Cora había estado inquieta por la situación de Jimbo Boyd durante todo el fin de semana. El domingo en la iglesia, había pedido consejo a Dios. Y cuando había metido la mano buscando la cartera para sacar dinero y la había encontrado vacía, había imaginado que aquélla era la respuesta.
Jimbo. Él sería el único al que se lo diría. Por supuesto, no pretendía chantajearle, jamás se le ocurriría algo así, ella era una mujer temerosa de Dios que odiaba el pecado. Pero creía en el ojo por ojo. Y le parecía justo que Jimbo le diera más trabajo e incluso le subiera un poco el sueldo. Sería su penitencia.
Consciente de que no podía hablar con él mientras estuviera su amante en la oficina, el lunes estaba esperando en el coche, pendiente de que Daniela saliera a almorzar. Y en cuanto la secretaria salió, entró en el edificio, pasando por la mesa de recepción.
La puerta de Jimbo estaba parcialmente cerrada. Desde fuera, lo oyó hablar por teléfono.
—No, eso no es ningún problema. Ella puede decir todo lo que quiera, pero no va a servirle de nada —estaba diciendo—. Y si vuelve al club, tendremos que ponerle una orden de alejamiento. Pero me comprometo a que no haya nada que impida abrir en septiembre.
El club. Estaba hablando de Joyful Interludes. Estaba hablando con el misterioso propietario que, como todo el mundo sabía ya en el pueblo desde aquel fin de semana, no era la nieta de Paulina Chaves.
—Da igual que grite a los cuatro vientos que ella no vendió esas tierras, porque en realidad no las vendió —soltó una carcajada propia de un niño que acabara de hacer una travesura. Después añadió—: La vendió su abuela antes de morir, le doy mi palabra.
Cora se tensó. ¿Paulina vendiendo las tierras de su familia? ¿Aquellos nogales de los que se jactaba cada vez que ganaba otro galón azul en el concurso de tartas?
Jamás. Cora no se lo creería ni en un millón de años. La familia de Paulina había comprado aquellas tierras el siglo anterior y la anciana las había conservado con cada gota de cabezonería sureña que poseía, como habría hecho la propia Cora si hubiera estado en su lugar.
Allí había algo que no olía nada bien. Algo que olía tan mal como un par de calcetines de trabajo del bueno de Bob. De pronto, se preguntó si el alcalde Jimbo Boyd no estaría metido en asuntos más sucios que los que practicaba con su secretaria. Por alguna razón, recordó entonces los papeles revueltos que había encontrado en el escritorio de Paulina Chaves un par de semanas atrás. Papeles, escrituras, documentos firmados... Todos ellos en una casa de la que Jimbo tenía la llave.
Merecía la pena seguir pensando en ese asunto. Quizá incluso mereciera la pena hacer un viaje al registro del condado e investigar un poco las escrituras de algunas tierras. Quizá incluso mereciera la pena comentárselo a algún policía. O a la persona que realmente detentaba el poder en aquella ciudad: la primera dama, Helena Boyd.
***
Durante el resto de su vida, Paula Lina asociaría el olor de las nueces de Macadamia con los orgasmos. Sería instantáneo. Pasarían sesenta años, sería una anciana empujando el carrito de un supermercado, pasaría por delante de la zona de la panadería, donde alguien estaría dando a probar tartas de nueces y empezaría a temblar y a jadear. Los niños pequeños se asustarían al verla y seguramente se le caería la dentadura, pero no le importaría, porque aquel olor siempre la trasladaría a aquel lugar en el que, durante la pasada media hora, Pedro había estado devorando una tarta, y devorándola de paso a ella, hasta que los orgasmos, como olas implacables, la habían arrastrado hasta el fondo de una marea de placer.
De modo que la tarta de nueces de Macadamia quedaba oficialmente declarada como alimento de los dioses. Como pura ambrosía. El único problema que tenía era que parecía convertirse en pegamento cuando se secaba.
—Dios mío —dijo con un gemido mientras enterraba la cara en la almohada—. Voy a tener que tirar estas sábanas.
Pedro, que estaba ocupado mordisqueando la sensible piel de la parte posterior de su rodilla farfulló:
—¿Y de verdad te importa?
—No.
No, no le importaba. ¿Cómo iba a importarle cuando continuaba haciéndole aquellas cosas tan increíbles? Como en aquel momento, en el que le estaba acariciando la parte de atrás del muslo con la yema del dedo. La torturaba deliberadamente. La tentaba hasta hacerle suplicar, pero no llegó al rincón que ella más deseaba hasta estar completamente listo y preparado.
—Oh, por favor...
Intentaba darse la vuelta, pero él no la dejaba.
—Vaya, vaya, creo que ya he recorrido todas y cada una de las partes de tu cuerpo —susurró mientras iba acercándose poco a poco al vértice que unía sus muslos—. Ahora quiero llegar hasta el final.
Y reanudó su misión, hociqueando, lamiendo y saboreándola, dando siempre deliciosos rodeos. Como cuando mordisqueó la pequeña marca de nacimiento que tenía en el muslo derecho. O cuando... cuando siguió la curva en la que el muslo se encontraba con su trasero con la punta de la lengua. O cuando le hizo alzar las piernas para poder tener con esa misma lengua un acceso mejor a su cuerpo.
—Pedro —aulló Paula.
Y después ya no pudo decir nada porque Pedro inclinó la cabeza para beber de su cuerpo y su mundo entero explotó. Pedro fue capaz de provocarle un nuevo orgasmo que le arrancó prácticamente un alarido.
—Te debo una —susurró Paula cuando por fin pudo volver a hablar con normalidad—. Te devolveré una sesión como ésta aunque para ello tenga que hornear otra tarta.
Pedro le dirigió una sonrisa y se tumbó a su lado.
—Todavía me queda bastante azúcar.
Y Paula se aseguró de dar buena cuenta de ella.
Pedro había esperado hasta el lunes para ir a ver a Paula porque sabía que Clara estaría el domingo en casa. Y porque imaginaba que tendría que estar con su hermano.
Sin embargo, para su sorpresa, Nico no había ido a verlo. Al final, él había llegado a la conclusión de que si quería arreglar las cosas entre ellos, tendría que ir a ver al cabezota de su hermano a casa de su madre.
Y eso era exactamente lo que pensaba hacer el lunes por la tarde. Sin embargo, antes quería pasarse por casa de Paula para ver cómo estaba después de la hecatombe del sábado por la noche.
Dios, menudo revuelo. Lo de Paula había sido digno de ver.
Toda ella enfurecida e indignada, pero aun así, vulnerable y muy por encima de todos aquellos que la habían criticado.
Se había sentido muy orgulloso de ella. Pero, al mismo tiempo, triste por lo mucho que Paula había tenido que rebajarse. Y tenía ganas de decírselo personalmente.
Y quizá también de decirle muchas cosas más. Como lo mucho que sentía haberse imaginado que lo había utilizado en medio de su debilidad y su autocompasión. Porque si una cosa no había sido Paula el sábado por la noche, había sido una mujer con intención de compadecerse de sí misma.
Pedro todavía estaba sonriendo cuando llegó a la casa y se acercó a la puerta. Pero antes de que hubiera podido levantar el puño para llamar, la puerta se abrió.
Y vio allí a su hermano, al lado de una sonriente Paula.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó a Nico sin poder evitarlo.
—Vaya, hola a ti también, hermanito —contestó Nico mientras salía al porche—. Sólo he pasado a saludar y ahora me estaba despidiendo de Paula —el tono amistoso de Nico no disimulaba la dureza de su mirada.
—¿A dónde vas ahora? —preguntó Pedro, intentando no mostrar su extrañeza por el hecho de que hubiera vuelto al pueblo después de tantos años.
—A casa, con mamá.
Nico le hizo un gesto a Paula con la cabeza y salió al porche junto a su hermano. Se sostuvieron la mirada durante algunos segundos y al final añadió:
—Cuando hayas terminado aquí, me gustaría hablar un rato contigo.
Pedro contestó con un brusco asentimiento de cabeza y miró después a su hermano. Cuando éste desapareció de su vista en la camioneta, se volvió hacia Paula, que permanecía en la puerta sin mostrar ningún indicio de ser una mujer que acabara de disfrutar de ninguna clase de encuentro romántico, gracias a Dios. Tenía el pelo revuelto, llevaba una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos. Las dos prendas estaban llenas de una sustancia pegajosa y tenía la cadera manchada de harina.
—Déjame imaginar —dijo por fin, intentando disimular una sonrisa—. Has encontrado las recetas de tu abuela.
Paula sonrió. Parecía aliviada por el hecho de que no se hubiera lanzado a hacer un montón de preguntas sobre Nico.
—Sí, las he encontrado.
Tenía preguntas que hacerle, seguro. Probablemente quería saber por qué había estado allí su hermano. ¿Habría ido a disculparse? ¿A atacarla por lo que había hecho con su hermano la noche del baile? Pero no iba a pedirle que le explicara nada mientras continuaran allí, en plena calle, a la vista de todo el mundo.
—¿Has hecho una tarta de nueces?
—Sí, ¿quieres probarla?
—Me prometiste que me invitarías.
Paula se volvió para dejarle pasar y cerró la puerta tras él.
Pedro la siguió por el pasillo, observando la delicada cadencia de sus caderas y el movimiento suave de sus piernas. Tuvo que tragar saliva, porque de pronto tenía hambre de algo que no era un pastel. Pero antes de que pudiera hacer algo con aquella locura, y sin saber siquiera lo que podría haber pasado, Paula comenzó a hablar a toda velocidad.
—No sabes cuánto me ha costado descifrar la letra. Mi abuela debió escribir esas recetas hace cincuenta años y no volvió a copiarlas nunca. Además, he tenido que conseguir las nueces y no ha sido nada fácil localizarlas en el supermercado.
—Ya basta, Pau —musitó Pedro cuando llegaron a la cocina.
Paula se volvió y lo miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Qué has dicho?
—No me debes ninguna explicación —añadió Pedro.
Comprendía por qué estaba tan nerviosa y habladora. Y a pesar de lo que decía, era consciente de que su celosa imaginación no podía dejar de pensar en qué clase de explicación podría darle.
—¿Sobre la tarta?
—Sobre Nico.
Paula apretó el puño y se lo llevó a la cadera.
—No, ¿eh? Gracias por ser tan magnánimo.
—Me refiero a que no es asunto mío lo que estuviera haciendo Nico aquí.
Paula entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Apretó los labios antes de asentir en silencio.
—Tienes razón, no es asunto tuyo.
No era asunto suyo. Eso era exactamente lo que había dicho. Pero, en realidad, no quería decirlo. Era asunto suyo porque estaba loco por Paula Lina Chaves desde hacía once años. Y maldita fuera si iba a permitir que se fuera otra vez con su hermano cuando él era el único al que realmente deseaba.
Porque sabía que lo deseaba.
—Porque, ¿sabes? En realidad nosotros no tenemos ninguna relación —dijo Paula mientras tomaba el cuchillo para partir un pedazo de tarta—. Mira, que hayamos disfrutado del sexo cuando hemos tenido necesidad de desfogarnos no significa que seamos nada el uno del otro.
Dios, aquello le dolió. Le dolió mucho. Apretó los dientes y contestó:
—Sí, exacto, tienes razón.
Paula alzó entonces la mirada, concentrando toda la atención en su rostro. Los ojos de Paula parecían cargados como nubes de tormenta, los labios le temblaban como si hubiera un torbellino en su cabeza y no supiera qué decir.
Así que no dijo nada. Pero, en cambio, actuó.
Antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo, había partido un pedazo de tarta y se lo estaba arrojando a la cara. Le dio en plena barbilla y una parte salpicó sus labios.
Pedro permaneció donde estaba, completamente paralizado, sintiendo cómo resbalaba la tarta por su cuello y por su camisa blanca.
—Toma, aquí tienes tu tarta —le espetó Paula temblando de emoción—. Puedes disfrutarla y después irte al infierno.
Le había tirado un pedazo de tarta. Y todo porque le había dicho exactamente lo que ella quería oír.
O quizá no fuera eso lo que quería oír.
El corazón se le aceleró ligeramente cuando comprendió lo que con su actitud estaba admitiendo Paula. Que había algo entre ellos. Algo más que sexo, algo relacionado con los sentimientos.
Sin saber cómo reaccionar, Pedro comenzó a lamer con la lengua los restos de tarta que quedaban en sus labios.
—Está buena —musitó, y lo decía completamente en serio.
Después se acercó lentamente a ella. Pero cada vez que avanzaba un paso, Paula retrocedía otro con los ojos clavados en él. De pronto, pareció darse cuenta de lo que había hecho y de cómo podía reaccionar Pedro.
Paula se mordió el labio y susurró:
—Ha sido sin querer.
Pedro dio un paso hacia ella, acorralándola definitivamente contra el mostrador.
—Tonterías.
Y después, como en lo relativo a Paula las palabras nunca le habían servido para expresarse tan bien como los hechos, se llevó la mano a la barbilla y se limpió parte de la crema.
Dio un paso hacia Paula y le plantó la crema en el cuello.
Estuvo a punto de soltar una carcajada cuando vio la sorpresa que reflejaba su rostro. Antes de que pudiera reaccionar, inclinó la cabeza y probó la famosa tarta de Paulina en el cuello de su nieta.
—Pedro —gimió Paula mientras Pedro le lamía el cuello—, ¿qué haces?
—¿A ti que te parece? —susurró—. Me estoy comiendo mi tarta. ¿No querías que me la comiera y me fuera después al infierno?
Paula sacudió la cabeza y la inclinó para permitirle un mejor acceso a su cuello.
—No, en realidad no.
Al final, cuando terminó de lamer todos los restos de tarta, Pedro susurró:
—Ya no queda nada.
Paula no dijo una sola palabra. Se limitó a abrir los ojos y lo miró. En silencio, alargó la mano hacia los restos de tarta que todavía manchaban la barbilla de Pedro. Él contuvo la respiración. Se moría de ganas de lamerle los dedos, de succionar la dulzura de cada uno de ellos, pero quería ver lo que Paula pretendía hacer.
Con una sonrisa seductora, Paula se llevó los dedos manchados a la garganta y los deslizó desde allí hasta el inicio de su camiseta.
—¿Puedo repetir? —preguntó Pedro
—Y tripitir si quieres —susurró ella.
Aquello respondió muchas de las preguntas que Pedro no había querido formular y disolvió completamente sus reservas. Lamió el dulce de su cuello y su garganta y descendió después, deteniéndose sólo al llegar al final de su camiseta, que agarró del dobladillo para tirar de ella.
Paula no llevaba nada debajo. Pedro estuvo mirándola, conteniendo la respiración y deseando mucho más que la tarta hasta que, incapaz de resistirse, tomó su seno y atrapó uno de los pezones entre sus dedos para hacerla jadear de placer.
—Pedro...
—Chss —la agarró por la cintura, la sentó en el mostrador de la cocina y se colocó entre sus piernas.
Paula cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. No decía nada, solamente gemía mientras Pedro devoraba los restos de tarta que habían quedado en su piel.
Cuando no quedó resto alguno, alargó la mano hacia la tarta, tomó una nueva dosis de su dulce relleno y la extendió por los senos de Paula. Después se inclinó para liberar de aquella dulce masa a su hermoso pezón.
Paula se estremecía, suspiraba, temblaba mientras Pedro la acariciaba, la tocaba, sin retirar el dulce de donde ella más lo deseaba.
—Se va a endurecer —dijo, refiriéndose a la masa.
—En realidad ya está dura —contestó él.
Paula rió y Pedro buscó el sonido de su risa en su garganta para desde allí continuar lamiéndola, saboreándola, besándola y limpiándola. Llegó hasta el pezón tras haber saboreado concienzudamente cada gota de crema, cerró los labios sobre él y succionó profundamente. La dulzura de la tarta no resistía la comparación con la dulzura de su piel.
Paula gemía y se retorcía bajo sus manos, se estrechaba contra él como si estuviera suplicándole mucho más.
Cuando Pedro la apartó, lo miró a los ojos y susurró:
—Por favor...
Pedro sabía lo que quería, y también él lo deseaba. Lenta, muy lentamente, se inclinó hacia ella con la mirada fija en aquellos ojos dorados que aumentaban su brillo y suavizaban su expresión anticipando un beso. Paula entreabrió los labios dando la bienvenida a los suyos, y ambos respiraron suavemente, disfrutando de aquel sueño.
—Paula...
—Lo sé.
Entonces ya no hubo más suspiros. Pedro no podía esperar. Tenía que devorarla, beber de su lengua, saborear el interior de su boca. Paula era más dulce que todos los postres que hasta entonces Pedro había paladeado.
Cuando Paula se apartó para tomar aire, Pedro le retiró un rizo de la cara.
—En realidad no querías decir lo que dijiste.
Paula negó con la cabeza.
—Y tú tampoco cuando dijiste que estabas de acuerdo.
—No, yo tampoco.
Paula vaciló un instante y añadió:
—Nico sólo ha venido para pedirme disculpas. Sólo ha estado cinco minutos aquí.
Aunque Pedro sospechaba algo parecido, sintió un inmenso alivio al oírla. Conocía a Paula demasiado bien como para pensar que pudiera tener ningún interés en Nico.
Desgraciadamente, el monstruo de los celos había estado dominando sus sentimientos desde que había llegado.
—¿Qué significa eso, Pedro?
Pedro sabía lo que le estaba preguntando, pero no la respuesta. Por lo menos, no sabía qué clase de respuesta podía ofrecerle a Paula sin asustarla. Porque la primera palabra que llegó a su mente fue «todo».
Paula lo significaba todo para él. Siempre había sido así y siempre lo sería. Era como una maldición y una bendición al mismo tiempo.
—Algo —fue la respuesta final—, significa algo.
Paula sonrió con dulzura y contestó:
—Necesito que me beses ahora.
Pedro la miró a los ojos. Y entonces le dijo exactamente lo que realmente guardaba su corazón, lo que su corazón había guardado durante tantos años.
—No quiero que me necesites, Paula —mientras continuaba hablando, se preguntaba si Paula percibiría la intensidad de la emoción que le embargaba—, quiero que me desees.
Paula alzó la mano hasta su mejilla, dejándole sentir su piel fría y sedosa sobre su rostro. Y entonces, pronunció unas palabras que pusieron todo su mundo del revés.
—¿No lo sabes, Pedro? Te deseo desde el día que me robaste mi tobillera.
Pedro se quedó paralizado, intentando asimilar esas palabras y preguntándose al mismo tiempo si podría creerlas. Si sería capaz de permitirse creerlas.
A Paula no parecía importarle que la creyera o no. No esperaba nada. Con un profundo suspiro, se acercó a él e inclinó la cabeza pidiéndole otro beso. Pero justo cuando sus labios estaban a punto de encontrarse, susurró:
—¿Podemos hacerlo en la cama para variar?
Pedro asintió riendo.
—Con una condición.
Los ojos de Paula chispeaban y su expresión era la de un auténtico diablillo.
—¿Que nos llevemos la tarta?
—Exacto, que nos llevemos la tarta.
El domingo, mientras Clara iba a la iglesia y después a una reunión familiar en casa de su madre, Paula estuvo registrando la cocina en busca de las recetas de la abuela Paulina. Al final, las encontró dentro de una caja vacía de sal de roca. Su abuela, recordó, utilizaba aquella sal para hacer helado cuando iba a verla en verano.
El lunes, después de que Clara se fuera al trabajo, Paula se acercó al supermercado para comprar algunos ingredientes para las tartas.
Porque quería hacer una tarta. Necesitaba mantenerse ocupada. Tenía que hornear, limpiar, hacer la colada, ayudar a Clara a cuidar a Eva y no pensar absolutamente en nada que no fuera lo que había hecho el sábado por la noche.
Todavía le costaba creerlo. No tanto lo que había dicho que, al fin y al cabo, no era más que la verdad, como el hecho de haber sido capaz de hacerlo delante de todo el mundo.
Había sido un poco mezquino e infantil. De hecho, si no hubiera llevado tantas copas encima y le hubiera indignado de tal manera lo que Pedro le había contado, jamás se le habría ocurrido hacer nada parecido.
Una estrella del porno. Dios santo, desde que había vuelto a Joyful todo el mundo se había dedicado a hablar de su carrera como actriz porno. No le extrañaba que nadie se hubiera acercado a su casa con magdalenas de mantequilla.
Y había tenido suerte de que nadie se hubiera presentado con algún juguete erótico.
Todavía no había perdonado del todo a Clara por no haberle contado lo que se rumoreaba. Su amiga le había pedido disculpas y le había jurado que pensaba que los rumores morirían por sí solos.
Después de lo del sábado, los rumores no habían desaparecido, pero habían cambiado. Paula ya no era una actriz porno, sino un tornado que probablemente había conseguido destrozar unos cuantos matrimonios y varias relaciones de amistad en sólo unos minutos.
—Debería haberme ido a Florida —musitó para sí mientras leía en la cocina una receta de Paulina para hacer una crujiente tarta de hojaldre el lunes por la mañana.
La del sábado había sido una noche sorprendente por muchas cosas. No sólo por los rumores o por cómo se había enfrentado a ellos, sino también por la llegada de Nico. Para ella había sido una sorpresa ver aparecer a su ex novio en aquella reunión, pero lo había sido mucho más para el resto de sus compañeros.
Especialmente para Pedro y para Daniela. Ambos se habían quedado estupefactos, mirando en silencio a Nico que, por cierto, estaba tan atractivo como su hermano.
A lo mejor a ella no le había impactado tanto porque no había visto a nadie del pueblo durante diez años, Nico incluido. Para Pedro, sin embargo, la llegada de Nico había sido memorable.
Paulaa había observado a los dos hermanos acercarse el uno al otro e intercambiar unas cuantas palabras. No había podido ver mucho más porque Clara había aparecido de pronto a su lado, ofreciéndose para llevarla a casa. Paula le había tendido las llaves del coche e inmediatamente la había seguido, sin volver a pensar siquiera en sus compañeros de clase.
Sin embargo, ellos sí parecían haber seguido pensando en ella porque, por extraño que pudiera parecer, había recibido varias llamadas de teléfono a lo largo del domingo e incluso alguna más el lunes por la mañana. Llamadas amables.
Llamadas para disculparse. Llamadas de personas a las que consideraba en otro tiempo amigas y otras a las que apenas conocía.
Al parecer, su diatriba había conseguido algo bueno. Había servido para que se miraran a sí mismos y cobrara conciencia de los maliciosos rumores que habían formado parte de la vida del instituto y continuaban formando parte de sus vidas. Al parecer, no les había gustado lo que habían visto en el espejo que Paula había puesto frente a ellos. De momento, ya tenía tres invitaciones a comer además de una oferta para dar una conferencia en el club de damas sobre el mercado bursátil.
Sólo en un lugar como Joyful podía una persona pasar de ser una paria a convertirse en el centro de la vida social del pueblo después de haber organizado una debacle.
Paula sacó un paquete de nueces de Macadamia de una de las bolsas del supermercado y empezó a dividirlas pensando en las tartas que iba a preparar. Una para Eva, para Clara y para ella. Otra para la madre de Clara. Y otra para la propietaria de la peluquería, que había bromeado diciendo que si quería que le diera trabajo, tenía que llevarle una tarta. Pero Paula se lo había tomado completamente en serio. Ya era hora de continuar con su vida y conseguir un trabajo era el primer paso.
Con el tiempo, el rumor sobre lo que había ocurrido el sábado se iría extendiendo. Los rumores sobre la estrella del porno serían reemplazados por los del estallido de Paula.
Eso significaba que aunque sus compañeros de clase parecieran apreciarla otra vez, las posibilidades de encontrar un empleo continuaban sin ser muchas.
Y si necesitaba una tarta para conseguir un trabajo, la haría.
De modo que siguió hasta el último detalle de la receta de su abuela y para cuando terminó en la cocina, tenía tres tartas enfriándose y ella estaba cubierta de jarabe y azúcar. Pero había merecido la pena. Porque la casa olía a un dulce hecho por ella. Y porque se había tranquilizado. Y había recordado los muchos días que había pasado en aquella cocina y que formaban parte de los momentos más felices de su infancia. Empezaba a sentirse mejor que desde hacía semanas.
Estaba a punto de subir a ducharse cuando alguien llamó a la puerta. Desde luego, no iba vestida como para recibir a nadie, pero se alegraba tanto de tener a alguien con quien hablar, que no se molestó ni en cepillarse el pelo ni en lavarse las manos.
Cuando vio al hombre que estaba en la puerta de espaldas a ella, su pelo oscuro le hizo pensar que era Pedro. Se llevó la mano a la cabeza y sintió que se le agitaba inmediatamente la respiración. Maldito fuera, ¡había vuelto a pillarla desprevenida!
Entonces, Nico se volvió.
—Nico —le dijo, arqueando las cejas sorprendida.
—Hola, Paula Lina.
—Hola. Vaya, esto no me lo esperaba —miró el reloj y añadió—. Eh, llegas diez años tarde.
Nico esbozó una mueca.
—Sé que me lo merezco, pero, ¿puedo pasar de todas formas?
Paula asintió, se apartó de su camino y le invitó a entrar con un gesto.
Los años habían tratado bien a Nico. Tan bien como a su hermano. Era un hombre alto, de pecho musculoso.
Caminaba muy erguido, con una rigidez que delataba su condición de militar. Tenía el pelo muy corto, tan oscuro como el de Pedro, pero sus ojos eran castaños como los de su madre. Y no brillaban como los ojos azules de Pedro. Aun así, se había convertido en un hombre muy atractivo y de aspecto serio.
—Conseguiste sorprender a todo el mundo el sábado por la noche —musitó Paula, señalándole el sillón para que se sentara.
Ella se sentó en el sofá, enfrente de él.
—Se te da muy bien lo de hablar en público. Tu discurso fue increíble.
Paula se sonrojó e intentó defenderse.
—No sabes lo que he tenido que pasar en el pueblo durante toda esta semana.
—Alguien me ha informado.
Paula frunció el ceño.
—¿Pedro? Él lo supo desde el principio, pero no me dijo nada. Lo voy a matar.
Nico se reclinó en la silla, cruzó las piernas y la miró fijamente.
—No, no ha sido Pedro —después añadió—. Y sospecho que no quieres matarlo. Llegasteis a ser muy buenos amigos, ¿no es cierto?
Paula le sostuvo la mirada.
—Sí, es cierto —no añadió «pero eso no es asunto tuyo», a pesar de que era lo que insinuaba su tono.
Aparentemente, él comprendió el mensaje, porque al final sonrió.
—Has cambiado.
—¿Y tú?
—También. Ya no soy uno de los inservibles Alfonso. Tú no has sido la única que ha salido de Joyful y ha conseguido labrarse un futuro. Acabo de empezar a trabajar como detective para el Departamento de Policía de Savannah.
—Me alegro de oírlo —dijo Paula con total sinceridad.
Quedarse allí habría sido lo peor que podía haber hecho. Le resultaba difícil imaginárselo como policía, aunque sospechaba que a las mujeres de Savannah no les importaría mucho que fuera él el que las detuviera.
—En cualquier caso, supongo que ya ha llegado el momento de aclarar algunas cosas con algunas personas de Joyful. No sabía que tú también ibas a estar aquí hasta que te vi el sábado por la noche —se encogió de hombros y añadió—: Y me alegro de que estuvieras, porque he venido aquí a disculparme.
—¿A disculparte por qué?
—Por no haber aparecido aquella noche.
Se estaba disculpando por haberla dejado plantada el día del baile. No por haberla engañado con Daniela. Aunque, teniendo en cuenta que había tenido que oírla decir públicamente que se había acostado con su hermano, tampoco podía esperar demasiado.
—No te preocupes —respondió Paula—. Fui de todas formas.
—Sí, ya me enteré entonces de que habías ido.
Permanecieron en silencio durante largo rato. Sólo se oía en la habitación el tic-tac del reloj que había encima de la chimenea y el girar del ventilador que colgaba sobre sus cabezas. Al final, Nico dijo:
—Siempre quisiste a Pedro, ¿verdad? Incluso cuando estabas saliendo conmigo.
Paula no entendía cómo podía haber llegado a aquella conclusión, pero tenía razón. Siempre había querido a Pedro, incluso antes de haber conocido a Nicolas Alfonso.
Asintió lentamente.
—Me lo imaginaba. Entonces, ahora estáis...
Paula se pasó nerviosa la mano por los rizos.
—Ahora no sé cómo estamos. Tu hermano en un hombre muy complicado.
—Sí, es cierto.
Nico se levantó. Paula le imitó. Tenía la sensación de que Nico daba por terminada su tarea y estaba dispuesto a tacharla de su lista de asuntos pendientes. Pero no creía que el resto de los encuentros con las personas con las que seguramente querría hablar fueran a ser tan sencillos.
—Bueno, me alegro de haberte visto, Paula. Y espero que todo te vaya bien.
Mientras lo acompañaba hasta la puerta, Paula se preguntó si debería abrazarle, estrecharle la mano o darle un beso. Al fin y al cabo, aquél era el chico que le había pedido que se casara con él muchos años atrás. Paula nunca se habría casado con Nico, pero le había gustado que se lo pidiera.
—Cuídate, Nico —le dijo con una sonrisa.
Cuando le abrió la puerta para que saliera, agradeció no haberse despedido de él con un abrazo o con un beso.
Porque Pedro estaba esperando afuera.