar el escondite en el que guardaba sus recetas y haré una de sus tartas.


—Me encantaría probar una tarta hecha por ti.


Evidentemente, no había olvidado que era un desastre en la cocina.


—A lo mejor no soy tan creativa como mi abuela, pero durante estos años he aprendido unas cuantas recetas. Cocino bien.


—En ese caso, a lo mejor me arriesgo algún día a que cocines para mí


—Si alguien me hubiera dicho hace un mes que podría terminar preparándote una tarta en la cocina de mi abuela este mismo verano, habría pensado que había estado bebiendo ese whisky casero que los veteranos destilaban en las montañas —musitó.


—Y continúan haciéndolo.


Paula arqueó una ceja con curiosidad.


—Mi tío Rafa y sus hijos viven allí.


Más Alfonso. La verdad fue que no la sorprendió.


Pedro se tomó el café y se levantó después para guardar las compras. Paula lo observó en silencio, descubriendo en su firme perfil rasgos del adolescente que había sido en otro tiempo.


El día anterior le había parecido un hombre con poder, un hombre maduro. Por no decir atractivo.


Pero aquel día, con los vaqueros y una camiseta blanca que marcaba peligrosamente las curvas de sus músculos, estaba devastador. Sin afeitar, con la camiseta ligeramente arrugada, resultaba absolutamente viril. Y encajaba perfectamente en aquella cocina mientras guardaba la leche, el zumo y los huevos en el refrigerador y se ocupaba de ella como un buen amigo.


El problema era que no eran exactamente amigos, ¿o sí? 


No, no podía describirse como amistad lo que les había unido. Era algo más, algo instintivo y profundo. Algo que había surgido desde el primer instante, a pesar de que ella estaba saliendo con su hermano y él se ocupaba de representar el papel del chico rebelde del pueblo.


No había sido sólo atracción física. Era algo que había comprendido al mirar al pasado con ojos de adulta. Diablos, si incluso entonces, siendo prácticamente una niña, sospechaba que la química que había entre ellos era mucho más profunda que la que se debía a sus hormonas adolescentes.


Cuando Pedro terminó de ordenarlo todo, se miraron el uno al otro, conscientes de que lo que en otro tiempo había habido entre ellos, podría resurgir.


Pero, por alguna razón, Paula no quería que la tregua que se habían concedido terminara tan pronto. Así que después de haberse comido un donuts y haber bebido otro trago de café, se reclinó en su silla.


—¿Sabes? Ayer me quedé con ganas de preguntarte por qué sigues aquí. Siempre pensé que odiabas este lugar y que habrías terminado marchándote.


—Ah, así que has pensado mucho en mí, ¿eh? —pregunto Pedro en tono burlón. Se reclinó contra el mostrador y se cruzó de brazos, flexionando los músculos contra la camiseta de algodón—. Creía que no habías dedicado un solo segundo a pensar en mí.


Paula bebió un sorbo de café y ordenó a su corazón que se tranquilizara.


—Y la verdad es que no he pensado mucho en ti —mintió—. Ha pasado tanto tiempo que apenas me acuerdo de aquella época —volvió a mentir.


Pedro sonrió, dándole a entender que sabía que no estaba siendo sincera


Y Paula decidió que era preferible no protestar.


—¿A qué te has dedicado desde entonces? No he visto tu fotografía en la portada de ninguna revista de deportes, así que es evidente que no te dedicaste al fútbol profesional al terminar los estudios.


—No, gracias a un jugador de Carolina del Norte que me lesionó la rodilla el primer año de universidad.


Paula tragó saliva.


—¿Y perdiste la beca?


—¿Puedes creerte que para entonces ya me la merecía gracias a mis notas?


—Sí, claro que me lo creo —contestó. Ella sabía que Pedro siempre había sido mucho más inteligente que ninguna otra persona de aquel pueblo—. Así que terminaste los estudios.


—Peor todavía. A mis profesores parecía gustarles ese pobre desgraciado de Georgia, así que me ayudaron a ingresar en la Facultad de Derecho.


Paula se quedó boquiabierta. Pedro, el adolescente más suspendido de la historia había llegado a ser abogado. 


Estaba completamente alucinada.


Pedro debió darse cuenta porque se echó a reír, haciéndole recordar cómo le había hecho sentirse siempre su risa. 


Como si acabara de beber algo dulce y exquisito y todo su cuerpo estuviera disfrutando de aquel placer. Cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, lo descubrió mirándola.


—Cuesta imaginárselo, ¿eh? —continuó él—. Y todavía falta lo mejor: volví a Joyful y trabajo como fiscal del condado.


Paula no daba crédito a lo que estaba oyendo. Porque a Pedro le gustaba la autoridad menos que a ella ir al ginecólogo.


—Eres un mentiroso —elevó los ojos al cielo—. No me creo nada de lo que has dicho. No me digas nada más, déjame imaginar. Estás metido en el negocio de tu tío y te dedicas a destilar alcohol.


—Es verdad, Paula, te lo juro —se llevó la mano al corazón.


Paula no tenía mucha fe en los juramentos. La última vez que Lydia, su mejor amiga, le había jurado algo, había sido que no tenía que preocuparse, que podía invertir tranquilamente todo su dinero en la empresa.


Y las cosas habían acabado como habían acabado: con Lydia disfrutando en Buenos Aires con un hombre tan rico como corrupto y ella arruinada, viviendo de los pequeños ahorros de su abuela.


Sin embargo, la expresión de Pedro le hizo dudar.


—¿Estás hablando en serio? ¿De verdad no estás bromeando?


—Claro que no. Ya llevo dieciocho meses trabajando de fiscal.


—Así que eres el fiscal del condado. Dios mío, Pedro. Me acuerdo de cómo odiabas al sheriff. De hecho, a cualquier figura de autoridad. Así que, por favor, intenta explicarme con un lenguaje sencillo algo tan incomprensible.


Pedro se cruzó de brazos, se sentó a la mesa y alargó la mano hacia otro donuts. Después de darle un bocado, se limpió con la punta de la lengua el azúcar de la comisura de los labios.


Paula sintió que la habitación giraba ligeramente mientras lo observaba. Algunas partes de su cuerpo parecieron cobrar vida mientras se regodeaban en el recuerdo de lo que aquella lengua les había hecho sentir.


Pedro la había adorado, había explorado cada centímetro de su piel dándole a conocer partes de su cuerpo en las que ella jamás había reparado.


Jamás había vuelto a tener un amante como él. No había habido nadie antes que él y después, no demasiados, probablemente por esa misma razón. Después de haber probado algo tan maravilloso, no se conformaba con nada que no fuera perfecto. Desgraciadamente, con ningún otro hombre había podido alcanzar aquella perfección.


Se obligó a concentrarse en el dolor del tobillo para disipar aquel instante de calenturienta locura.


—Estuve trabajando en la oficina de un abogado de Atlanta durante un año, después de terminar la pasantía —le explicó—. Después me enteré de que estaba vacante este puesto. Mi madre todavía estaba aquí…


Paula no le preguntó por su padre. Sabía lo que Pedro y su hermano sentían por él.


—Mi madre ya no es joven. Además, como ya te dije ayer, Daniela se había venido a vivir al pueblo con Joaquin. Pensé que al niño le vendría bien tener gente que se ocupara de él —apretó los dientes—. Cosa que, evidentemente, no hace mi hermano.


Paula también prefirió dejar pasar aquel tema.


—¿Y qué fue del señor Early? Siempre había sido el fiscal del condado.


—Se cansó y decidió que le apetecía pasar a la defensa durante una temporada —sonrió divertido—. Entre los dos, conseguimos evitar que el sheriff haga demasiado daño.


Ah, ahí estaba la clave. Pedro continuaba haciendo lo que realmente le gustaba: ayudar a la gente que lo necesitaba, desbaratando los planes del sheriff.


—Apuesto a que tu madre está encantada —le dijo.


No había frecuentado a la madre de Nico y de Pedro, pero le había impresionado la bondad de aquella mujer y el amor que derrochaba hacia sus hijos.


Pedro asintió.


—Sí, sólo por eso ya merece la pena. Mi padre murió cuando yo estaba en el segundo año de universidad.


—Lo siento mucho —musitó.


No conocía al padre de Pedro. Ninguno de los dos hermanos hablaba mucho de él, y Nico siempre había insistido en que no se acercara a la granja situada a las afueras del pueblo en la que vivían. Pero cualquiera que viviera en Joyful había oído rumores sobre aquel hombre, tan famoso por su afición a la bebida como por su carácter mezquino.


—Y yo lo siento por la mujer con la que chocó yendo borracho —replicó Pedro con dureza—. Estaba embarazada y perdió a su bebé.


Paula sacudió la cabeza, sin saber qué decir. Pedro no parecía amargado, solamente distante. Volvió a preguntarse por lo que habría sido crecer siendo el hijo de un hombre al que todo el pueblo consideraba el más inútil y miserable de la familia Alfonso.


—Y ahora, Pau —dijo Johnny, reclinándose en la silla y fijando la mirada en su rostro—, ¿por qué no me explicas qué has hecho durante todos estos años y por qué has vuelto a Joyful?